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La guerra de la soledad también se libra en Kiev: “Nadie me espera, solo mi cama”

Retrato de hace varias décadas de Yana Nikolaevna, que ha trabajado como intérprete de inglés con Naciones Unidas y en la universidad

Una nana siniestra acuna cada noche la transición al sueño de Yana. La mujer, que vive casi de manera perenne con los párpados echados, se duerme entre los avisos de la sirena que alerta de la posibilidad de un bombardeo. A su lado, como un testigo inmóvil, el viejo andador sobre el que se sostenía hasta que una pulmonía los primeros días de la guerra la dejó aletargada en la cama. “Paren todo esto”, balbucea con un hilo de voz casi imperceptible Yana Nikolaevna, de 80 años. Su esbelta figura retratada en blanco y negro décadas atrás, observa desde la vitrina a la que fue traductora de inglés para Naciones Unidas y en la universidad. “God bless you”, (Dios les bendiga, en inglés), es la fórmula que adopta como saludo ante la visita. A veces pronuncia algunos vocablos en esa lengua, pero casi siempre las fuerzas se limitan a la propia, el ucranio.

Katia, una vecina de 50 años, es el principal sustento de Yana después de que la única hija que tenía en la capital ―la otra reside en Alemania― huyese al comenzar la invasión del Ejército ruso el pasado 24 de febrero. Es ella la que la lava, la que le da de comer y la que le administra las medicinas. También la que, con ayuda de los integrantes del proEnglish Theatre, un centro cultural de la zona que estos días sirve de refugio vecinal, decidió apartar la cama de la ventana y cambiarla de sitio con el armario, que ahora sirve de parapeto. Así, en caso de ataques en el barrio, no le saltan encima los vidrios rotos que tan amigos son de las guerras. El sol ilumina la cinta de embalar amarilla que hace dibujos en forma de aspas sobre los cristales de la ventana de la cocina. Son como tiritas puestas antes de que se produzca la herida y es, a la vez, una solución aplicada en miles de viviendas. En casa de Yana faltan pañales de adulto, que ella necesita, pero, de momento, tienen algo que consideran más importante: electricidad y calefacción.

La vecina también explica que, una vez que la mujer pilla el sueño, ella se baja al refugio y allí pernocta junto a parte de su familia. Tiene marido, dos hijos, sus mujeres y tres nietos. No todos están estos días en Kiev, lo que facilita su principal prioridad estos días: amortiguar la soledad de la anciana durante las largas horas del día. Lo cuenta entre lágrimas mientras le acaricia la frente a Yana sin lograr ocultar el dolor que le causa dejarla sin nadie en este piso de la quinta planta de un edificio de la época estalinista del barrio de Shuliavka de Kiev.

Con el nudo en la garganta y los surcos brillando mejillas abajo, la vecina se ve obligada a ausentarse unos segundos de la estancia antes de regresar para ayudar a seguir dando testimonio que ayude a comprender que los conflictos también se enquistan lejos de la línea del frente, que no ha llegado todavía al centro de Kiev.

Retrato de hace varias décadas de Yana Nikolaevna, que ha trabajado como intérprete de inglés con Naciones Unidas y en la universidadLuis de Vega

A las puertas de la actual guerra, el pasado febrero, un tercio de los 2,9 millones de ucranios que necesitaban entonces ayuda eran personas mayores, según datos de la organización humanitaria HelpAge International. Una cuarta parte de los 44 millones de ucranios superan los 60 años, lo que hace de este país el que tiene el mayor porcentaje en todo el mundo de personas mayores afectadas por un conflicto, según esa misma fuente.

Una de ellas es Ana, historiadora y maestra jubilada de 80 años que vive sola en un piso de un edificio del centro de Kiev que comparte con otras personas necesitadas de ayuda más todavía que ella. “Yo no voy al refugio. Una vez bajé, pero allí es difícil respirar”, explica sobre el sótano donde, cuando suenan las alarmas, los habitantes se resguardan. “Además, aquí hay cuatro personas que necesitan que yo esté a su lado. Son mis vecinos”, añade.

Un taxista voluntario les trae estos días la comida. Es Vladímir, de 28 años, que, con la llegada de la guerra, ha mandado a su mujer embarazada y a sus dos hijos pequeños a Polonia. Ahora recorre las calles de la capital ucrania en su coche eléctrico, lo que le ahorra las cada vez más largas colas de las gasolineras, y alterna los clientes que capta a través de una aplicación de teléfono móvil con las carreras solidarias. Lleva desde personas impedidas a comida para mascotas, medicinas o alimentos. Se entera de los servicios que es necesario llevar a cabo a través de las redes sociales.

Ana, de 82 años, recibe comida en su casa del centro de Kiev de manos de Vladímir, un conductor voluntario que la recoge en un restaurante y la reparte a personas que necesitan ayudaLuis de Vega

“Con las armas no soy útil realmente. Hasta el final no me gustaría utilizarlas. Confío en la paz y en que esto acabe con conversaciones diplomáticas. Destruirnos los unos a los otros no es lo más adecuado”, comenta Vladímir en el descansillo de casa de Ana. “Me sorprendió que fuera gratis”, señala ella agradecida mientras, a cambio de su testimonio, obliga al reportero a degustar la contundente sopa, los crepes rellenos y el zumo de frutos secos que acaba de recibir.

La mujer vería herido su orgullo si permitiera la entrada del periodista en su casa, que asegura que está muy desordenada. Insiste en que de la puerta no pasa. Y lo cumple. Pero dedica todo el tiempo necesario a conversar. “Rusia siempre ha dicho que es nuestro hermano mayor. ¿Acaso los hermanos se comportan de esta manera?”, se pregunta. “Imaginen los autobuses llenos de personas, las familias refugiadas en los sótanos con los niños, allí abajo sin luz, sin agua con mucho frío… ¿cómo se puede soportar?”, insiste. “Aquí queremos la paz, pero resolver esto ahora de forma pacífica no es fácil”. Y rememora bucólica el Kiev “lindo, verde y próspero, con sus jardines, el río, los castaños..”.

Esa realidad luminosa y lejana tras más de dos semanas de guerra y la ciudad militarizada se ha evaporado también en el barrio de Shuliavka de la capital ucrania. Allí Yana a veces delira, como la víspera de la mañana en la que se realizó este reportaje mediada esta semana. Ese día, al despertarse, la traductora le dijo a su vecina Katia que preparase las maletas, que se iban, que habían venido a buscarlas… Desde las ventanas no se atisbaba nada ni nadie. Abajo, el mismo paisaje nevado entre las ramas desnudas de los árboles. Recuperada poco después la consciencia, la señora acepta la cruda realidad de su vida sometida a una ciudad en guerra. “Nadie me espera, solo mi cama. No tengo adónde ir”.

Cinta adhesiva para evitar que una posible rotura de cristales por la guerra haga saltar los cristales de la cocina del piso de Yana NikolaevnaLuis de Vega

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