La larga espera de un país dividido


Katy Azula, de 45 años, se frota los ojos frente a un café. Está sentada en la mesa de una moderna cafetería de Lima. Una lámpara vanguardista en forma de ocho cuelga del techo. “Nunca he estado tan deprimida”, confiesa. Ha dormido poco. Se ha pasado la noche actualizando la página web del organismo electoral que informa en tiempo real del conteo de votos que decidirá la llegada a la presidencia de Perú entre el izquierdista Pedro Castillo o la conservadora Keiko Fujimori, dos candidatos populistas cuya elección ha polarizado al país.

Azula, gerente de un hotel, tiene el perfil de una votante de Castillo. Nació en Chota, una ciudad de la misma región serrana de donde proviene él. Sus padres fueron maestros, como él. Cree en el esfuerzo y la educación como fórmula de progreso, algo que ha mencionado a menudo el candidato que ha hecho campaña con la cabeza cubierta por un sombrero de palma y un lápiz gigante en la mano. Sin embargo, Azula votó por Keiko Fujimori. No cree en el estatismo económico que pregona Castillo. “Entré, voté y salí lo más rápido posible. No quiero recordar este pasaje de mi vida”, cuenta, como si confesara un crimen.

Siempre fue antifujimorista, desde los noventa. Juró que nunca apoyaría a alguien con ese apellido, que representa para muchos peruanos el autoritarismo y la corrupción. Pero la noche del martes cargaba internet con la esperanza de que Keiko Fujimori lograra remontar a última hora a Castillo. “Ella ya perdió. Se debe decir con todas las letras”, añade. La espera hasta que ese momento sea oficial está resultando tortuosa. Azula ha borrado de sus redes sociales a amigos y familiares que se han dejado llevar por la pasión del momento.

Más información

Las élites económicas del país han hecho campaña por Fujimori sin disimulo. La llegada de Castillo, para algunos, supone el advenimiento de una suerte de chavismo a la peruana. Él ha tratado de espantar todos esos temores. Ha hecho una campaña desde los márgenes y contra el establishment. Según el conteo, está a un suspiro de enfundarse la banda presidencial. Sus seguidores han llegado en masa a Lima, la capital, el centro del poder, desde las provincias y las zonas más remotas del país con una sonrisa dibujada en los labios.

Nancy Cabrera, dueña de una tienda de ultramarinos, llegó la mañana de este miércoles en autobús a la gran ciudad. “No vamos a permitir que nos roben el voto. Los corruptos están enquistados hace 30 años. Él es maestro, líder sindical, agricultor, humilde. Va a velar por la serranía”, cuenta a cerca de los lugares montañosos, a menudo pobres aunque en los alrededores haya minas de oro. Que las empresas extranjeras extractivas compensen mejor a los habitantes de esas zonas ha sido una de las reivindicaciones de Castillo.

Sus seguidores llevan desde el domingo apostados en los alrededores de la sede de su partido. A veces se asoma al balcón y la gente enloquece. Castillo no es un orador brillante, pero eso le da cierta autenticidad que le hace conectar con la gente. A menudo se dice que Castillo es un espejo de sus votantes. Sus mítines han sido los más masivos. Marta Celi, abogada de Carabayllo, un distrito de Lima al que llegó un aluvión de inmigrantes desde la selva y las montañas, incluido el propio Castillo, que allí vendió helados de sabores, duerme a la intemperie frente al Jurado Nacional de Elecciones, el órgano que decretará al ganador oficial. “Estoy cansada de tanta desigualdad e injusticia en mi país. Somos de un lugar humilde con muchas necesidades de agua, de servicios”, explica. Cerca, un retrato gigante de Castillo en traje y corbata, sin sombrero. Esa es su futura imagen de presidente. “Esperaremos aquí hasta que se sepa el resultado. Hasta que él gane”.

Afuera de un supermercado, una mujer quechua-hablante que carga a la espalda a su bebé en una manta, se gana la vida vendiendo dulces en un distrito acomodado de Lima. ¿Por quién votó? “Por la Keiko”, responde. ¿Y por qué? La joven ríe nerviosa y pregunta en su lengua materna a una pariente, como consultando qué contestar. “Porque va a trabajar bien”, comenta. ¿Y el otro candidato por qué no? “Porque es terruco, dicen, terrorista”, añade. La ciudadana vestida a la usanza andina, con pollera y peinada con una trenza, repite una de las versiones falsas contra Castillo: que estaba ligado a remanentes del grupo terrorista Sendero Luminoso o con quienes cumplieron condena por terrorismo y salieron de prisión.

El centro de Lima se ha convertido en un parque temático con el profesor Castillo como personaje principal. Un señor lleva un gorro con orejeras tejido en lana. Una palabra de cuatro letras cruza de punta a punta el gorro: “Perú”. Lleva toda la tarde en un cruce de calles vendiendo mercancía del hombre que está en boca de todos los peruanos, Pedro Castillo. En un país donde ha gobernado últimamente gente apellidada Kuczynski, Fujimori o Humala, el suyo es el que suena más común. De confirmarse el resultado provisional, Castillo, unirá el suyo a esa lista. El vendedor muestra a los viandantes camisetas, cintas para el pelo y banderines con el rostro del profesor rural.

El negocio va bien. El personaje va al alza.

Sin embargo, un chico joven le interrumpe la captación de clientes:

—Si gana voy a perder mi empleo.

El comerciante se hace el sordo y sigue a lo suyo.

—Estoy en el negocio de la importación—, insiste el muchacho.

Continúa sin prestarle atención. Hasta que no aguanta más:

—Vaya, joven, vaya—, lo anima a marcharse.

Perú está inmerso en un diálogo de sordos.

Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS América y reciba todas las claves informativas de la actualidad de la región.


Source link