La Hungría de Orbán, el talón de Aquiles de la UE


Cuenta Lázsló Kéri, sociólogo y profesor de Derecho, que en 1994 tuvo esta conversación con Viktor Orbán, que entonces tenía 31 años:

-Viktor, ¿es verdad que te vas a pasar al otro lado de la política, a la derecha?

-Sí, será algo gradual. Debemos dejar la izquierda porque siempre nos quedamos en tercer lugar.

-Creo que eso es cínico.

-Lázsló, tú no entiendes la esencia de la política.

Semejante declaración de pragmatismo dejó atónito al profesor, que lo conocía desde que el hoy primer ministro húngaro empezó la carrera en la Facultad de Derecho de la Universidad Eötvös Loránd de Budapest. Le costaba creer que el tipo que tenía enfrente fuera el mismo estudiante de pelo largo, un demócrata, un opositor radical a la dictadura comunista de Kadar, con el que había entrado en contacto en 1982: “Enseguida destacaba por su determinación. Estaba claro que era un líder”, recuerda Kéri por teléfono.

El feroz anticomunismo y el populismo es lo que ha sobrevivido en su viraje ideológico. Su retórica es ultranacionalista

En 1988 Orbán se había unido con otros compañeros de la universidad y había fundado Fidesz, la Alianza de Jóvenes Demócratas. Un año más tarde recibió una beca para un curso en Oxford, financiada por la fundación de otro húngaro, el magnate George Soros. Fue el 16 de junio cuando empezó a ser alguien. Se celebraba un funeral de homenaje a Imre Nagy, el primer ministro ejecutado tras el frustrado levantamiento contra Moscú de 1956, al que siguió una salvaje represión. Ante unas 250.000 personas, Orbán se arriesgó a pronunciar un discurso en el que conectó con los sueños, sepultados durante 30 años, de los húngaros. Pidió democracia y que las tropas soviéticas abandonaran Hungría. Dos meses después cayó el telón de acero.

Con el tiempo, Viktor Orbán, de 48 años, ha ido afinando su capacidad para generar desconcierto. Rechazó el Pacto por el Euro alcanzado en la última cumbre de la Unión para poco después decir que sometería la decisión al Parlamento, que controla con una abrumadora mayoría de dos tercios. Espantó a los enviados del FMI y la Comisión Europea con los que negociaba un aval de miles de millones de euros para aliviar la maltrecha economía del país y ahora dice que negociará con ellos sin condiciones. Ha aprobado una ley que mina la independencia del Banco Central y acaba de entrar en vigor una muy polémica reforma constitucional de gran calado que Bruselas examina con lupa. Todo en apenas un mes. La nueva Carta Magna, según sus críticos, recorta el poder judicial, cambia la ley electoral de forma que beneficia a Fidesz y establece controles sobre la prensa.

La Comisión Europea, el FMI, Estados Unidos, las organizaciones de derechos humanos y la prensa internacional han elevado la cantidad y el tono de las críticas al primer ministro húngaro, que el 2 de enero vio cómo decenas de miles de ciudadanos se manifestaban en Budapest contra la nueva Constitución y lo llamaban “Viktator”. Convertido en la oveja negra de Europa y con sus índices de popularidad en caída libre, en los últimos días ha empezado a moderar su discurso. En eso consiste una de sus principales habilidades: dice al otro lo que quiere oír y lo retira si es necesario. “Es carismático”, le define un periodista que sigue el día a día parlamentario en Budapest. “Cuando habla, sus diputados le miran como a un dios”. De hecho, añade, “los analistas creen que sin él, Fidesz no podría mantener su mayoría absoluta. Él lo controla todo: todos los asuntos están en sus manos y se rodea de personas muy leales”. En un cable de Wikileaks que se refiere a 2006, se le cita pidiendo a diplomáticos europeos: “No prestéis atención a lo que diga para ser elegido”.

Quizá solo el feroz anticomunismo y el populismo de Orbán han sobrevivido durante el largo viraje de él y de su partido Fidesz hacia la derecha más conservadora. En el camino, ha sido vital entregarse a la retórica ultranacionalista. El 23 de octubre de 2010, daba un discurso ante miles de personas. En abril había barrido en las urnas y había logrado ser primer ministro por segunda vez (la primera fue entre 1998 y 2002). Una borrachera de poder que quizá todavía continúa. Junto al impactante edificio del Parlamento húngaro, en la plaza donde empezó la revuelta de 1956, Orbán dijo: “Nosotros, que estuvimos en 1990 para clavar nuestras uñas en el ataúd del comunismo; nosotros, que tomamos parte en la revolución de los dos tercios en las elecciones de este abril (…) sabemos cómo es cuando alguien nos guía por el caos (…) y quién une la vida de las masas con miles de caras en un destino común. Esto es lo que pasó en 1956 con las armas en la mano, en 1990 con una revolución constitucional y en 2010 con la revolución de los dos tercios. Así es como nace la historia, y como renace una nación”. De este modo, Orbán se une a sí mismo y su victoria, que llama revolución, con los dos hechos más importantes de la historia contemporánea del país.

Su partido y él llevan años alimentando la recuperación de los símbolos, las banderas históricas, el antiguo reino, incluso la idea de la Gran Hungría, en referencia a las fronteras previas al Tratado de Trianon de 1920, una herida que aún duele, y que segó el 70% del territorio del país y unos dos millones de habitantes. Una ley aprobada por Fidesz permite a las personas de etnia magiar de los países limítrofes obtener la nacionalidad húngara.

Lo relevante es que toda esta retórica y el espíritu nacionalista ahora están en la nueva ley fundamental, que, como el resto de la reforma, solo puede cambiarse con una mayoría de dos tercios, lo que dificulta cualquier cambio que quiera hacer otro Gobierno.

El preámbulo de la Carta Magna arranca con un “Oh, Señor, bendice a los húngaros”, y a partir de ahí proclama “el orgullo por nuestro rey San Esteban, que construyó el Estado húngaro sobre sólidas bases e hizo a nuestro país parte de Europa”. También sostiene que “la familia y la nación constituyen las bases de nuestra coexistencia” y rechaza por completo “la constitución comunista de 1949, la base de la tiranía”. Además se acaba de aprobar una ley que responsabiliza a los actuales socialistas de los crímenes comunistas.

Hay una pasión que Orbán ha mantenido desde pequeño: el fútbol. En el equipo de Felcsút, uno de los dos pueblos donde pasó su infancia, jugaba de centrocampista. En la mitificación institucional de Ferenc Puskas, uno de los mejores delanteros de la historia, Orbán tuvo un papel determinante. El jugador de los años cincuenta -que fichó por el Real Madrid en 1958- desertó del comunismo aprovechando una eliminatoria de la Copa de Europa con el Athletic de Bilbao en 1956. Orbán se ocupó de trasladar los objetos de culto del jugador para llevarlos a Hungría, además de crear en 2007 una academia de fútbol con el nombre de Puskas, nacido en Budapest, en Felcsút, el pueblo de Orbán.

No es sencillo saber hasta qué punto Orbán se cree su propio discurso o es un oportunista pragmático capaz de hacer virar hacia la derecha a su partido para unificar y dirigir Hungría, o sinceramente se considera el hombre que va a revolucionar el pasado y el futuro de su país. Una cosa sí parece clara, como sostiene Kéri: “Él cree estar en el centro de la historia”. –

* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 15 de enero de 2012


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