En los mapas aparece como Sukachi, pero aquí todos la llaman Novi Ladizhichi (Nueva Ladizhichi). La nueva es una localidad del norte de Ucrania con aire de urbanización a la que fue reubicado el medio millar de habitantes de la vieja Ladizhichi, situada a 18 kilómetros de la ciudad de Chernóbil cuando el 26 de abril de 1986 tuvo lugar el accidente nuclear más famoso de la historia. Aunque los niveles de radiación en la Ladizhichi original eran razonables (y de hecho algunos evacuados volvieron después), se encontraba dentro del famoso perímetro que las autoridades soviéticas establecieron en torno al reactor de la planta que explotó (el número cuatro) tras un intento inicial de minimizar las dimensiones de la catástrofe.
Volodímir Stekhun, entonces un niño al que sus padres, abuelos y hermanos arrastraban a una nueva vida, es hoy un hombre de 42 años que observa los escombros negros de la casa de ladrillo que levantó con sus manos tras casarse. “Tengo la sensación de que los rusos crean una tragedia por segunda vez. Aquí se han ido 20 años de mi vida”, asegura.
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La casa resultó incendiada, aparentemente por el impacto de un proyectil, en el tercer día de la guerra, el pasado 26 de febrero. “De repente, mi familia y yo oímos un sonido extraño y, luego, el crujido del tejado en llamas. Los vecinos nos ayudaron a apagarlo con agua. Nos refugiamos en el sótano y, unas cuatro o cinco horas después, otra vez estaba en llamas el tejado. Ahí ya no pudimos hacer mucho. Teníamos mucha agua en el sótano, pero solo podíamos transportarla con cubos. Nos pasamos la noche tirando cubos de agua, pero casi no sirvió de nada. Bueno… aquí ves el resultado”, recuerda mientras señala la casa apesadumbrado.
Stekhun se ha mudado justo al lado, a la casa de su padre, que falleció poco antes de la guerra y estaba vacía. Lo ha hecho con su mujer y uno de sus dos hijos. El otro, miembro de la Guardia Nacional, está en manos de Rusia como prisionero de guerra, cuenta. Fue capturado nada más comenzar la invasión, cuando defendía el aeropuerto de Hostomel, en las inmediaciones de Kiev.
Los abuelos de Stekhun volvieron a la vieja Ladizhichi apenas un año después de ser evacuada. Él solía visitarlos hasta que fallecieron en 2010. “Me gustaba ir, me recordaba a mi infancia”, relata. Allí vive hoy por sus medios una pequeña comunidad de retornados (sobre todo, gracias a la agricultura y la ganadería). Dados los escasos niveles de radiación, es uno de los pueblos a los que se puede acceder en tiempos de paz en las visitas guiadas turísticas. Como si tuviese una maldición histórica, la aldea ya había sido arrasada por los nazis durante la II Guerra Mundial, cuatro décadas antes de ser vaciada por el accidente nuclear.
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“Nos hemos encontrado una nueva tragedia en nuestra casa”, asegura Valentina, sin palabras “para describir lo difícil” que fue para ella ―”casada, y con 22 años y dos vacas”― el desarraigo en 1986 por motivos que tardó en entender. “La gente hablaba de que había pasado algo malo, pero había poca información”, recuerda del día del accidente. Luego hizo amigas, empezó a pasar más tiempo con las vecinas y acabó aceptando Novi Ladizhichi como su nuevo hogar. Unos 36 años más tarde, ya con 58, contempla un inmenso cráter de unos cinco metros de profundidad causado por una potente bomba en un cruce de calles no muy lejos de la vivienda en la que fue reubicada. “Estaba sentada en el sótano cuando Rusia la soltó. Sentí cómo me levantó del asiento un poco y volví a bajar”, dice.
Cráter causado por un bombardeo en Sukachi.Antonio Pita
El sótano del que habla es el de su domicilio. Lo empleaba para almacenar las patatas que cultiva y la invasión lo transformó en refugio colectivo improvisado. “Rezábamos todo el tiempo. Éramos tres adultos y dos adolescentes. El mismo 24 [de febrero] ya oí vehículos grandes y algunos disparos. Luego el sonido se fue acercando. Por la noche salí a ver lo que pasaba y recuerdo el sonido de lo que parecían tanques. Solo se veían sus luces rojas”, señala.
Valentina recuerda cómo las autoridades soviéticas construyeron en apenas tres meses de 1986 las 180 casas, comedores y guardería que componen el lugar, levantado al doble de distancia de Kiev (unos 80 kilómetros) que de la frontera sur de Bielorrusia. Las dos repúblicas formaban entonces parte de la URSS y hoy están en bandos opuestos. “Aún no he asumido que tenemos una guerra en nuestro país y en nuestro pueblo. Ya no tengo fuerzas para irme a otro sitio por segunda vez y soy demasiado vieja para hacer nuevos amigos. Aquí, además, estoy acostumbrada a comentar la vida, cocinar borsch [la sopa ucrania más típica] y quejarnos juntas del Gobierno”, añade junto a sus amigas, que se ríen y asienten. Una de ellas, Nina Vasilenka, de 51 años, rompe su silencio y tercia: “La gente simple y pobre somos los que sufrimos en el 86 y los que sufrimos ahora. Y eso que antes era distinto, porque era la URSS, así que [Rusia y Ucrania] estábamos unidas. Ahora estamos separadas”.
Desde la izquierda, las amigas Nina Vasilenka, Valentina y Natalia, en un cruce de calles bombardeado en Sukachi.Antonio Pita
En Novi Ladizhichi, donde a media tarde se ven pasar más bicicletas que coches, solo quedan ya unas pocas “casas finlandesas”, como llaman a las de madera de estilo nórdico. Y, aunque la mayoría de vecinos sigue siendo parte, o desciende, de los evacuados por el accidente nuclear, el tiempo ha ido trayendo familias nuevas, atraídas por los precios asequibles y la vida tranquila, explica Valentina.
Natalia Ribachok, frente a su casa semiderruida por el impacto de un proyectil.Antonio Pita
Natalia Ribachok llegó desde una ciudad en el centro de Ucrania llamada Kropivnitskii, a casi 400 kilómetros de allí. Tiene 44 años y se instaló hace seis en Novi Ladizhichi, al casarse con un hombre de la zona. Un día, cuenta, él la abandonó y la dejó al cargo de los dos hijos en una vivienda que era habitable hasta “exactamente el 25 de febrero a las 18.00 horas”, cuando un proyectil de mortero impactó en el tejado. “Estaba en el sótano con mis hijos. Salieron al oírlo y gritaron: ‘mamá, mamá, ya no existe nuestra casa’. Yo no los creía hasta que lo vi”, rememora sin poder evitar un escalofrío. La vivienda se tiene en pie de milagro. El proyectil no la derribó, pero sí la dejó muy dañada. Otra familia los acoge desde entonces.
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