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La España que quedó sumergida por los pantanos

Una carretera con silueta de serpiente desciende hasta el pie de una laguna en calma. Allá abajo, la Peña del Reloj, que informa con su sombra del paso de las horas, preside un paisaje líquido silencioso y reverberante. Junto al borde de la tierra de óxido y ocre asoma el único vestigio que corrobora que esta belleza no es natural: una construcción tubular coronada de matojos donde antaño tañía la campana de la iglesia románica. Aplastado por miles de toneladas de agua descansa junto a ella Linares del Arroyo, un pueblo centenario cuyos orígenes se remontan al siglo X que, en los años cincuenta, quedó anegado bajo la colosal presa del embalse del Riaza. En nombre del progreso, que en la segunda mitad del siglo XX arrasó 500 localidades como esta por toda España (y muchas otras en el mundo), reposan allí los esqueletos de las casas, los enseres y los muertos que a lo largo del tiempo hicieron su hogar de este dominio de los buitres en Segovia.

Descendiente de sus últimos moradores —su padre salió de allí con ocho años—, la profesora de instituto Montserrat Iglesias ha hilado las historias escuchadas a lo largo de su niñez y juventud buscando “dar voz” a esos vecinos —más de 200 en Linares, 50.000 en el conjunto del país— que no solo sufrieron un traslado forzoso y con él la pérdida de su modo de vida, sino, sobre todo, la amputación irreversible de un pedazo de su memoria. Su novela La marca del agua (Lumen), surgida de un máster de escritura creativa, recrea el camino que sus antepasados recorrieron durante años entre Linares y La Vid, en Burgos, uno de los 300 pueblos de colonización de edificaciones blancas e idénticas que el régimen de Franco levantó para albergar —aquí a unos 20 kilómetros, pero a una incalculable distancia mental— a los exiliados del regadío. Con un pie en el nuevo asentamiento y el corazón en el antiguo, iban y venían para fertilizar las tierras que se les habían asignado. Como lamenta Iglesias, aunque tuvieron que pagarlas religiosamente, fueron calificados de “advenedizos”. Al cierre de las compuertas, esas gentes perdieron su lugar en la Tierra.

Vista de La Vid. En los pueblos de colonización, todas las casas solían tener el mismo tamaño y distribución (normalmente con vivienda, corral y un patio). Santi Burgos

No es ni mucho menos la primera vez que se vuelve la vista a la España sumergida, aunque apenas existe un puñado de libros que la tratan desde la literatura. Después de Juan Benet, arte y parte en este asunto como autor de la mítica Región e ingeniero del embalse del Porma; de El río, de Ana María Matute, y la Mequinenza evocada en catalán por Jesús Moncada, un referente fundamental se halla en Distintas formas de mirar el agua (Alfaguara, 2015), de Julio Llamazares. Nacido en el pueblo leonés de Vegamián, condenado por el pantano de Benet, el escritor firmó con ella “la novela de su vida”, un regreso a los orígenes y a una de las “muchas Atlántidas” de España que, desde diferente prisma, coincide en un buen número de temáticas —la familia y la muerte, pero también el desarraigo, la identidad y el olvido— con la de Montserrat Iglesias. “La de los pantanos es en sí una historia sumergida”, afirma en un restaurante donde comparte conversación con la autora. “En el franquismo se publicitaba mucho la inauguración del pantano, pero no así el drama humano que había detrás”.

El desgarro de la Guerra Civil y la agonía de la posguerra aún perviven en lo hondo de aquellos pantanos que florecieron en la dictadura, aunque ya se habían imaginado décadas antes. Sus estampas de dolor, traición y sumisión atraviesan La marca del agua, que invoca a los siete muertos que aún yacen en una fosa perdida en Linares. También acaparan parte del relato de Detendrán mi río (Libros del K.O.; se publica el 15 de noviembre), una crónica de Virginia Mendoza sobre Caspe, en Zaragoza, y una huerta cercana, Cauvaca, hundida por el pantano de Mequinenza. Además del medio millar de pueblos que se suponen sumergidos, existe un número indeterminado de huertas habitadas que perecieron ahogadas y que, como subraya Mendoza, no computan en el cálculo de damnificados. “Tenemos que ser conscientes de que cosas básicas como ducharnos o encender la luz se las debemos al sacrificio de personas que no cuentan”, recalca la autora, que basa su texto —marcado también por la idea de la arbitrariedad que sentenció la suerte de estos enclaves— en entrevistas con supervivientes de la época.

Para Mendoza, el destino de estos lugares se selló con hormigón: el que levantó los pantanos y cubrió los cementerios

Con ramificaciones económicas, sociales, geográficas y antropológicas, lo sucedido con la construcción de los pantanos en España puede no haber resonado en el grueso de la sociedad. Pero, irremediablemente, ha tocado y a veces hundido a aquellos que fueron extirpados de su territorio. Como señala Mendoza, en esos pueblos suele haber “como mínimo una persona” que se ha dedicado a recopilar testimonios, fotos y palabras. Iglesias habla de la “mitificación” de esos lugares, transformados por la tradición oral en espacios de ensoñación que solo existen en el imaginario de hombres y mujeres que nunca han dejado de añorarlos. “El hecho de no poder volver va creando ese mito, y la nostalgia engrandece el lugar”, resume Iglesias, que, aunque ha novelado una ficción, se ha apoyado en anécdotas y nombres reales. “Con el traslado, unos ganaron y otros perdieron”, matiza. “Y también hubo quien decidió olvidarse”.

Torre de la iglesia románica de Linares, la única construcción del pueblo que no quedó sepultada baja el agua. Santi Burgos

Si bien la desmemoria de este trozo de historia tiene mucho que ver, como incide Llamazares, con la desmemoria de la guerra en un país “que siempre se ha llevado muy mal con su pasado”, lo cierto es que sucesos más recientes como la construcción del embalse de Riaño en 1987 (y otros posteriores, como el de Lindoso en 1992, documentado en la película de 2015 Os días afogados), tampoco encontraron altavoz en los medios de la democracia. “Hubo grandes protestas y se suicidaron dos personas en Riaño”, rememora el escritor, que estrena en el Teatro Español La lluvia amarilla, otro canto rural, “pero la noticia no aparecía hasta el final de los telediarios”. En unos enclaves condenados a desvanecerse, en vez de pasar visita, la muerte prefirió asentarse. Ahí sigue en estos libros.

Como escribe Mendoza, el destino de aquellos lugares quedó sellado con hormigón: el que erigió pantanos y pueblos de colonización y el que cubrió los cementerios para impedir que los muertos salieran a flote. “Dejarlos atrás y saber que no podrían enterrarse con sus padres”, considera, “fue la pena que más pesó a esos habitantes”.

Montserrat Iglesias
Lumen, 2021
263 páginas, 17 euros

Virginia Mendoza
Libros del K.O., 2021
180 páginas, 16,90 euros

Julio Llamazares
Alfaguara, 2015
200 páginas, 17,50 euros

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