Había una vez una pareja de novios que alternaban trabajos temporales por comercios y casas de comidas del barrio Niederdorf de Zúrich en la segunda década del siglo XX. Ella se llamaba Hulda, tenía don de gentes y un hijo pequeño fruto de una relación anterior. Él se llamaba Gottlieb Zumsteg y estaba dispuesto a todo para hacerla feliz. Un buen día, bajando por la Rämistrasse, descubrieron que el local donde se hallaba el Hôtel de la Couronne se traspasaba, y una pregunta saltó de una mente a otra y empezaron a soñar con montar su propio negocio.
Imagen de archivo de Hulda Zumsteg.
A la vuelta de la esquina destacaba la flamante ópera, inaugurada en 1891, cuyo brillo dotaba de renombre a esa explanada. Y unas calles más allá despuntaba un cabaret oscuro con nombre de filósofo (Voltaire; actualmente cerrado por reformas, aunque tiene previsto reabrir a finales de este mes) en el que un grupo de exiliados comandados por un tal Tristan Tzara emitían sonidos extraños al abrir la boca para alumbrar una pulsión nueva llamada dadaísmo. Frente al recién adquirido espacio, se mantenía en pie el Café Odeon, que, desde el fin de la I Guerra Mundial, ampliaba el número de intelectuales que leían en sus mesas las malas noticias escritas con sangre y tinta en los periódicos. Quizás por su ejemplo, o con ánimo de compartir clientela, la pareja se animó a dar el salto y fundaron su propio local manteniendo el nombre del hotel: Kronenhalle.
Cuando en 1924 abrieron las puertas de su restaurante no sabían que estaban dando forma y color al lugar donde confluirían de manera armónica los placeres de la vista con los del paladar, ni tampoco que iluminaban un lugar único en el mundo y que hoy, casi un siglo después de su apertura, sigue recibiendo clientes que se van pensando en volver.
Cuadro de Miró colgado en las paredes del Kronenhalle
Un búnker cultural de entreguerras
Al poco de la inauguración, devino un sitio de encuentro de escritores, artistas, intelectuales, actores y personas de otros gremios tradicionales que pintaron sus escudos de armas decorando las cornisas de una manera premonitoria antes de que en el local colgaran grandes obras. Así se transformó en un santuario por el que peregrinaba una intelectualidad europea necesitada de afectos y pintores dispuestos a beberse el mundo. A su reputación contribuyó de manera notable la vibrante atmósfera de aquella ciudad neutral que recibía exiliados políticos y exiliados voluntarios, ubicada como un cruce de caminos entre Francia y Alemania. Amparada por esas virtudes, Zúrich supo sacar partido de la gran cantidad de ideas que aportaron las cabezas pensantes que buscaron cobijo en ella y en el Kronenhalle.
James Joyce, por ejemplo, llegó a la ciudad suiza en 1915 y desde que arrancó el restaurante él y su esposa Nora Barnacle empezaron a venir casi a diario. Vinieron tanto que además de convertirse en íntimos de los dueños protagonizaron dos anécdotas. La primera es que Joyce hizo prometer a Hulda que seguiría dando de comer a su mujer cuando él muriese, y así cumplió la dueña su palabra a partir del día después de que el escritor irlandés fuera enterrado en el cementerio de Zúrich. Y la segunda todavía hoy es visible, y es que la esquina en la que cada tarde se sentaba la pareja permanece intacta —adornada con pinturas y fotos de ellos en la misma mesa—, y muy solicitada.
El arquitecto y escritor suizo Max Rudolf Frisch y, a la derecha, el pintor y también escritor Friedrich Dürrenmatt, en el Kronenhalle.
No cabe en un artículo la lista de asiduos que han honrado al Kronenhalle y que han admirado el carisma de la señora Hulda, quien hasta el último día de su vida, con 94 años, siguió saludando cada noche uno por uno a todos los comensales. Para hacernos una breve composición de lugar diremos Kandinsky, Giacometti, Chagall, Picasso, Miró, Braque y la pareja de marchantes Aimé y Marguerite Maeght por un lado, y, por otro, Thomas Mann, Elias Canetti, Stefan Zweig, Bertolt Brecht, Robert Musil, Federico Fellini o Max Frisch. Pero no se vayan todavía, aún hay más.
El hijo, la moda y el más allá
Desde que tuvo uso de razón, Gustav, el hijo de Hulda, quiso sumarse al equipo y aportó estilo y cosmopolitismo. En 1957 Gottlieb Zumsteg murió tras un accidente de tráfico. A partir de entonces madre e hijo gestionaron el negocio. Gustav se hizo cargo de la dirección artística, dejando la cocina en manos de su madre. La pasión del hijo eran la moda y el coleccionismo de arte. Enseguida montó su empresa textil dedicada a la seda, a la que llamó Ludwig Abraham & Co. Seiden AG y, tras la II Guerra Mundial, empezó a viajar a París, Nueva York, Roma, Madrid. Se hizo amigo de Coco Chanel, Yves Saint Laurent, Christian Dior, Cristóbal Balenciaga y de Hubert de Givenchy, quienes, como demuestran la cantidad de imágenes y las dedicatorias en las paredes, visitaron con asiduidad el Kronenhalle. Oh, ese maravilloso dibujo de Yves “Pour Gustav avec mon plus grand amour”.
Interior del restaurante Kronenhalle Bar, en Zúrich.
Para sus vestidos de noche, Balenciaga utilizaba un cuir de soie de Abraham AG que suscitaba admiración. Según el periódico de Zúrich NZZ, “la colección de primavera presentada en París del 7 de marzo de 1953 es un éxito rotundo para la producción textil suiza y los tejidos creados por Abraham”. Abraham AG estaba en la pasarela internacional temporada tras temporada, adaptándose a las curvas de los cambiantes ideales de feminidad. Diseños con sus telas vestían a personalidades del mundo del cine y el teatro. Con un amplio repertorio de estilos, las pinceladas de las pinturas modernas europeas se abrían paso repetidamente en patrones y combinaciones de colores. “Éramos jóvenes y sin dinero, y forjaríamos nuestras carreras solos más tarde, ellos con sus cuadros y sus trajes y yo con mi seda”, diría.
Aquí nunca nadie se quedó sin comer por no tener dinero ni ningún estudiante que pasara por el restaurante se fue nunca a la cama sin un plato de sopa y un trozo de pan. Muchos pintores agradecieron esos platos calientes regalando alguna de sus pinturas. Lo muestran no solo las paredes sino también detalles como esta carta que dirigió Joan Miró a Gustav un 28 de diciembre de 1962: “Me tomo la libertad de enviarle a tu madre un gouache que le dedico de todo corazón, porque el Kronenhalle es una tierra de sueños”, escribió como símbolo de agradecimiento por la ayuda que le prestaron para difundir su obra en Suiza. Una de sus salas sigue llamándose Chagall, tan querido en la ciudad. De hecho, no hay mejor lugar para purgar un pecado que la abadía de Fraumünster (al otro lado del río Limago) donde el pintor francés de origen ruso judío instaló sus maravillosas vidrieras, un festín de colores encendidos por el don de la luz, gloria bendita.
Y es que en el Kronenhalle se come entre obras determinantes de las vanguardias del siglo XX. Las paredes están literalmente forradas, como las grandes pinacotecas clásicas. Cualquier charla se lleva a cabo entre paisajes, retratos o naturalezas muertas firmadas por el propio Marc Chagall, Georges Braque o Pierre Bonnard. La tradición de una hospitalidad sofisticada se despliega en la presencia natural de las más notables pinturas. El jazzista Ray Ventura anotó en 1940: “Después de una guerra tan dolorosa creemos que soñamos al reencontrarnos en el Kronenhalle como en el país más simpático”.
‘Barman’ en la barra del Kronenhalle Bar.
Una coctelería secreta
Mientras Hulda se dedicaba apasionadamente a cultivar una cocina atractiva y un contacto cercano con sus invitados, su leyenda como anfitriona se iba ensanchando. Era vox populi su generosidad sin prejuicios. En las salas se amontonaban obras, unas provenientes de la colección de la madre y del hijo y otras, fruto de donaciones. En 1965, en plena época dorada del Kronenhalle, Gustav decidió abrir un bar en el local de al lado. Encargó el diseño del interior a Robert Haussmann y a Diego Giacometti el mobiliario. Los asientos de cuero y los revestimientos de las paredes son de color verde oscuro y los paneles de caoba recuerdan el interior de un barco. Como toda coctelería secreta es pura discreción. Sin embargo, fue debido a su carta de cócteles únicos que el Kronenhalle Bar se convirtió en lugar de referencia. Aquí se inventa el famoso Lady Killer, a base de fruta de la pasión, piña, ginebra, melocotón y Cointreau. Un pequeño folleto daba la bienvenida a un público que aún podía ser escéptico: “Saludamos especialmente a esa mujer independiente que se sienta aquí sola en el bar a primera hora de la tarde, disfrutando de la anticipación de la noche”.
Hulda murió en 1984 y su hijo en 2005. Desde ese 17 de junio, la Fundación Hulda y Gustav Zumsteg gestiona el legado de los dos antiguos dueños. Durante décadas, artistas, escritores, cantantes y actores han comido y bebido y celebrado en estas salas, iluminando un fondo de obras y fotografías, dando por buena la fiesta porque en este mundo oscuro solo perdura lo que conmueve. Como en los sueños, todo está en su sitio.
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