Su interpretación del islam excluye la menor desviación de la ortodoxia. Su código penal impone castigos físicos que recuerdan el Medievo. Apartan a las mujeres del espacio público y cuando les permiten acceder a él deben cubrir totalmente las formas de su cuerpo, de la cabeza a los pies. Prohíben la música y cualquier otro entretenimiento. Es la descripción de la sociedad talibana que conocimos en los años noventa del siglo pasado, pero podría ser el Estado Islámico (ISIS en sus siglas inglesas), Arabia Saudí (antes de las últimas reformas sociales) e incluso el Irán revolucionario de primera hora. Los islamistas radicales tienen mucho en común, pero no son lo mismo.
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Esos parecidos han llevado a algunos observadores a equiparar la ideología del Emirato Islámico, como se autodenominan los talibanes, con el wahabismo saudí. Sin duda, el dinero que el Reino del Desierto envió a Pakistán para financiar la guerra de Estados Unidos contra la Unión Soviética en Afganistán durante los años ochenta radicalizó a los estudiantes de las madrasas y favoreció el avance extremista en la región, donde prevalecía un movimiento local conocido como deobandi, surgido en el siglo XIX y de origen sufí. Pero los talibanes no son wahabíes y su moral para la sociedad tiene más que ver con sus orígenes pastunes que con el islam.
Bashir Ahmad, profesor de Estudios Islámicos, explica que “hay muchas diferencias entre la ideología talibán y el wahabismo”, que equipara a la ideología del ISIS, con el que los nuevos gobernantes de Kabul rivalizan. “Los talibanes siguen la jurisprudencia que llamamos Hanafi, y [los grupos wahabíes] no siguen ninguna de las escuelas [del islam suní] Hanafi, Shafii, Maliki o Hanbali; tienen sus propias ideas”, asegura en conversación desde Kabul.
Se trata, explica Zahid Hussain, experto paquistaní en el fenómeno talibán, de “un movimiento construido sobre el fundamentalismo islámico y una estricta adherencia a la conservadora cultura pastún”. Esta distinción aparentemente académica puede ser clave en la capacidad de los talibanes para mostrarse flexibles como gobernantes. Tal vez el ejemplo más visible y fácil de entender sea el burka, una prenda habitual en la sociedad pastún, pero sin parangón en el resto del mundo islámico.
En su primer Gobierno, los talibanes impusieron el burka a las afganas, sobre todo en las ciudades fuera de su feudo, donde sus costumbres eran más cuestionadas. En el campo, les bastó la segregación existente, y las nómadas kuchi nunca utilizaron ese sayón con solo una rendija a la altura de los ojos. Ahora, están hablando de la obligatoriedad del hiyab, no del burka.
El que se trate de un imperativo cultural más que religioso permite cierta flexibilidad. Solo entre un 40% y un 50% de la población afgana es pastún; la otra mitad, aunque esté formada por minorías étnicas que también son musulmanas y en general conservadoras, no se adhieren a los mismos códigos. Está por ver cuáles van a ser las normas y si cubrirse la cabeza va a permitir a las mujeres trabajar y participar en la vida pública, como sucede en Irán (con un régimen islamista chií), o si el objetivo es volver a encerrarlas en sus casas.
La comparación con Irán también ha surgido estos días al hilo de la filtración de que el líder de los talibanes va a convertirse en la máxima autoridad del país, equiparable a un jefe de Estado, con la última palabra en asuntos religiosos, políticos y militares. La figura remite al líder supremo iraní, en la actualidad el ayatolá Ali Jameneí. Sin embargo, los talibanes son suníes y en la tradición suní la idea de seguir a un guía (el concepto de taqleed) resulta controvertida. Mientras los deobandis lo aceptan, los salafíes lo rechazan.
Sobre el nombramiento de Hibatullah Akhunzadah como líder supremo, Ahmad explica que “es la norma de los talibanes”. “Hay una gran diferencia entre el Gobierno iraní y el Gobierno de los talibanes. Tal vez desde fuera parezca [un cargo] como el del Gobierno iraní, pero no hay ninguna relación”, subraya este profesor de la Universidad Salam de Kabul, sin entrar en detalles concretos de la diferencia. “Lo entenderá mejor en los próximos días”, responde cuando se le pide algún ejemplo.
Otra diferencia importante con los wahabíes —o salafíes como ellos prefieren que se les llame— es el concepto de yihad, o guerra santa. Mientras que para estos es un imperativo (como se ve en Al Qaeda o el ISIS), para los deobandis es un concepto menos estricto. De hecho, si bien en su día los talibanes dieron cobijo a Al Qaeda, nunca se les ha vinculado a operaciones fuera de su país. De ahí que Estados Unidos no les incluyera en su lista de organizaciones terroristas (aunque sí a una de sus facciones, la Red Haqqani) y tampoco crea que ahora suponen una amenaza directa a sus intereses.
Significativamente, el seminario teológico Dar ul Ulum, de la ciudad india de Deoband, de donde surgió y tomó su nombre el movimiento deobandi, ha apoyado de manera consistente las aspiraciones de los talibanes, pero condena el terrorismo islamista (incluso emitió una fetua al respecto en 2008).
También los salafíes son más intolerantes que los deobandis hacia los no musulmanes (kufar) e incluso los musulmanes que no siguen su línea, como se vio con el trato que el Estado Islámico dio a las minorías (yazidíes, cristianos o chiíes) durante el tiempo que se impusieron en el norte de Irak y el sur de Siria. Ante la pregunta de si la ideología de los talibanes está más próxima de la teocracia iraní o del régimen saudí, Ahmad responde que de ninguno. “Tienen su propia idea de Gobierno”, concluye.
Aunque parezca contradictorio dadas las diferencias doctrinales inherentes a ambas ramas del islam, otros analistas se muestran convencidos de que hoy los talibanes tienen mejor relación política con Teherán que con Riad.
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