Las novelas de Arturo Pérez-Reverte merecen una aparatosa promoción y por eso conviene descartar desde el principio dos claims acuñados en torno al libro: ni es la gran novela sobre la guerra civil española que el autor quiso escribir ni es una novela sobre la batalla del Ebro, sino sobre un episodio ficticio y deliberadamente irrelevante en aquel ingente drama del verano de 1938. Diez días de sangre y centenares de muertos llenan las casi 700 páginas de una novela muy extensa, no tanto porque haya mucha muerte que narrar como por una razón técnica que a su vez es ideológica.
Pérez-Reverte cuenta la conquista republicana y la pérdida posterior a manos rebeldes de un pequeño pueblo situado entre Mequinenza y Fayón, muy cerca del río. No existe ese pueblo (Castellets del Segre), pero podría existir: sobre su control y pérdida pivota el relato para retratar la pluralidad de facciones que cada bando aportó para perfeccionar la masacre. La primera bandera de Falange, por ejemplo, no aparece hasta la página 358, de la misma manera que los periodistas que cubren las actividades de las Brigadas Internacionales se encuentran también ya muy avanzada la novela: es “el horror enfrentado a otro horror”, dice el capitán republicano Bascuñana, y ya no, como había creído al principio, la “lucha del bien contra el mal”.
Esta historia tan acotada permite que brillen las mejores virtudes del escritor, pero ilumina con la misma potencia sus flagrantes flaquezas. El final del libro, las últimas 30 o 40 páginas, son un buen ejemplo del nervio narrativo y el ritmo adictivo que imprime a la acción para meter al lector en la intimidad concreta y respirable de un drama trepidante: no hay adiposidad, hay energía y músculo, la pura gimnasia de la novela de acción. Ahí abandona la sobredosis pedagógica que ha ido diseminando a lo largo del libro para que el lector conociese las motivaciones, contrariedades, confusiones y vulgaridades que a unos y a otros los han llevado a matarse en un pueblo perdido del Ebro.
Y es esa decisión técnica que a la vez es ideológica la que aplana la novela, le quita sus mejores virtudes y convierte a la gimnasia de la acción en magnesia didáctica que lastra, a veces hasta el bochorno, su credibilidad y la de muchos de sus personajes. Desde el feminismo declarativo que practican las mujeres comunistas (es irrelevante que ellas por entonces ya no pudiesen luchar en la primera línea de fuego) hasta la caracterización de varios de los protagonistas, Pérez-Reverte ha acudido a recursos demasiado toscos para que cada cual responda al tipo que necesita su autor.
Por supuesto, el comisario político ruso es un ser despiadado, pero el capitán Bascuñana sabrá resistir su brutalidad. A la comunista Patricia incluso le parece que el “olor seco, recio, masculino” del capitán no es “en absoluto desagradable”, como repetirá cien páginas después igual de convencida. A él, ella le gusta cuando calla y porque ya ha aprendido que “las fronteras entre lo malvado y lo recto, entre el control burgués de la democracia y la dictadura de las masas obreras y campesinas” no son “tan perfectamente nítidas” como ella había creído. Por eso a ella a su vez le “enternece esa melancolía resignada de soldado sin fortuna” del capitán y un bigote que no pierde ni cuando lo matan (a pesar de que no lo usen los republicanos). Hay decenas de situaciones igualmente acartonadas y falsas que van desde el hombre más dulce del mundo (que a la vez asesina a sangre fría a los ya rendidos en el cuartel de la Montaña) hasta la diatriba de los periodistas contra los políticos que no se manchan las manos: “gentuza irresponsable”.
Cada subgrupo de un bando —los legionarios, los falangistas, los requetés, los desertores que no saben desertar, los moros como el estupendo cabo Selimán— o del otro —los comunistas fanáticos y dinamiteros, la mezcla poco fiable de anarquistas, trotskistas y demás ralea del cuarto batallón, la quinta del biberón que cae sin remedio— deben llevar su pastilla informativa y desangelada, como cada protagonista tiene reservada también su ficha biográfica para que nos hagamos la composición de lugar.
En tantísimos de esos episodios y diálogos la novela desfallece, flaquea y pierde fuelle, pero quizá el problema más grave está en el significado implícito que hay detrás de esa igualación de todos en un “choque de cabreros”, donde unos y otros luchan bravamente y se lo repiten una y otra vez, como auténtico estribillo populista de la novela: los del otro bando son “tíos de pelo en pecho” y “¡para lo flojos que sois habéis luchado bien”, como se dicen los unos a los otros después de machacarse.
Lo que acaba logrando este procedimiento es desifonar las razones ideológicas y políticas de la guerra. El énfasis en la dimensión humana del drama, ese horror contra el horror que dice Bascuñana, lleva dentro un brindis al sol de la fraternidad ilusa. Eran humanos todos, claro que sí, pero esta novela hace de muchos de ellos meros prototipos humanos y reduce casi a la nada las razones legítimas que justifican esa guerra. Tenía razón el capitán Bascuñana y la guerra es un horror, pero también es “la lucha del bien contra el mal”, al menos desde el momento en que Franco le montó un golpe de Estado a la República.
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