La invasión rusa de Ucrania muestra una vez más que la memoria puede convertirse en un arma de guerra. El recuerdo mitificado de la II Guerra Mundial por parte de la Rusia de Vladímir Putin sirve de justificación a su agresión: se trataría de librar a sus hermanos eslavos de un Gobierno títere de la OTAN y en manos de neonazis, que predica el revisionismo histórico y niega el inmenso sacrificio soviético de 1941-45, exaltando de paso a unos miles de colaboracionistas profascistas. Este mensaje encaja muy bien con la visión de la Gran Guerra Patriótica que se propaga en la esfera pública rusa desde hace dos décadas: una guerra justa, protagonizada por el pueblo ruso/soviético contra un agresor externo, con inicio el 22 de junio de 1941.
Es una narrativa con sombras y olvidos interesados. Entre ellos, que la URSS también fue un poder agresor entre septiembre de 1939 y el 21 de junio de 1941, al amparo del pacto germano-soviético. Stalin ocupó primero Polonia oriental, que entonces comprendía territorios hoy pertenecientes a Bielorrusia y Ucrania occidental. Entre julio y agosto de 1940 ocupó las tres repúblicas bálticas, tras imponerles un ultimátum. Los presidentes autoritarios de Estonia y Letonia fallecieron en cautiverio soviético, uno en un manicomio y otro deportado en Turkmenistán. Pero si la ocupación soviética de Polonia oriental costó pocas bajas al Ejército Rojo, y ninguna las de los países bálticos, la historia en Finlandia fue muy distinta.
Finlandia, cuyos líderes han anunciado este jueves su disposición a romper su tradicional neutralidad y entrar en la OTAN, había sido un caso peculiar. Por razones aún poco claras, Lenin decidió otorgar la independencia al país poco después de que los bolcheviques tomasen el poder. Esperaba que los socialdemócratas (probolcheviques) del hasta entonces autónomo Gran Ducado de Finlandia pudiesen así tomar el poder, aplicando una premisa estratégica de los revolucionarios rusos: favorecer las reivindicaciones nacionalistas y situarse a su cabeza allí donde podían contribuir a destruir el Estado burgués.
Sin embargo, tras una corta pero cruenta guerra civil (enero-mayo 1918), los rojos fueron derrotados por los blancos finlandeses, encabezados por un militar perteneciente a la minoría suecohablante del país, Carl G. E. Mannerheim. Este era un general de la contrarrevolución, prozarista en su momento, que aceptó ayuda alemana, pero se benefició de la inhibición de los bolcheviques rusos, ocupados en otros frentes. Mannerheim, nombrado regente, podría haberse convertido en un presidente autoritario, como su coetáneo húngaro, el almirante Horthy. Empero, tras aprobarse la Constitución y perder las elecciones presidenciales, se retiró a un segundo plano. Era anticomunista y no hacía ascos al fascismo; pero no secundó a su conmilitón Kurt Wallennius en el intento de golpe de Estado de 1932.
La democracia finlandesa adolecía de las divisiones entre blancos y rojos, conservadores y socialdemócratas. Quizá por ello, intuyendo que una parte de la población del país les apoyaría, Stalin decidió atacar Finlandia el 30 de noviembre de 1939. Su objetivo era anexionarse todo el país, con la excusa de reivindicar la anexión de la multiétnica y fronteriza Carelia, en cuya parte soviética su régimen había reprimido en los años anteriores la cultura finlandesa. El plan real era apropiarse de ricos recursos mineros, y enmendar así el “error” de Lenin.
El mundo esperaba una rápida victoria del Ejército Rojo. Pero la movilización militar de la sociedad finlandesa, bajo el mando del recuperado Mannerheim, se unió a una inteligente estrategia defensiva, que aprovechaba el conocimiento del terreno. El Ejército Rojo demostró graves deficiencias estructurales, premonitorias de lo que le ocurriría año y medio después: falta de mandos experimentados por efecto de las masivas purgas estalinistas en el cuerpo de oficiales, intromisión de mandos políticos que generaban confusión, y tácticas inadecuadas en un terreno boscoso frente a un enemigo motivado y certero, que atacaba con grupos de esquiadores y se retiraba. David sufría, pero resistía ante Goliat.
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La ola de solidaridad con el país agredido en buena parte del mundo fue considerable. Los célebres atletas olímpicos finlandeses fueron recibidos por multitudes en Nueva York, para pasmo de los exiliados republicanos españoles. Pequeños contingentes de voluntarios acudieron a Finlandia; hasta el SEU falangista quiso enviar combatientes. Y, con pocas excepciones, los partidos comunistas, atados por el pacto germano-soviético, callaban.
Una nación orgullosa que defendía su independencia
La Guerra de Invierno, concluida con el Tratado de Moscú del 13 de marzo de 1940, se saldó con una derrota victoriosa para los agredidos. Finlandia perdió más de la décima parte de su territorio. Toda Carelia y sus recursos fueron anexionadas por la URSS, pero el país preservó su soberanía. Además, la movilización nacionalista contra el “enemigo hereditario” ayudó a restañar muchas de las heridas de la guerra civil de 1918. Las representaciones de la guerra exaltaron en lo sucesivo la unidad entre voluntarios campesinos y obreros, antiguos rojos y blancos: una nación orgullosa que defendía su independencia con su sangre.
Ese recuerdo legitimó la posterior participación en la guerra germano-soviética desde junio de 1941. Las tropas finlandesas, otra vez lideradas por Mannerheim, invadieron la URSS desde el norte, para recuperar el territorio perdido 15 meses antes. Se pararon, salvo en algunos lugares, en la antigua frontera. A pesar de las presiones de Hitler, el ya provecto mariscal finlandés se negó a penetrar más en territorio soviético, o a tomar parte de manera más activa en el cerco de Leningrado. Tras cuatro años de guerra estática, la ofensiva soviética del verano de 1944 obligó al Gobierno de Helsinki a firmar un armisticio con Stalin, a expulsar de su territorio a las tropas alemanas estacionadas en Laponia, y a entablar negociaciones que, dirigidas de nuevo por Mannerheim, posibilitaron la subsistencia de Finlandia como Estado independiente, aunque neutral, reducido a las fronteras estipuladas en marzo de 1940.
Finlandia fue el único Estado democrático que participó del lado alemán en la guerra germano-soviética. Y tras 1945 también fue el único agresor que mantuvo un recuerdo oficial positivo de la contienda, vista como una segunda parte de la Guerra de Invierno. Los monumentos a los caídos en la llamada Guerra de Continuación se superponen a los de la Guerra de Invierno, a menudo con la inscripción “1939-45″, que incluye los escasos combates contra los alemanes. Decenas de estatuas y cenotafios en memoria de los caídos en las dos guerras presiden los cementerios del país. Obras como Soldados desconocidos (1954), del escritor Väinö Linna, y sus diversas versiones fílmicas, son referencias obligadas de la cultura popular finlandesa hasta la actualidad, como lo es la obra Guerra de invierno (1984), de Anti Tuuri. Con matices, esas y otras obras y películas reproducen una narrativa patriótica y positiva de las guerras contra los soviéticos. Mannerheim, fallecido en 1951, fue venerado por casi todos como un estadista y militar patriota. Su recuerdo adquirió incluso formas triviales en la cultura popular juvenil.
La historia no se repite; pero rima. Un ejército confiado en su superioridad armamentística y numérica incapaz de superar una resistencia tenaz y motivada. Una agresión exterior que une más que nunca un país dividido por las secuelas de una guerra civil. El Gobierno de Helsinki no cedió a tentaciones autoritarias, y la fama anterior de Mannerheim como “carnicero de Tampere”, la represión contra los rojos en esa ciudad en 1918, fue oscurecida, también para la izquierda finlandesa, por su papel de defensor de la independencia del país. Un Mannerheim muy conservador, pero que no quiso ser autócrata; exzarista y de lengua sueca, y que hablaba ruso mejor que finlandés. Interesantes paradojas.
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