El monumento principal de Le Creusot, en la Borgoña no del vino sino de la siderurgia y el granito, tan dura, es un martillo pilón a vapor de 100 toneladas y 20 metros de altura que, como Muhammad Ali, el boxeador mágico que golpeaba duro como la coz de una mula y bailaba alado como una mariposa, machacaba sin piedad el hierro en la fundición y, en manos de sus magníficos trabajadores, era tan delicado que podía partir la cáscara de una nuez sin dejarle machacado el cerebro al fruto. Y dicen los del pueblo, y su alcalde socialista, David Martí, hijo de republicanos valencianos en el exilio, que cuando entraba en acción, su golpe se oía a 10 kilómetros a la redonda, una campanazo que maravillaba en todos los pueblos después de atronarlos, pero siendo impresionante, su rumor no era quizás tanto, ni tan amplio ni tan duro como el que despiertan las coces ciclistas que se propinan unos a otros los aristócratas y los proletarios del pelotón, púgiles verdaderos y exquisitos, al ataque, al ataque, que ni se perdonan ni se consuelan en una etapa de 250 kilómetros, la más larga desde hace 21 años, corrida bajo un calor pesado a más de 45′5 por hora, en cinco horas y media. Fue uno de los días más grandes que ha vivido el Tour de Francia en los últimos años.
Fue una etapa que nadie olvidará, ni los ganadores ni los derrotados, ni sus piernas doloridas ni sus pulmones ardientes. Primoz Roglic, herido, desolado, solo, pierde casi cuatro minutos con respecto a su siamés, Tadej Pogacar, y ya está a casi cinco minutos y medio de él en la general de un Tour que no ganará. Mes y medio después de su caída pavorosa en un descenso del Giro de Italia camino del Campo Felice de Egan, el tercer esloveno, el alocado Matej Mohoric, gana la etapa: se escapa de la fuga a 80 kilómetros de la meta, subiendo la cuesta de Château Chinon, y homenajea así a su alcalde largos años, François Mitterrand. “Una etapa larga y brutal, como a mí me gustan”, dice Mohoric, que recuerda que las etapas que ganó en la Vuelta, en Cuenca en 2017, y en el Giro, en Gualdo Tadino 2018, también medían más de 200 kilómetros. Y siempre está en fuga.
En la fuga de Le Creusot quedan 28. Faltan algunos rockeros habituales de las grandes clásicas, como Alejandro Valverde y su heredero, Julian Alaphilippe, que intentan colarse en los primeros kilómetros, cuando se marcha a 60 por hora y hasta superan abanicos en la llanura, pero está de lo mejor del pelotón del año. Están Vincenzo Nibali, que muestra su debilidad, y Simon Yates, también. Está el ganador de Flandes, el danés Kasper Asgreen, y está los dos grandes flamencos, el líder, Mathieu van der Poel, y su hermano enemigo, Wout van Aert, sombra siempre uno de otro, dos como aquellos que no saben qué hacer si no saben lo que hace el otro. Hacen todo a lo grande. Se sienten tan fuertes que no temen el día siguiente. Y su duelo hace grande a un Tour que se le hará largo al equipo de Pogacar, el UAE, un grupo que no dio ni una pedalada en cabeza el pasado Tour, siempre a rueda de la ahora desbarajustada banana mecánica del Jumbo de Roglic, y este año tendrá que hacer penitencia. Así se lo dicen los demás equipos, y Pogacar se queja. “Pedimos a todos que entraran a trabajar para controlar la fuga y todos nos dijeron que nones, que yo era el más fuerte y que me tocaba a mí”, dice el esloveno de 22 años que abrasó a todos en la contrarreloj, y con ese peso carga, castigo a su superioridad.
“Nunca he corrido el Tour, pero he visto muchos por la tele, y nunca había visto una etapa como esta, una etapa brutal”, dice el nieto de Poulidor, que crece tan rápido que de aquí a no mucho la afición se referirá al entrañable Poupou como el abuelo de Mathieu, y le dolían las piernas, como a todos los de la fuga, incluso antes de los últimos 80 kilómetros entrar en el Morvan y sus colinas de granito y sus carreteras de asfalto tan áspero como el granito salvaje, y él está en la fuga porque en ella está Van Aert, y se defiende yéndose con él, siempre al ataque, y hasta colaboran en la subida a la Signal d’Uchon, 635 metros, la cumbre del Morvan, y sus aires de Ciudad Encantada, de piedras a las que la erosión ha esculpido con formas que solo son posibles en sueños, y los de la tierra le llaman el monte Juliano, y allí, en julio, en la pendiente del 18% que cuando se subió por primera vez, en una París-Niza de 1965, cuando el piñón más grande que se le ponía a las bicis era de 21 dientes, solo el abuelo de Van der Poel fue capaz de ascender sin poner el pie en el suelo, ataca duro, durísimo, Richard Carapaz, puños no, piernas de dinamita, y se va, y nadie puede seguirle. El líder del Ineos asusta. Todos saben que el ecuatoriano puede ganar el Tour. No se le puede dejar ni un metro. A Pogacar ya solo le queda un compañero, Rafal Majka, y le dice que no se desgaste. Le dejan irse. Solo le pueden perseguir dos equipos. El EF de Rigo Urán y el Movistar de Enric Mas. Ambos están obligados a hacerlo y ambos lo hacen. Con más empeño los españoles, que tenían delante, en la fuga, a Cortina y Erviti, y todos trabajan. Alcanzan en el sprint al ecuatoriano, que se enfada porque no le dejan irse, y se enfada más su compañero Kwiatkowski, quien se enfrenta a Valverde y a Mas, y ellos le dicen que de qué va, que si no sabe que esto es el Tour, donde no hay ni piedad ni consuelo, solo dolor y golpes. Y todos sueñan con la gloria. Y el sábado, los Alpes ya se asoman.
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