Le llamaban el comodoro porque había construido su imperio con los barcos de vapor, pero la visión empresarial del titán Cornelius Vanderbilt no se detuvo en las orillas. Apostó con decisión por el ferrocarril y no hizo caso de quienes consideraban que la calle 42 de la isla de Manhattan era “el fin del mundo” y una estación allá arriba, un plan descabellado. Si acaso sus previsiones fueron cortas ya que aquella Grand Central Depot pronto se desbordó. Así que sería William, heredero del emporio, quien, forzado por un accidente en 1902, pondría en marcha el plan de construir una moderna y grandiosa terminal, que este año celebra su centenario.
Grand Central Terminal abrió sus puertas en la medianoche del 1 de febrero de 1913 y fue saludada desde los periódicos como “una gloria para la metrópolis”, símbolo de modernidad y lujo, con vías a dos alturas, suelos de mármol, impresionantes cristaleras y una cúpula central con la constelación del zodiaco pintada al revés por error. El edificio —tres bloques de la calle 42 a la 45 en el centro de la isla— fue diseñado por los estudios de arquitectura: Warren & Wetmore y Reed & Stem.
La crítica de arte Dore Ashton escribe acerca del delirio de grandiosidad romana imperial que surgió en esa Norteamérica de fin de siglo que bullía con el comercio y las finanzas y señala Grand Central y la demolida Pennsylvania Station como dos ejemplos. “Originalmente construida como símbolo de la fama y fortuna de los Vanderbilt, el edificio rápidamente pasó simbólica y literalmente de sus manos a las de los millones de personas que transitaban diariamente por ella”, asegura el arquitecto John Belle, encargado de su restauración en los noventa y autor del libro Grand Central. Gateway to Million Lives.
A finales de los treinta el número de personas que pasaban por esta terminal en un año se aproximaba a la población de EE UU. Grand Central siempre tuvo vocación comercial y de punto de encuentro, sus pasillos permitían un atajo para cruzar varias calles y fue desde el principio un buen lugar para buscar refugio de las inclemencias del tiempo, hacer compras, comer algo o incluso tener un breve encuentro amoroso en hoteles como el Biltmore (ya desaparecido) que conectaba directamente con la estación, como señala la guía WPA del Writer’s Association Project.
Edith Warton y J. D. Salinger, entre otros, la incorporan a sus novelas
Ese mismo hotel era epítome del jazz age para Scott Fitzgerald, que lo menciona en su cuento May Day. El Biltmore también era donde J D Salinger se encontraba con el director de la revista The New Yorker William Shawn. En la sala de espera de la estación es donde el protagonista de El guardián entre el centeno, Holden Caufield, decide pasar la noche en su escapada por Nueva York.
Grand Central se convirtió en territorio de ficción antes incluso de que la nueva terminal fuese construida. Edith Wharton sitúa la primera escena de La casa de la alegría en el vestíbulo. Thomas Wolfe, señalado por Faulkner como uno de los grandes de su generación, también se detuvo en sus pasillos en You can’t go home again. Tan fértil, complicada y variada como la propia ciudad la presencia literaria de la bella terminal, recoge su atribulada historia, a veces tan cruel y dura como la de Lee Stringer, el escritor vagabundo y adicto al crack que escribió los cuentos de Grand Central Winter. También la canadiense Elizabeth Smart lleva la estación al título de su novela En Grand Central Station me senté y lloré.
En el cine, Hitchcock ha sido uno de los directores más fascinados con la estación, que aparece en Encadenados y Con la muerte en los talones. Lo cierto es que los cameos de Grand Central en la gran pantalla abarcan desde la cueva del malvado Lex Luthor en el primer Superman hasta Cotton Club, Argameddon, Carlito’s way o la película animada Madagascar. El glamour fue una constante durante varias décadas en la terminal cuando cada día se desplegaba una alfombra roja en el inmenso vestíbulo, la llamada Twentieth Century Fox, para que pasajeros, entre los que se encontraban Marlene Dietrich o Mae West, subieran al tren de Chicago. En los treinta tuvo su propio cine en las plantas subterráneas, donde se proyectaban noticieros, y cuando la televisión llegó CBS instaló en una planta los estudios desde los que Edward Murrow cargó contra la caza de brujas de McCarthy.
Un poderoso movimiento ciudadano impidió que se demoliese
El laberíntico plano de Grand Central, que cuenta con cinco plantas bajo el nivel de la calle, está plagado de secretos. La leyenda cuenta que Andy Warhol hizo una de sus míticas underground parties en uno de los pasadizos que comunica con el hotel Waldorf, y que originalmente fue usado por el presidente Roosevelt. El funambulista Philippe Petit cruzó el atrio principal de la estación en los ochenta y el coreógrafo Merce Cunningham la usó como escenario. Grand Central contó en sus primeros años con una galería de arte donde se vendían cuadros de John Singer Sargeant entre otros, y en 1924 también albergó una escuela de Bellas Artes.
La revuelta de 1968 cuando la policía cargó contra cerca de 6.000 personas congregadas en un Yippie Festival marcó el principio de una oscura decadencia que amenazó con reducir a cimientos el bello edificio. Un grupo de defensores del patrimonio de la ciudad, entre los que fue especialmente activa Jackie Onassis, batallaron durante décadas para salvar Grand Central y lograron que fuese restaurada. En este año de su centenario, para conmemorar el final feliz, habrá lecturas poéticas en abril, una exposición organizada por el Transit Museum de Nueva York e instalaciones artísticas en el atrio. También se ha convocado un concurso de arquitectura en el que han participado Norman Foster y los estudios SOM y WXY para rediseñar los aledaños de una de las joyas más valoradas de esta ciudad.
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