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La gran corrupción

El presidente de EE UU, Joe Biden, este miércoles en la Casa Blanca en Washington (EE UU).
El presidente de EE UU, Joe Biden, este miércoles en la Casa Blanca en Washington (EE UU).MANDEL NGAN / AFP

Para dos tercios de la ciudadanía europea la corrupción es un problema grave en su país, ya sean conflictos de interés en los contratos públicos, sobornos o el uso indebido de contactos personales, según un reciente informe de Transparencia Internacional; un problema agravado por la pandemia. Esto en la región del mundo más “limpia” y transparente, en la que existen instrumentos para perseguir la corrupción y combatirla.

Y luego está “la gran corrupción”: el abuso del poder político y del dinero público para el beneficio particular, que mina la confianza, los derechos humanos y la seguridad. Esa que se alimenta de redes y normas bancarias transnacionales que hacen la vista gorda, de agentes inmobiliarios, contables, abogados y todo tipo de servicios financieros capaces de lavar grandes fortunas en una nueva homogeneización del orden global. Esos que alimentan las películas de poder y lujo pero que siguen siendo muy reales. Se calcula que el coste combinado de sobornos, corrupción y crimen organizado supone entre un 2% y un 5% del PIB mundial.

Es una potente epidemia silenciosa que corroe las entrañas de muchos Estados y perjudica a los de siempre: los que menos tienen. Una epidemia global tradicionalmente amparada en la impunidad: las grandes instituciones financieras internacionales no rastreaban el destino de las ingentes cantidades de dinero que facilitaban por considerarlo injerencia en asuntos internos.

Lo cierto es que las medidas tomadas no acaban de dar fruto. En 2005, la ONU adoptó la Convención contra la Corrupción, firmada por 187 países. Pero la ONU, ya se sabe, no tiene forma de hacer que los firmantes cumplan lo comprometido, más allá de las leyes nacionales. Y hecha la ley, hecha la trampa. En ellas se suelen amparar los cleptócratas para castigar a quienes se oponen a ellos, gracias a su control de la policía y del sistema judicial.

Recientemente, sin embargo, la lucha contra la corrupción parece ganar un nuevo impulso, al menos retórico. Los ministros de Exteriores del G-7 la declararon un “desafío global acuciante” y se comprometieron a seguir batallando.

Más explícito ha sido Joe Biden, cuya Administración acaba de publicar un memorándum que establece la lucha contra la corrupción como parte del interés de la seguridad nacional del país.

Pero la propuesta más novedosa es la de crear un Tribunal Internacional Anti-Corrupción, al estilo del Tribunal Penal Internacional. A imagen de este, contaría con investigadores, fiscales internacionales y jueces con capacidad demostrada para perseguir redes financieras transnacionales. La propuesta ha sido presentada por Integrity Initiatives International y más de 100 personalidades, entre ellos destacados políticos, jueces y representantes de la sociedad civil han firmado una declaración de apoyo.

Merece la pena explorar esta idea. Cuando los mecanismos establecidos fallan, es necesario buscar nuevos caminos. Combatir la corrupción a escala global es claramente uno de los desafíos de nuestro tiempo.


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