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La inutilidad de predicar a los conversos


No tengo dudas de que el sexenio de Andrés Manuel López Obrador pasará a la historia reciente del país como un antes y un después. La pregunta que divide a los mexicanos es si lo habrá sido por las buenas o por las malas razones. Hasta ahora los datos dan para todo: 71% de aprobación popular, pero el indicador de confianza empresarial sigue siendo negativo, lo cual se traduce en escasas inversiones. Inflación baja, moneda muy sólida y endeudamiento público maniatado, pero una economía estancada para efectos prácticos. El poder adquisitivo de los sectores populares ha comenzado a subir por primera vez en décadas, pero los empleos para esos mismos sectores no mejora. Panorama de claroscuros para nutrir filias y fobias de cada cual.

Me parece que hasta ahora la mayor virtud con el arribo de AMLO al poder es de orden político. Su elección conjuró por el momento los riesgos de la creciente crispación social a la que el país había llegado producto de la desigualdad y el abandono de los de abajo, la corrupción y el descrédito de la clase política, la inseguridad y la injusticia social. Una crispación que no ha desaparecido, desde luego, pero que de alguna manera queda anestesiada por las expectativas que genera un presidente que se identifica con y forma parte de los millones a los que “la revolución no hizo justicia”, como decían los clásicos. Ese 71% de aprobación lo dice todo, particularmente a un año de haber tomado posesión. Pese a lo que diga la prensa que lee el otro 29%, el presidente no ha defraudado a las mayorías: aumento sustancial del salario mínimo, proyecto de salud gratuita universal, reparto masivo de pensiones y apoyos sociales, subsidios al campo, recursos a las escuelas populares, entre otros.

El problema es que con eso no alcanza para modificar tendencialmente las fracturas sociales y económicas que padece el país, que es a lo que aspira la 4T. Me parece que resultaban urgentes las políticas públicas sociales impulsadas por este gobierno. Necesarias, pero insuficientes.

El manido ejemplo de la disyuntiva entre ofrecer pescado y enseñar a pescar es un falso dilema cuando alguien padece hambre. Se necesitan las dos, punto. De acuerdo, lo mejor es procurar que todos tengan los aperos y la oportunidad de atrapar sus propios pescados, pero mientras lo consiguen es un imperativo moral asegurar que tengan un bocado, sobre todo si los que comen bien de alguna manera han sido responsables de que otros se hayan quedado sin alimentos.

En un año López Obrador ha volcado recursos públicos para aliviar o intentar aliviar condiciones de pobreza inadmisibles. Una tarea de transferencia social importante en la que ya nos habíamos tardado. Para desgracia de las mayorías, no hay posibilidades de que el esfuerzo estatal logre algo más que un alivio, porque el protagonismo del sector público no alcanza para más. El gasto federal representa alrededor de una cuarta parte del PIB y apenas el 12% de la inversión anual (otro 13% lo aporta la inversión extrajera). En otras palabras, la iniciativa privada representa tres cuartas partes de la PIB y de la inversión económica. Y aquí es donde los cifras hacen colisión: 71% de aprobación popular pero reprobación en el factor que mueve al 75% de la actividad material de la sociedad.

Si estas cifras no cambian durante el sexenio podemos anticipar el balance final: AMLO habría conseguido que los pobres sean menos pobres, lo cual no es poca cosa, pero poco se habría hecho para procurar lo que en verdad les permitiría salir de la pobreza, es decir una masa de empleos y oportunidades económicas suficientes. Está sentando las bases para que los trabajadores encuentren condiciones dignas en su trabajo, pero estos simple y llanamente no se están creando al ritmo necesario para producir un cambio social. Y no se crearán mientras el grueso de los empresarios considere que no hay condiciones para ampliar sus negocios.

Incluso así, la contribución de AMLO no habría sido menor (un ajuste pendular a favor de los pobres y la disminución del riesgo de un estallido social). En lo personal, volvería a votar por él, sobre todo considerando las opciones continuistas que existían. Pero también se habrá perdido una ocasión histórica a favor de un cambio estructural.

Hay ratos en que el presidente parecería estar consciente de esa oportunidad histórica, es decir de la necesidad de crecer como condición necesaria para hacer fructificar su proyecto social, pero hay otros ratos en que parece conformarse con el papel de redentor social, el hombre que llevó pescado a los necesitados. Con el mismo realismo y autodisciplina con que ha encarado a Donald Trump tendría que abordar lo necesario para revertir la confianza del empresariado. Quitar “los puentes” para que los aniversarios históricos se celebren en su fecha por razones cívicas es un gesto de patriotismo con cargo a la paciencia de los negocios que pierden, sea por razones turísticas o trabajadores ausentes; hacer el espectáculo de una venta de 6 millones de boletos de una lotería para un avión, teniendo una oferta de 125 millones de dólares (se pretenden 130 MdD) convierte en una verbena provocadora los afanes presidenciales; pelearse tres veces a la semana con el periódico que lee la mayoría de esos empresarios no solo es gratuito sino contraproducente, por más que con frecuencia le asista la razón.

En muchas ocasiones el presidente no puede resistir hacer declaraciones que lo harán popular con su 71% e impopular con el otro 29%. Predicar a los conversos se convierte en autoflagelo. Tendría que recordar que en ese 29% se encuentran los que definen el 75% de la economía. Con Trump ha conseguido generar una atmósfera de entendimiento a pesar de todo, y tiene razón por lo mucho qué hay en juego. Pero mucha mayor razón tendría hacerlo con aquellos que terminarán siendo el factor decisivo para que muchos pobres salgan de su pobreza. De lo contrario solo habrá conseguido que los pobres lo sean un poco menos.

@jorgezepedap

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