La guerra de los ojos azules


Te levantas una mañana, pasadas las siete, y pones la radio porque va a hacer dos años que vinculaste tu relación con los medios de comunicación al código de emergencia. Por aquel entonces, era marzo de 2020, te conectabas en cuanto abrías los ojos a la pantalla de tu móvil y a la voz de la locutora para enterarte de cuántos muertos ese día, cuántos más que ayer, el récord, la curva. Luego, te fuiste acostumbrando. Dos años después, te levantas una mañana y enciendes la radio y también la calefacción porque todavía es febrero y hace frío. Aún no te ha llegado la factura del gas y no sabes que tendrás que pagar tres veces más de lo que pagaste los años anteriores por el mismo periodo y un consumo menor. Todavía no alcanzas a adivinar si finalmente será la crisis energética la que se lo lleve todo por delante.

La radio dice que Rusia ha atacado Ucrania en la madrugada. Bombardeos de artillería, equipo pesado y armas pequeñas. Tierra, mar y aire. Decenas de muertos. Vladímir Putin ha advertido que cualquier interferencia tendrá consecuencias como nunca se han visto. Es el mayor ataque a suelo europeo desde la Segunda Guerra Mundial. Hay una guerra en Europa y esto, evidentemente, lo transforma todo.

Las redes sociales se preñan de espanto, de condena, de empatía. La nueva y macabra realidad barre la pandemia de los telediarios y de la pantalla de tu móvil, barre también los desórdenes en el partido de la oposición, que tan entretenidos resultaron apenas unos días antes, las reivindicaciones de los autónomos se convierten en fuegos fatuos. Es la primera vez que un ejército cruza una frontera para invadir un país en esta preciada y pacífica tierra desde la Segunda Guerra Mundial, pero no es la primera guerra. La última guerra en Europa se libró en los Balcanes, sobre las ruinas de lo que fue Yugoslavia. Se derramó tanta sangre en esa contienda civil, étnica y religiosa. Millones de personas fueron arrancadas de sus casas. Hubo aproximadamente 200.000 muertos. Ya no recuerdas si te dio miedo aquella guerra, también en suelo europeo. No había redes sociales. Las distancias eran abismales entonces, a lo mejor reales. Se mataban entre ellos.

Esto es distinto. Haces tu vida como si tal cosa pero es distinto. Hay un ruido de fondo, algo que tensa el ambiente ya de por sí tensado. La distorsión no hará más que crecer. Comienzan los comentarios: “He visto imágenes de Ucrania, gente como tú y como yo, huyendo. Una mujer de Kiev estaba escondida en una librería con sus hijos. Una librería que podría ser como esta”. Como tú y como yo, el mismo corazón. A tu alrededor, ese alrededor que solo existe en los centímetros cristalizados y luminosos de la pantalla de tu smartphone, hay gente que invoca la tristeza. Están tristes, porque hay una guerra en Ucrania. Tristes, porque el orden mundial está a punto de resquebrajarse. El orden mundial, un amasijo de cables cada vez más enredados. Tú no descifras la maraña. Dentro de tu casa todo, hasta ese utensilio que guardaste hace meses al fondo de un cajón de la cocina y no has vuelto a ver, fabricado a base de polímero sintético constituido a su vez por átomos de silicio y oxígeno, tiene un comportamiento geopolítico. Pero la verdad del mundo es inasible. Te duele levemente la cabeza. Quizá es ese miedo sordo, el horror de los otros, cuando se te parecen.

La tarde en que el Kremlin bombardea la torre de televisión de Kiev y avisa a la población de varias zonas de la capital de que abandonen sus casas ante un próximo ataque, tú vuelves del trabajo en coche y pierdes la señal de la emisora al entrar en el túnel de la circunvalación. Durante unos minutos, no ocurre nada en ninguna parte. Pero se enciende el piloto de la reserva. Toca repostar. Cuarenta euros, le dices al hombre de la gasolinera. Bueno, mejor cincuenta, rectificas. Se acabará enseguida. Cuando arrancas de nuevo, la aguja apenas marca la mitad del depósito de gasolina. Es inevitable preguntarse cuánto tiempo falta. Hay una culebra de armamento militar que mide 64 kilómetros y avanza hacia Kiev. Cada vez está más cerca.

“En la frontera se han quedado muchísimos niños, más de cuatrocientos, a las tres de la madrugada, como un pequeño rebaño, pero no eran niños de los que estamos acostumbrados a ver sufrir en televisión, sino rubios, con los ojos azules; eso es muy importante”: es un informativo, el testimonio de un hombre español que ha conseguido salir de Ucrania. En 1939, miles de personas cruzaron la frontera con Francia huyendo de la guerra civil española. Solo en Francia, fueron 440.000 los refugiados españoles. Pero también México, Argentina, Unión Soviética, Chile, Colombia, Venezuela, Perú, Cuba, República Dominicana, Estados Unidos, Reino Unido. Hoy, más de 82 millones de personas en el mundo viven forzosamente lejos de su hogar por guerras, violencia, violaciones de los derechos fundamentales, pobreza extrema, desertificación, inundaciones. Siria es el primer país de origen de las personas refugiadas en el mundo. Aquella guerra empezó hace once años y todavía. Casi siete millones de sirios y sirias han sido obligados a salir de su país. Después están Venezuela, Afganistán, Sudán del Sur, Myanmar, República Democrática del Congo, Somalia, Sudán, República Centroafricana, Eritrea. Y más.

La Unión Europea permitirá la acogida sin límites de desplazados ucranianos por la guerra y el permiso de residencia temporal para circular y trabajar. Además, los ucranios y las ucranias que hayan llegado a España en los últimos meses tendrán permiso de residencia y de trabajo. Recuerdas un cartel, bajo el reloj y la bandera del Ayuntamiento de Madrid, que decía: Welcome Refugees. 2015 fue hace un siglo. España era solo un país de tránsito. Eso también es muy importante. Recuerdas que no fuiste a la manifestación del 19 de febrero, dos semanas atrás, donde se pedían 500.000 firmas para 500.000 personas en situación irregular. Recuerdas que ni siquiera firmaste. Solo diste un par de likes.

Al séptimo día de perversa guerra en Ucrania, ya hay más de un millón de personas huyendo de la muerte. Mujeres despidiéndose de sus niños y niñas en la frontera, depositando sus vidas en otras manos. Los ponen a salvo y algunas regresan al asedio, porque a los hombres no los dejan salir. Y hay madres que tienen hijos que ya son hombres. Una enorme explosión cerca de la estación central de Kiev provoca miles de evacuados. Debes dormir, mañana sonará el despertador, algo más tarde de las siete, y te espera otro día en el que tendrás trabajo, gasolina, gas, luz, agua y también comida.

El viernes amanece con las noticias de la central de Zaporiyia, la más grande de Europa, tomada por las fuerzas rusas. El fuego ha sido apagado. No ha habido fuga de material radioactivo. Nadie puede ya huir de Energodar.

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Qué significa ser pueblo. Dijo Aimé Césaire que una civilización que escoge cerrar los ojos ante sus problemas más cruciales es una civilización herida. Qué significa, en este instante, ser pueblo. A quién pertenece esta tierra. Las manos de la mujer marroquí que recolecta el oro rojo que te llevas a la boca, el sudor del hombre peruano que clavó la madera del quicio de la puerta de tu dormitorio, el lumbago de la mujer rumana que te limpia el váter cada semana. La solidaridad sufre distintas gradaciones en esta civilización herida.

La inquietud se acrecienta. Desembocará en ansiedad. Y por más que actualices las noticias, por más que leas, por más que mires vídeos donde el llanto y la barbarie, no consigues hacer tuyo el terror. Tuyo, tan tuyo como el pánico a la palabra nuclear. A la palabra ahora. A la palabra aquí.

Pero un día llegará, ya lo dijo Pavese, vendrá la muerte y tendrá tus ojos, tus propios ojos, y entonces, no te preocupes, entonces sí, lo habrás entendido todo.

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