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La increíble ingeniería del telescopio ‘James Webb’

El más grande, el más complejo, el más caro. El telescopio espacial James Webb (JWST, por sus siglas en inglés), que fue lanzado al espacio el pasado día 25 desde la Guayana Francesa, agota los superlativos. Su fantástico espejo plegable y el enorme parasol extensible son las dos estrellas que han atraído más comentarios. Pero en las tripas de esa nave se esconden docenas de dispositivos muy ingeniosos, desarrollados solo para atender a los estrictísimos requisitos de esta misión.

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Siendo un telescopio infrarrojo, el Webb debe funcionar a temperaturas muy bajas. De eso se encargará el parasol que lo protege de la luz directa. En cosa de un par de meses, el frío del espacio lo habrá llevado hasta unos 220 grados bajo cero, suficiente para operar tres de sus cuatro instrumentos.

El cuarto —el espectrógrafo de infrarrojo medio— es más exigente. Debe operar a solo 7 Kelvin, no más de 266 grados bajo cero. Para eso necesita algún medio adicional de refrigeración.

La primera idea fue utilizar un termo (técnicamente, un vaso Dewar) con helio líquido como refrigerante. Era una solución simple y fiable: se ha usado otras veces a bordo de satélites más pequeños. Pero el helio se consume, limitando así la vida del observatorio. En el 2007 se tomó una drástica decisión que obligaría al rediseño de numerosas porciones del satélite (por eso, entre otras cosas, ha costado la fortuna que ha costado): cambiar el sistema de refrigeración por un crioenfriador acústico.

¿Acústico en el vacío del espacio? Una onda de sonido es básicamente una serie de zonas donde el aire se comprime y expande sucesivamente. Al comprimirse, se calienta. Recogiendo ese calor y eliminándolo en unos radiadores adecuados —y la ayuda de otros sistemas más convencionales— pueden alcanzarse temperaturas bajísimas.

La onda sonora se genera en el interior del tubo lleno de helio. Para ello hacen falta medios mecánicos. En concreto, dos pistones que comprimen y expanden el gas creando una onda estacionaria en su interior. Ponga la mano sobre la puerta de la nevera de su casa. ¿Nota la vibración? En el Webb, que ha de apuntarse hacia las estrellas con absoluta precisión (y mantener su posición estable durante horas) semejante traqueteo sería intolerable. Los dos pistones, que se mueven en sentido opuesto para cancelar temblores, han sido equilibrados con el mimo del mejor cronómetro suizo. Son de las poquísimas piezas móviles a bordo.

El sistema de orientación del telescopio utiliza seis giróscopos para detectar pequeños movimientos angulares. Tres serían suficientes; pero son elementos tan críticos que se incluyen otros tantos como reserva para ofrecer cierto nivel de redundancia en caso de que falle alguno. Un giróscopo tradicional (en esencia, un trompo de precisión) también tiene al menos una pieza móvil, el rotor que gira a gran velocidad. En el caso del Webb, hasta esa se ha eliminado. En su lugar usa unos novísimos modelos de “resonador hemisférico”.

Imagine una copa de vino en vibración, como cuando se la hace cantar pasando el dedo húmedo por el borde. Bajo ciertas condiciones, al voltearla en el aire se inducen unas mínimas deformaciones en el cristal que vibra. Son microscópicas, solo detectables mediante iluminadores láser muy precisos. Cuanto mayor es la rotación, más acusado es el efecto. Así puede simularse el comportamiento de un giróscopo mecánico, con la ventaja de que al carecer de piezas móviles estos no sufren desgaste. Deberían funcionar durante años, mucho más, desde luego, que los del telescopio Hubble —esos sí que son mecánicos— que ya dan síntomas de envejecimiento.

En cuanto a miniaturización, el JWST ha promovido desarrollos espectaculares en numerosos campos, algunos con aplicaciones prácticas ya inmediatas. Se han desarrollado circuitos integrados capaces de funcionar a temperaturas criogénicas, técnicas de control durante el pulido de los espejos para asegurar que se adaptaban a la forma deseada, sistemas de verificación con tolerancias de nanómetros… Estos últimos han saltado ya a la oftalmología, para mapear con gran precisión la forma de la córnea o el cristalino antes de realizar una intervención de cirugía refractiva.

Calibrar el espejo del telescopio requerirá tanta o más precisión que una operación en globo ocular. Una vez desplegados, sus 18 segmentos estarán desalineados. En otras palabras, cuando se apunten a una estrella en concreto formarán no una sino otras tantas imágenes. Habrá que ir ajustando los hexágonos uno a uno hasta hacerlas coincidir en una sola. Para ello, cada segmento se sujeta en su parte posterior por tres puntos de ajuste que permiten correcciones del tamaño de una diezmilésima del espesor de un cabello. La operación llevará semanas; cuando termine, los 16 segmentos formarán una superficie continua como si hubiesen sido tallados en un único bloque de cristal.

El Webb ha sido tratado entre algodones. Tiene demasiados mecanismos cuyo funcionamiento depende de unas pocas micras. Se construyó en ambientes hiperlimpios. Basta recordar que todos los técnicos que se le aproximaban lo hacían vistiendo batas y máscaras de quirófano. Se mantuvo así durante el transporte por tierra y mar e incluso durante su instalación sobre el cohete portador, que se hizo también dentro de una tienda de aislamiento.

Ya en el barco que lo llevó a Kourou (Guayana Francesa) después de atravesar del canal de Panamá, su contenedor iba equipado con un sistema estabilizador para que las olas no lo desajustasen. Y en una ocasión en que se rompió una de las cinchas de sujeción, los técnicos volvieron a inspeccionarlo de arriba abajo para comprobar que el pequeño golpe no había tenido consecuencias. Todas esas precauciones contrastan con el traqueteo que sufrió durante los veinte minutos del lanzamiento, sujeto a toda clase de vibraciones y aceleraciones del viaje.

Ahora empieza un mes de momentos críticos, a medida que los componentes del Webb se vayan desplegando: el panel fotoeléctrico (cuya apertura pudo seguirse en directo por televisión), la antena, la aleta de compensación de la presión de radiación solar, la extensión y tensionado del escudo térmico, la araña de soporte del espejo secundario, las alas laterales del espejo… Un mes de tensión hasta alcanzar su órbita final en Lagrange 2. No en vano en esa coreografía se han detectado casi cuatrocientos puntos críticos; un fallo en cualquiera de ellos podría echar a perder toda la operación.

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