EL PAÍS

La guerra de Ucrania es terrible. Estas otras también

La invasión rusa de Ucrania, con el dramático sufrimiento infligido a los civiles de ese país y las graves repercusiones internacionales, ha copado la atención política y mediática global a lo largo de 2022. En el cono de sombra proyectado por esa guerra con características inauditas en décadas, sin embargo, decenas de millones de personas siguen viviendo —en muchísimos casos, sobreviviendo en condiciones terribles—pendientes del devenir de otros conflictos que no involucran de lleno a una potencia nuclear, pero cuyo impacto es igualmente brutal.

Los países occidentales han comprometido —y en buena medida ya desembolsado— más de 100.000 millones de euros de apoyo financiero, militar y humanitario a Ucrania a lo largo de este año, según datos recopilados por el instituto Kiel. Europa ha abierto de par en par las puertas a los refugiados procedentes de ese país. El contraste con la atención dedicada a otros conflictos y a quienes huyen de ellos es abismal.

El peso de la guerra en Ucrania repercute de varias maneras en otras guerras. De entrada, absorbiendo cuotas de atención política y mediática, que no son infinitas. “Cualquier comparación con Ucrania es odiosa. Hay frustración con Occidente”, comenta Pacifique Afuka, congoleño de 36 años que trabaja para una ONG local. Después, acentuando el sufrimiento de los civiles mediante el aumento del coste de la vida. “La subida de precios ha sido terrible”, dice Kirubel Tesfaye, médico etíope de 29 años.

Además, el encono de las relaciones entre potencias vinculado a Ucrania puede salpicar a otras crisis donde estas tienen un protagonismo, como en el caso de Siria o del Sahel, donde Rusia es un actor de peso. El balance de lo ocurrido en los conflictos en zona de sombra desde el inicio de la invasión rusa contempla algunas buenas noticias y varios giros inquietantes.

En Etiopía, el Gobierno y el Frente de Liberación del Pueblo de Tigray firmaron a principios de noviembre un alto el fuego permanente en una guerra que en dos años ha causado cientos de miles de muertos y millones de desplazados. En las últimas semanas, sin embargo, se han registrado alarmantes episodios de violencia en otra región del país, la de Oromia.

En Yemen, una tregua sellada en abril fue extendida dos veces, permitiendo el periodo de mayor calma desde el estallido de la guerra en 2014, pero el acuerdo expiró en octubre y no se ha renovado, abriendo un periodo de tensión en un país con una población extenuada por la mayor crisis humanitaria del mundo, según Naciones Unidas. De los cerca de 400.000 muertos, un 60% lo son por hambre o falta de agua potable o de cuidados médicos.

Únete para seguir toda la actualidad y leer sin límites.

Suscríbete

En Siria, recientes bombardeos aéreos de Turquía, Israel y Rusia recuerdan que se trata de un conflicto todavía irresuelto y profundamente internacionalizado; en Congo, se ha registrado un rebrote de la guerra que asuela el país y la región desde hace décadas; en el Sahel, la retirada de las fuerzas francesas desplegadas en Malí marca un profundo giro en la dinámica de una región muy inestable; en Sudán del Sur, nuevas violencias han provocado la enésima ola de miles de desplazados en diciembre, así como en Somalia, donde siguen los combates entre fuerzas gubernamentales y el grupo yihadista Al Shabaab; un carguero vietnamita rescató en alta mar el día 9 a otros 150 rohinyás que huyen de la violencia que les persigue en Myanmar. Son solo algunos episodios de un mundo profundamente conflictivo.

El año 2021 terminó con unos 90 millones de refugiados y desplazados, según datos de ACNUR. El Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados proyecta que la cifra superará los 100 millones en el recuento de este año. Ucrania es una crisis de enormes dimensiones, pero no es la única. A continuación, un repaso al estado de algunos de los principales conflictos que azotan el planeta.

Etiopía

El mundo observa en vilo cómo las fuerzas rusas destruyen infraestructuras en Ucrania y el sufrimiento de los civiles en ese país por el corte del suministro eléctrico y de otros servicios. No son los únicos civiles que han aguantado penalidades de ese tipo. A principios de diciembre se reanudó, después de un año, la conexión eléctrica en Mekele, la capital de Tigray, región del norte de Etiopía que es el epicentro de un terrible conflicto. La anécdota es uno de los frutos del alto el fuego sellado un mes antes entre el Gobierno y el Frente de Liberación del Pueblo de Tigray (TPLF, por sus siglas en inglés).

La guerra estalló a principios de noviembre de 2020 después de que el TPLF atacara varias bases militares en Mekele. Previamente, los líderes tigrayanos, que gobiernan en su región, habían desafiado al Gobierno federal celebrando elecciones regionales sin autorización. Desde la llegada al poder del primer ministro Abiy Ahmed en 2018 se había producido un incremento de la tensión. El TPLF había dominado la escena política etíope durante tres décadas y vio perder su influencia a consecuencia de las reformas introducidas por Ahmed. En marzo las partes habían firmado una tregua, pero a los cinco meses los combates volvieron a estallar.

El nuevo alto al fuego genera grandes esperanzas en medio también de grandes cautelas. “Puede haber un alto el fuego en el norte, pero el conflicto etíope está ahí todavía”, asegura el médico Kirubel Tesfaye, de 29 años. “El gran elefante en la habitación es la pugna entre nacionalistas, ya sean tigrayanos, oromos o de otras regiones, y federalistas. Es un auténtico problema de construcción de la identidad nacional y no está resuelto en absoluto”, continúa. Nacido en Adís Abeba, ejerce su profesión en un hospital público de Jima, donde de vez en cuando llegan heridos por el conflicto que, según la Universidad de Gante (Bélgica), ha causado entre 380.000 y 600.000 muertos.

Una de las incógnitas para el mantenimiento de la paz en Tigray es la actitud de Eritrea, cuyas fuerzas se han implicado en el conflicto. Portavoces del TPLF acusan a los militares eritreos de seguir “arrasando” en el territorio.

Mientras la guerra en Tigray se apaga de momento, el fuego se aviva en Oromía. “Cientos de personas han sido asesinadas, pero no se habla mucho, hay una pérdida de sensibilidad en la sociedad”, añade. Oromía es la mayor región de Etiopía, donde desde hace semanas crecen tensiones y conflictos entre la etnia oromo —la más numerosa del país, con quejas históricas de infrarrepresentación— y la amhara, la segunda. Es difícil obtener datos precisos acerca de lo que está ocurriendo, pero la Comisión etíope de Derechos Humanos asegura que hay ya cientos de muertos y 100.000 desplazados por combates entre fuerzas oromo, amhara y gubernamentales que luchan unas contra otras. El potencial de desestabilización es elevado.

Los dos años de guerra en el norte han sido duros para todo el país. “La subida de precios ha sido terrible, creo que es algo que pasó en todo el mundo, pero en Etiopía fue dramático. A eso hay que sumar la limitación de la movilidad, pues era muy difícil ir de una ciudad a otra. El tercer impacto, que todavía perdura, es el miedo. La enorme tensión entre distintos grupos étnicos puede conducirnos a un conflicto abierto y generalizado”, añade el doctor Tesfaye. Uno de los peores momentos fue cuando los rebeldes tigrayanos lograron situar el frente de guerra a decenas de kilómetros de la capital. “No sabíamos bien qué estaba pasando, la información ha circulado con dificultad durante toda esta guerra”, comenta.

Precisamente el control de la comunicación por el Gobierno etíope y por los rebeldes tigrayanos en conflicto provocó que, en ocasiones, la propaganda ganara la batalla a las noticias, lo que, a juicio de Tesfaye, se vio suplido por las redes sociales. “Es verdad que en los medios internacionales era difícil encontrar información y que, dentro de Etiopía, dependiendo de qué medio, ofrecían una versión u otra, pero en redes como Telegram los vídeos de matanzas han circulado de manera descarnada. Para muchos ha pasado a ser una fuente [de información] fundamental”, explica.

Víctimas de la guerra hacen cola para recibir raciones de alimentos de emergencia, el día 8 en la provincia de Amran, Yemen.YAHYA ARHAB (EFE)Yemen

Un alto el fuego firmado en abril y posteriormente renovado dos veces ha abierto este año una ventana de esperanza en el brutal conflicto yemení, con unos 23 millones de ciudadanos que dependen de ayuda para sobrevivir sobre una población de unos 30 millones, según datos de la ONU, que reclama 50.000 millones de euros de financiación internacional para atenuar la crisis en 2023. Sin embargo, al expirar a principios de octubre, la tregua no ha sido renovada, precipitando una fase de mayores incógnitas para gente como Intisar Al Salami, que admite con incomodidad desde la capital, Sana, su dependencia de la ayuda para comer, tras haber vendido el oro familiar para alimentar a sus hijos y buscar a su esposo, al que un grupo de hombres se llevó del lugar de trabajo cuando comenzó la guerra. Su casa ha sido cerrada a cal y canto y su coche, incendiado, señala mientras envía fotografías de ambos.

El fin de la tregua no ha supuesto la reanudación de los combates abiertos, pero a mediados de noviembre los rebeldes Huthis, el grupo asentado en el norte y apoyado por Irán, lanzaron una ofensiva sobre una base militar en Taiz, la ciudad del sudoeste del país en la que Abdulrahman al Dobai ha visto morir a varios de sus vecinos durante los siete años que lleva bloqueada. “La guerra lo ha arruinado todo. Antes había bombardeos y muertos; ahora, las enfermedades están generalizadas y todo es carísimo […]. La mayoría de la gente es pobre y algunas familias no pueden encontrar comida, ni casa, ni ropa”, asegura desde Taiz a través de mensajes de texto. Al Dobai, estudiante universitario de 20 años, admite que la situación ha mejorado con la tregua, pero la califica de “broma” porque ha alternado “épocas de bombardeos con épocas de calma”. Desde la ofensiva de noviembre, la ciudad no ha sido bombardeada, señala.

Los Huthis sí atacaron, en cambio, días más tarde una terminal petrolera en territorio controlado por el Gobierno reconocido internacionalmente y respaldado por Arabia Saudí. El Banco Central ha respondido con medidas para congelar activos y comercio con entidades que exportan combustible al norte, según informa la agencia Reuters. Los golpes económicos tienen potencial de exacerbar la tensión.

La comunicación entre las partes sigue fluyendo, pero la situación no es estable. Los Huthis, grupo político-militar que se proclama defensor de la minoría chií zaydí, no parecen mostrar gran disposición a hacer concesiones. Controlan menos territorio, pero es el más poblado, y ven sus acciones como un puñetazo en la mesa frente a la corrupción y los intereses de Occidente y de su aliada Riad. Por otra parte, como subraya la experta Helen Lackner en un informe publicado por el Consejo Europeo de Relaciones Exteriores, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos (EAU) “están buscando reducir su implicación” en el país. Ambos se emplearon para combatir a los Huthis —aliados de su gran enemigo, Irán— con cierto apoyo desde Estados Unidos. Este último ha ido menguando con el tiempo, y ahora las relaciones entre Washington y Riad son especialmente frías.

Lackner señala que la menor implicación de esos dos países —EAU retiró sus tropas en 2019, pero mantiene fuertes lazos con milicias anti-Huthis— puede provocar un cambio en varios elementos del conflicto, incluso en la propia zona controlada por los Huthis, que no es un monolito, y en la que el paso atrás de los actores exteriores puede provocar cambios de posiciones en los mil fragmentos que componen la sociedad yemení.

Siria

Aunque los enfrentamientos armados en Siria son mucho más reducidos con respecto al largo apogeo de las hostilidades hace unos años, el país se halla muy lejos de la pacificación. Una serie de bombardeos ocurridos en las últimas semanas lo ejemplifica bien.

Las fuerzas armadas turcas atacaron en noviembre diferentes objetivos kurdos en el norte del país y en Irak como respuesta a un atentado perpetrado en Estambul, del que culpan a grupos armados kurdos. Estos niegan su participación. Los bombardeos fueron “solo el principio”, advirtió días más tarde el presidente, Recep Tayyip Erdogan, quien anunció que irán acompañados “en el momento conveniente” de una operación terrestre. El objetivo: completar una franja de seguridad de 30 kilómetros de ancho en la parte controlada por las Fuerzas Democráticas de Siria, una alianza opositora que vertebra la milicia kurda Unidades de Protección Popular, aliada de EE UU y clave en la derrota del Estado Islámico. Desde la ciudad de Qamishli, situada en ese territorio, la kurda Eylul, de 28 años, señala que los bombardeos no cesan, pero se han reducido en los últimos días. “Sí, tenemos miedo de otra operación turca. Llevamos 11 años en estado de guerra e inestabilidad”, apunta por correo electrónico.

Además, las fuerzas israelíes atacan con regularidad en el país vecino objetivos vinculados a la presencia iraní en el territorio. Teherán es uno de los grandes respaldos del presidente Bachar el Asad. El liderazgo israelí suele hablar con ambigüedad (sin confirmar ni desmentir) de estos ataques, pero su jefe del Estado mayor, Aviv Kojavi, se salió de la norma el pasado miércoles al confirmar uno contra un cargamento de armas en la frontera con Irak, aparentemente para recordar al enemigo sus “avanzadas capacidades” militares. Kojavi subrayó que Israel sabía que las armas iban justo en el octavo camión de 25 y que sus cazas evitaron 70 proyectiles lanzados por las defensas antiaéreas.

A su vez, el régimen sirio y su aliado ruso golpean con regularidad la zona de Idlib, en manos rebeldes, donde malviven unos cuatro millones de personas que solo pueden sobrevivir con ayuda internacional, según datos ONU. Estados Unidos también lleva a cabo ataques puntuales contra objetivos yihadistas o grupos combatientes vinculados a Irán.

La dimensión internacional del conflicto sigue pues completamente vigente, como lo está el sufrimiento de millones de ciudadanos. La ONU calcula que unos 15 millones de personas necesitan ayuda humanitaria, más de la mitad de la población. Unos 12 millones tienen dificultades para acceder a alimentos. En las últimas semanas, la gran escasez y carestía de los combustibles ―provocada entre otras cosas por la retirada de subsidios por parte de un Estado prácticamente en quiebra― aboca a muchos sirios a pasar frío y tener graves dificultades de movilidad.

Vehículos de la misión de la ONU en Congo, incendiados por una multitud que le reprocha su inacción ante el avance del grupo armado M23, en la ciudad oriental de Goma, el uno de noviembre. Moses Sawasawa (AP)Congo

El terrible conflicto que azota el este de Congo desde hace décadas con amplias implicaciones internacionales ha dado inquietantes señales de rebrote este año. En un episodio reciente, la ONU considera que la guerrilla del M23 ha ejecutado a al menos 130 civiles. La milicia tutsi, según expertos de la ONU y el Gobierno de Congo, recibe apoyo de Ruanda, que niega su implicación. Las hostilidades han rebrotado con intensidad en marzo y a lo largo del año el M23 ha conquistado varias localidades cerca de las fronteras con, precisamente, Ruanda, y con Uganda. La violencia ha causado cientos de miles de desplazados.

Pacifique Afuka vive en Goma, una ciudad que vuelve a sentir el aliento de la guerra. “Las tropas del M23 no están lejos. Los relatos de los desplazados que han llegado huyendo de los asesinatos y las violaciones son terribles y a ello se suma el recuerdo fresco de la invasión de la ciudad por los rebeldes en 2012. Hay una auténtica psicosis, incluso pánico, pensamos que en cualquier momento los enfrentamientos se van a reanudar y nos van a alcanzar”, asegura este licenciado en Comunicación Digital que trabaja promoviendo el empleo juvenil para una ONG local. “Organizaciones internacionales ya se han trasladado cerca de la frontera con Ruanda por si hay que salir corriendo”, añade.

Afuka, de 36 años, se lamenta de lo que llama “la doble vara de medir” de la comunidad internacional. “La República Democrática del Congo (RDC) es un país agredido por otro, Ruanda, tal y como han reconocido Estados Unidos y la propia Unión Europea. Sin embargo, Occidente sigue apoyando a Ruanda y nosotros estamos bajo embargo. Cualquier comparación con Ucrania es odiosa. Normal que haya protestas contra la ONU, nadie se fía. En esas manifestaciones han aparecido banderas rusas y carteles con el rostro de [Vladímir] Putin, ese es el resultado de la frustración cada vez menos oculta que sentimos con Occidente. China y Rusia emergen como alternativas”, comenta.

Su trabajo también consiste en excavar pozos y fomentar la agricultura urbana para que Goma dependa menos del exterior, pero en un contexto bélico como el actual todo se hace cuesta arriba. “La fruta y la verdura proceden de Rutshuru, nuestro granero, pero esa zona está ahora ocupada por los rebeldes. Igual pasa con el carbón, la principal fuente de energía de la mayor parte de la población. Un saco de carbón cuesta ahora 50 dólares, que puede ser el salario de una familia humilde. Todos los precios se han multiplicado por cuatro o por cinco. La vida se ha vuelto imposible”, explica, “existe una enorme incertidumbre”.

Sahel

La región del Sahel sigue sumida en una preocupante inestabilidad. El principal desarrollo del año es la retirada de las fuerzas francesas desplegadas en Malí hace una década, cuando la insurgencia tuareg y una ofensiva islamista desataron todas las alarmas. Otras fuerzas europeas se hallan en fase de repliegue y reorganización. Los grupos islamistas radicales siguen operativos y el conflicto tiene envergadura regional. Además de Malí, Burkina Faso y Níger son los países más afectados de una crisis que ha provocado hasta ahora unos 50.000 muertos y más de 3,5 millones de refugiados y desplazados. La amenaza islamista se ha extendido, preocupando de forma creciente a países costeros.

Cuando los yihadistas ocuparon la ciudad de Tombuctú en 2012, Fatouma Harber, profesora de Secundaria de 44 años, tuvo que huir a toda prisa e instalarse en Bamako. Pese a su regreso un año más tarde, tras la intervención militar francesa, nada volvería a ser igual. “Antes me levantaba, iba a mi trabajo y volvía con total despreocupación. Ahora tengo que estar pendiente todo el tiempo de mi seguridad personal porque hay atentados dentro de la propia ciudad, contra los cuarteles de la Minusma [misión de la ONU] y del Ejército, pero también contra individuos concretos”, revela.

Todos los funcionarios públicos, pero especialmente el sector educativo, son un objetivo para los grupos terroristas. “Cuando viajo, lo hago camuflada como ama de casa y madre de familia. Si descubren que soy un agente del Estado me arriesgo a ser secuestrada”, comenta. En el caso de Harber el temor está aún más fundado pues ella se ha significado en la defensa de los derechos de las mujeres a través de un blog en el que publica regularmente. La alternativa para poder salir y entrar a Tombuctú es el avión, pero la Minusma ha recortado estos trayectos internos lo que prácticamente confina a Fatouma Harber y otros activistas en su propia ciudad.

“Los profesores y maestros hemos sufrido muchísimo con esta guerra”, añade Harber. Según el Consejo Noruego de los Refugiados, a finales de 2021 el conflicto del Sahel había provocado el cierre de unas 5.500 escuelas en Malí, Níger y Burkina Faso, tanto por ataques directos de los yihadistas como por la inseguridad, que provoca que los maestros huyan de las zonas donde no hay policía o militares. Muchos de sus amigos han muerto en estos atentados que ocurren por sorpresa. Todavía recuerda un incidente que ocurrió en 2019 cuando un chófer al que conocía bien se negó a detenerse en un control improvisado por un grupo armado. “Tenían un arma automática y dispararon contra el vehículo. Fue a menos de 30 kilómetros de Tombuctú. Murió en el acto”, asegura.

Sigue toda la información internacional en Facebook y Twitter, o en nuestra newsletter semanal.




Source link