La justicia reintegra la autonomía de Alicia, una mujer con discapacidad intelectual que es el “sostén” de su familia


A Alejandra (nombre ficticio) le gusta la ropa masculina, pero necesita ayuda para ir a una tienda. Si a su familia no le parece bien la prenda que elige, no se la compran. Tiene cerca de 40 años y quiere teñirse el pelo. Tampoco puede. Su cuerpo no le responde y sus deseos se extinguen si, al verbalizarlos, sus padres se niegan a cumplirlos. Lo que jamás les ha confesado es que le atraen las chicas. Ella misma apenas sabe qué significa eso. El armario de Alejandra tiene doble fondo, en uno guarda su homosexualidad. En el otro, su discapacidad intelectual.

“Mi familia no sabe que me gustan las mujeres y no creen que pueda tener pareja, porque voy en silla de ruedas. Mucha gente piensa que no nos podemos enamorar”. Lo cuenta por WhatsApp, teme que la oigan hablar por teléfono. Está convencida de que en casa no aceptarían su homosexualidad por los comentarios que escucha: “Si salen en la tele dos personas del mismo sexo besándose, sueltan que es desagradable. Y yo me callo”. Por su discapacidad intelectual y física Alejandra depende tanto de su entorno que le resultaría imposible dejarlo atrás y disfrutar su propia vida. Y la idea de no vivir con sus padres, le asusta.

Pero la pandemia le ha regalado un pedacito de intimidad y algunas respuestas. Hace unos meses conoció a un chico que le habló del colectivo LGTBI, del grupo Diversxs y de charlas que organizaban orientadas a personas con discapacidad intelectual. Eran presenciales, así que ella no podía asistir. Hasta que el confinamiento les obligó a realizar de forma online esas reuniones. Fue entonces cuando Alejandra pudo participar, eso sí, a escondidas, encerrada en su cuarto y con cascos. “Yo apenas he tenido intimidad, no me tratan como a una adulta. Ahora para mí todo es nuevo. Estoy muy, muy contenta porque he conocido a gente con la que puedo charlar con confianza y sentirme yo. Solo quiero tener derecho a vivir mi vida. Como todo el mundo”.

Álvaro García, de 28 años, sí ha conseguido abrir las puertas de sus dos armarios. Costó lo suyo y los golpes se los llevó fuera de su entorno familiar. Ahora vive su sexualidad y ha logrado ser él mismo gracias al apoyo de sus padres y de su hermano. Su madre, Toñi León, cuenta que su hijo tiene inteligencia límite debido a una hipoxia cerebral (falta de oxígeno) que sufrió al nacer. En casa siempre supieron que era gay. “Se notaba”, dice Toñi. El problema es que también se dieron cuenta sus compañeros de clase. “Álvaro fue a un colegio de integración y por su doble condición de homosexual y discapacitado se convirtió en el blanco perfecto”. En sexto de primaria empezó su infierno. “Me quemaron el pelo, me tiraron una jarra de agua, me insultaban, me acosaban… Cogí miedo a la gente”, relata Álvaro. Desterró de su vida ese temor hace tiempo. Ahora, si le apetece llevar tacones, se los pone. Y como esta semana es la del orgullo, se ha maquillado para salir a la calle. Los labios de color burdeos, azul la sombra de ojos. Y el que no quiera, que no mire.

Las faldas, el maquillaje y los tacones los reserva para ocasiones especiales. Toñi es quien le acompaña a comprarlos. No comparten los mismos gustos porque Álvaro suele elegir vestidos demasiado cortos y tacones demasiado altos a ojos de su madre, pero siempre consiguen llegar a un acuerdo. La batalla de Toñi ahora es conseguir que su hijo cuente con un espacio seguro en el que pueda vivir su sexualidad: “En un entorno normalizado están demasiado desprotegidos. No tienen las herramientas necesarias y en el mundo de la noche no hay un sitio donde ellos se sientan entre iguales. Son carne de cañón y yo como madre no puedo estar acompañándole”.

Pero, ¿por qué a las personas con discapacidad intelectual les resulta más difícil salir del armario? “Hay que partir de una base: en la práctica todavía no tienen reconocidos algunos derechos en cuanto al acceso y al disfrute de su sexualidad”. José Jiménez, coordinador de proyectos de ciudadanía activa en la organización Plena Inclusión Madrid, cuenta que es el gran tabú. La sociedad les reconoce su derecho al ocio, al trabajo, a la educación y al voto. “Pero el que más se vulnera y en el que están en una situación de más desequilibrio con respecto a la población en general es el derecho a la sexualidad”. Ocurre, añade José, porque muchos pasan toda su vida con sus padres y les cuesta deshacerse del control y la sobreprotección familiar. “Les condiciona mucho. Si en casa aceptan, bien. Si no, tenemos un problema gordo”.

Además, les resulta más difícil acceder a la información: “Entender que te puede gustar una persona de tu mismo sexo y que no debes sentirte mal por ello es una barrera que tienen. Si no dispones de información, no sabes lo que te pasa y acabas pensando que la culpa la tienes tú”, explica Jiménez. Y a todo esto se suma que la sociedad les considera asexuados, se les infantiliza. Pilar Paje es socia de Adisli, asociación para la atención de personas con discapacidad intelectual, y su hija mayor tiene inteligencia límite. Como madre ha asistido a algunas charlas sobre sexualidad orientadas a padres y ha salido escandalizada: “Nos han llegado a decir que nuestros hijos ‘eran angelitos que no tenían sexo’. Y lo peor es que los únicos que no compartíamos esa visión éramos mi marido y yo. Hay padres que ni siquiera llevan a sus hijas al ginecólogo porque, como no tienen relaciones sexuales, ¿para qué? Luego pasa lo que pasa, que vienen embarazos no deseados, enfermedades o que se masturban en público. Hay un largo camino en las familias”.

Benito Valverde y Daniel, de 23 y 32 años, han recorrido ya parte de ese camino. Se conocieron en la residencia de la Fundación Esfera donde viven y llevan juntos cinco años y medio. Fue un flechazo. “Mi familia poco a poco lo va superando. Dicen que mientras que yo esté bien, que haga lo que quiera. Conocen a Benito, pero a ver cuándo le llevo a casa”, cuenta Daniel. La mayor barrera para ellos es expresar su afecto en público. Si Benito siente el impulso de darle un beso a Daniel, se contiene y sustituye el beso por otro gesto: “No quiero que me vean los demás. No quiero que la gente me mire como si yo fuera de otro lado”. Los dos aceptaron su sexualidad antes de conocerse. Dani es gay y Benito bisexual. En un futuro les gustaría casarse y vivir juntos en un piso de vida independiente (viviendas de la Fundación Esfera para residentes que demuestran que son capaces de independizarse). Son felices, a pesar de las dificultades a las que han tenido que hacer frente. “A los discapacitados nos cuesta más salir del armario porque nos damos cuenta de que la sociedad nos trata de peor manera y no podemos ser nosotros mismos”. La frase la suelta Benito de sopetón, como si hubiera brotado sin más, sin tiempo para pensarla. Y añade: “Me siento afortunado en muchos sentidos. Tengo pareja y vivo con ella. Es una suerte tener a Dani”.


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