La izquierda y Ucrania


Otto von Bismarck opinó en 1863 que el secreto de la política consiste en firmar un buen tratado con Rusia. Suponiendo que tuviese razón, su máxima deja en una posición incómoda a la OTAN y la Unión Europea. De un tiempo a esta parte sus choques con Moscú no solo son recurrentes, sino que reverberan por el conjunto de la Alianza y la Unión.

El ejemplo más reciente es el desencuentro entre los socios del Gobierno español. Desde noviembre, Moscú ha desplegado 100.000 soldados, así como blindados y piezas de artillería, a lo largo de sus fronteras con Ucrania. También ha exigido rechazar la candidatura de Kiev a la OTAN y retirar efectivos militares de su flanco oriental. No es descartable que Vladímir Putin recurra entre febrero y marzo a lo que denomina “medidas técnico-militares” para asegurar un desarrollo del conflicto favorable a sus intereses.

El PSOE, según los partidos a su izquierda, ha respondido mediante un atlantismo irreflexivo, inspirado en las intervenciones militares fallidas del pasado. El despliegue de una fragata en el mar Negro y la oferta de enviar cazas a Bulgaria se inscriben dentro de esta dinámica, si bien la presencia militar española en Europa del Este es constante desde hace años. Desde el PSOE, estas críticas se despachan como síntomas de infantilismo y nostalgia por la Unión Soviética. Resultaría más útil que las partes involucradas realizasen un ejercicio de reflexión conjunta antes de intercambiar acusaciones en público.

Podemos no es una fuerza alineada con Rusia o el partido de Vladímir Putin en España. No existe un historial de declaraciones de dirigentes morados a favor del mandatario ruso: lo que ofrece la hemeroteca son críticas a su régimen ultraconservador. Tampoco es un partido euroescéptico a la manera de la Liga italiana o el Reagrupamiento Nacional francés, que sí han demostrado tener vínculos directos con el Kremlin. Lo que explica las críticas de Unidas Podemos al PSOE no es la simpatía por Putin, sino un rechazo arraigado hacia la política exterior estadounidense. El origen de Izquierda Unida, conviene recordar, se remonta precisamente al referéndum de pertenencia a la OTAN de 1986.

Tradicionalmente, esta oposición por inercia al atlantismo permite a la izquierda denunciar, con mayor convicción que el resto del arco parlamentario, los destrozos que generan muchas intervenciones estadounidenses. La contraparte son episodios de astigmatismo ―analítico y a veces ético― cuando ese mismo intervencionismo lo practican otras potencias. En el caso de Ucrania, el rechazo del atlantismo se ha traducido en desempolvar el “No a la guerra” de 2003 sin que esté claro quién ocupa el lugar de Estados Unidos durante la invasión de Irak. La realidad invita a suponer que es Rusia, quien después de todo concentra efectivos alrededor de Ucrania desde hace meses, y que ya intervino militarmente en 2014. Una declaración parlamentaria suscrita por un abanico de partidos a la izquierda del PSOE, no obstante, denuncia el “apoyo militar de diferentes países occidentales al Gobierno de Ucrania y el despliegue de tropas a ambos lados de la frontera ucrania”. (En sus declaraciones individuales, tanto Podemos como En Comú Podem sí señalan y critican el despliegue ruso.)

El primer paso para ofrecer soluciones pasa por elaborar un diagnóstico más claro. Eso conlleva asumir que la escalada de tensión actual viene determinada por el despliegue ruso, y que el recurso a la fuerza para solucionar problemas políticos ―en Irak o en el Donbás es inaceptable―. Es el mismo principio que se debería exigir a Marruecos en el Sáhara Occidental o a Arabia Saudí en Yemen. Recalcarlo no solo no impide plantear una acción exterior propia: también constituye un punto de partida para abordar problemas a los que el atlantismo ha sido incapaz de dar una respuesta nítida.

El más evidente guarda relación con las consecuencias de expandir la Alianza Atlántica. Como explica Mary Elise Sarotte en un estudio exhaustivo sobre la materia, no se firmó ningún tratado que garantizase a la Unión Soviética una congelación de las fronteras de la OTAN tras la caída del muro de Berlín. Pero la Casa Blanca de George H. W. Bush sí trasladó a Mijáil Gorbachov suficientes garantías como para explicar la frustración del Kremlin con el posterior avance oriental. Si formar parte de la Alianza es una garantía de seguridad imprescindible para Polonia o los bálticos, no es menos cierto que la tentativa de integrar a Georgia y Ucrania —planteada en la cumbre de Bucarest de 2008— marcó un punto de inflexión que ha desestabilizado las relaciones entre Rusia, Estados Unidos y la UE. A la acción exterior rusa se le pueden achacar un sinfín de abusos, pero no falta de claridad respecto a lo que son sus líneas rojas en este apartado.

En el fondo de esta cuestión late una verdad incómoda para la doctrina liberal de las relaciones internacionales, que aún goza de cierto predicamento en Bruselas —entendida como sede de la UE y la OTAN—. Esa realidad es que la política exterior de un país con frecuencia no depende de los buenos deseos ni la opinión pública, sino de factores —geográficos, demográficos, históricos, de relaciones de fuerzas en la esfera internacional— ajenos por completo a ambos. Los derrapes del PSOE a cuenta del referéndum de 1986 ilustran este principio a la perfección. En este apartado es al centro-izquierda —junto al resto de fuerzas atlantistas—a quien le corresponde hacer un ejercicio de pragmatismo y asumir las opciones de que realmente dispone un país con las características de Ucrania. Por más que la diplomacia occidental proclame lo contrario, Kiev no se integrará en la OTAN. La única alternativa pragmática a la tutela de Moscú es una política de neutralidad, inspirada en la de Finlandia, que libre a los países del espacio pos-soviético de la injerencia rusa en su política interna, pero no les permita alinearse con Washington.

También urge romper una lanza por quien, tras la soberanía ucrania, se ha convertido en la principal damnificada de esta crisis: la autonomía estratégica europea. Recurrir a Washington para contener las exigencias de Moscú parece una opción atractiva para los miembros de la UE en vecindario ruso. Pero esta dependencia, en un mundo en que a Estados Unidos le preocupa más la competición china que la rusa, es una receta para la frustración. El día de mañana Washington podría —como empezó a ensayar bajo la presidencia de Donald Trump— apoyarse en Rusia para tratar de contener a China, puenteando a la UE en su propio vecindario. Esto no quiere decir que la relación europea con Rusia deba ser más conflictiva que la estadounidense. Significa que la UE debe tomarse en serio su proyecto de autonomía estratégica si pretende entenderse de tú a tú con Moscú.

Los consejos de Bismarck no parecen viables a corto y medio plazo. Pero como observó en otra ocasión, la política es el arte de lo posible. Intimidar militarmente a Rusia es hoy por hoy una entelequia. El objetivo de mínimos debe ser establecer una interlocución funcional entre Moscú y Bruselas, en donde la fricción no repercuta por defecto sobre los Estados miembros. Una posición que señale los errores del atlantismo, al tiempo que condena la coerción rusa, todavía puede desempeñar un papel constructivo en esta crisis.

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