Dos hombres que portan armas de alto calibre caminan en sentido opuesto a un grupo de niños que juega. Se encuentran en el camino. Los pequeños siguen en lo suyo, los sicarios también. A mitad de enero, el sol de la sierra Tarahumara calienta el pequeño pueblo de Cerocahui, perteneciente al municipio de Urique. La localidad, de 1.600 habitantes, se extiende con sus casas de techos de lámina entre montañas y cerros. Recién terminó la jornada en el tewecado Santa María de Guadalupe, una de las dos escuelas primarias del pueblo. No todos los alumnos vuelven a casa esta tarde: 96 niñas permanecen dentro; la escuela también es su hogar.
En la Tarahumara habitan los rarámuri, el pueblo indígena más numeroso en el estado de Chihuahua. Según los últimos datos oficiales, de 2015, en México hay alrededor de 74.000 personas de esta etnia. En los indicadores de bienestar, este grupo resulta desfavorecido, y la educación es uno de los aspectos más alarmantes. El 43% de esta población es analfabeta y uno de cada tres niños entre seis y 14 años no asiste a la escuela. En un territorio escasamente poblado, muchos caminan durante horas para llegar al centro de estudio más cercano. Para facilitar la asistencia académica, existen en la sierra escuelas internado en las que los alumnos viven.
Caminando a la escuela
Conforme terminan las clases, las niñas se dirigen al guardarropa y cambian el uniforme por sus faldas o vestidos de colores, propios de su vestimenta tradicional. La madre superiora Begonia Sáenz, directora del tewecado, recorre el patio. Tencha corre a abrazarla. Con apenas cuatro años, es la más pequeña y, al igual que sus compañeras, es rarámuri. Rarámuris significa “los de los pies ligeros”, y en México son conocidos por recorrer largas distancias caminando, calzados con sandalias fabricadas con neumáticos usados.
Parte de la población rarámuri vive alejada de centros urbanos y el transporte público es casi inexistente en sus territorios. Además, al ser un área de siembra y trasiego de marihuana y amapola, hay una importante presencia de narcotraficantes que vigilan y controlan la región. En este contexto de violencia y pobreza, las opciones son vivir en la escuela o no acudir a ella. “Si algunas de ellas no estudiaran en el internado, no estudiarían. Sería ideal que las niñas estuvieran con su familia, pero al no tener los medios para salir adelante, el internado se convierte en un ayudante” explica la directora.
Desde el patio se ve un cerro, con una pequeña casa frente a la cual está parada una anciana. La madre Begonia la saluda con un ademán: “Es la señora Eustolia, la primera interna del tewecado”.
Recuerdos de Cerocahui
Si alguien conserva recuerdos de los primeros días del internado, que se remontan a los años cuarenta del siglo pasado, es doña Eustolia, que con 88 años es la persona más vieja del pueblo. De madre indígena y padre mestizo, formó parte de la primera generación de niñas educadas en Cerocahui. Sobre aquellos años, rememora: “era una pobreza espantosa. El rico estaba re-pobre también, andaban hasta en calzoncillos, imagínense a los ricos en puro calzón de manta”.
En 1940, el padre jesuita Andrés Lara fundó el tewecado, que en rarámuri significa hogar de niñas. Doña Eustolia recuerda que los religiosos llegaron cuando ella tenía ocho años. “El padre Lara hizo una casa, o la arregló. Allí fue el primer lugar donde fuimos a la escuela”. Eustolia piensa que la situación ha cambiado poco. “Este pueblo no se ha levantado en riqueza. Yo lo veo más o menos al mismo nivel”. El 86% de la población del municipio de Urique vive en pobreza extrema o moderada. Según el Coneval, organismo público que evalúa las políticas de desarrollo social, dos de cada tres viviendas del municipio carecen de drenaje y cuatro de cada 10 no cuentan con electricidad.
Comer tres veces al día y estar seguras
El almuerzo del día consiste en pasta y ensalada con pollo. La alimentación es otra de las razones por las que los padres y madres mantienen a sus hijas en el tewecado. “Es difícil que todas las niñas coman tres veces al día en sus casas, algunas hacen una o dos comidas. Aquí se alimentan las tres veces”, explica la directora. Al terminar, las internas dan gracias por los víveres, se dirigen a los fregaderos y una a una lavan sus platos y cubiertos.
Es difícil que todas las niñas coman tres veces al día en sus casas
Madre Begonia, directora del internado
Otro motivo es porque allí están más seguras que en casa. “Cuando tienen fiestas, se bebe demasiado y ellas están expuestas a una situación de violencia física; golpes, quemaduras e incluso violaciones”, explica la madre Begonia. “Si no existiera el tewecado, muchas de ellas estudiarían dos o tres años. Pienso que la mayoría se casaría o quedaría embarazada a muy temprana edad”. A nivel nacional, Chihuahua es uno de los tres estados con la mayor tasa de embarazo adolescente.
La búsqueda por recursos
El tewecado está constituido como un centro de enseñanza privado, por lo que recibe de organismos gubernamentales apoyos mínimos. De la Secretaría de Educación Pública obtiene únicamente los libros de texto gratuitos y del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (IMPI) recibe algunos alimentos y artículos de aseo. La madre Begoña explica que aunque tiene 96 internas, en el proyecto del IMPI solo le permiten inscribir a 74. “No podemos aumentarlo. Ese apoyo es para dar de comer a las niñas de lunes a viernes, y estamos toda la semana”. El alimento proporcionado es insuficiente: “si es para un mes, nos dura 15 días. Por eso tenemos la necesidad de meternos en diferentes proyectos”.
La madre Begonia busca apoyo en particulares, instituciones religiosas y organizaciones civiles. “Si no tuviéramos personas generosas sería muy difícil mantenernos. Las niñas no solo necesitan alimento. Necesitan limpieza, aseo, ropa, medicamentos, un lugar donde vivir bien, amor y cariño.” Los padres de familia de las internas también aportan. El internado establece una cuota simbólica de 100 pesos al mes por interna (aproximadamente unos 4,6 euros). No todas las familias realizan esta aportación en efectivo: “muchos no pueden dar estos 100 pesos, entonces cooperan trayendo guares [cesta tejida] o alguna fruta que damos en el recreo”.
El tewecado se ha construido lentamente a lo largo de décadas. Actualmente, parte importante de los recursos se utiliza en la ampliación de la casa principal, donde se construyen sanitarios y regaderas para que las pequeñas no tengan que atravesar el patio en la época de frío. En este edificio hay cuatro cuartos con camas y literas. Luz Elena, de seis años, comparte cochón con su hermana Rosita, dos años menor, pues hay menos lechos que internas. Esto no es un problema para Luz Elena, que con una orgullosa sonrisa afirma que su hermana “es pequeñita pero no se hace pipí en las noches”.
Desigualdad y discriminación
En la pared del aula cuelga un cartel con palabras en rarámuri y en castellano. Una de las frases es “Kuira ganiriba kuchi”, que tiene a un lado su equivalente, “Buenos días niños”. Es el aula de la maestra Sofía, la única de las docentes de etnia rarámuri. Como sus alumnas, estudió la Primaria en el tewecado y cuenta que algunas ingresan sin saber castellano, por lo que ella les explica los significados en rarámuri. “Yo también fui niña, hablé en tarahumara, quería aprender y no me entendían cuando hablaba en mi idioma”, recuerda la maestra.
Yo también fui niña, hablé en tarahumara, quería aprender y no me entendían cuando hablaba en mi idioma
Sofía, única docente rarámuri
La música retumba en el patio durante el recreo, los estudiantes corren, gritan y juegan. En la escuela estudian alrededor de 240 niños y niñas, entre ellos las 96 internas. Aquí, la norma es la convivencia armoniosa entre indígenas y mestizos. Se entablan amistades con facilidad y las muestras de discriminación son escasas, aunque existen.
Según la Encuesta Nacional de Discriminación 2017, uno de cada tres mexicanos está de acuerdo con la frase “la pobreza de las personas indígenas se debe a su cultura”, mientras que el 49,2% de la población indígena opina que sus derechos se respetan poco o nada. La discriminación se traduce en desigualdad. En Chihuahua, el porcentaje de la población infantil y adolescente que carece de energía eléctrica en la vivienda es del 2,1% en el caso de la población no indígena, mientras que en la indígena es del 66%, indica Unicef.
En el tewecado, las hermanas y las docentes realizan un esfuerzo continuo por erradicar muestras de discriminación. “En la escuela, a veces el mestizo quiere hacer menos al indígena, por ejemplo en el idioma. Nosotras hacemos que los niños mestizos aprendan algunas palabras en rarámuri para que estemos en igualdad de circunstancias”, explica la madre Begonia.
Después del tewecado
Terminan las clases, los alumnos externos vuelven a casa y las internas regresan al patio del albergue. Belén se lleva una grata sorpresa: su madre ha ido a por ella para pasar el fin de semana en casa. Entre 15 y 20 niñas, no siempre las mismas, dejan el internado los viernes para regresar el domingo. Felipa, madre de Belén, ha caminado tres horas para llegar; al no parecerle seguro prefiere no aceptar rides (como se le conoce al autostop) pero afirma que le gusta caminar.
Hoy Belén llegará a su hogar poco antes de que anochezca y verá a sus dos hermanas mayores. Ambas fueron alumnas del tewecado, después cursaron la secundaria en Chihuahua y actualmente estudian en Creel, una población a unos cien kilómetros de Cerocahui. Esta ruta académica es común entre las graduadas del tewecado, pues la congregación a la que pertenece dirige varios internados en el estado, en los que les es posible continuar sus estudios de secundaria, bachillerato e incluso realizar la licenciatura en Educación Primaria.
La madre Begonia calcula que siete de cada diez niñas que concluyen la primaria estudian la secundaria, y dos o tres continúan en el bachillerato. Esto contrasta positivamente con estadísticas nacionales, que indican que las mujeres indígenas son uno de los grupos poblacionales con mayor rezago educativo. En la actualidad, solo una de cada cinco mujeres indígenas ha terminado la secundaria.
El sábado al mediodía, los gritos y las risas de las niñas que pasarán el fin de semana en el tewecado se escuchan en las calles cercanas. La plaza principal está vacía y silenciosa. Ninguna bandera ondea sobre el kiosco, no hay decoración que adorne las modestas casas aledañas. Solo es posible ver a un grupo de perros esqueléticos tomando el sol y a tres hombres armados que se comunican por radio con su comandante.
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