Concluidas las festividades navideñas y de año nuevo, las aguas —las vidas— regresan en estos días a su cauce habitual. Ya están en sus residencias fijas las personas que viajaron a sus hogares de origen para celebrarlas; ya están trabajando los que pudieron descansar; ya están en muchas cabezas los propósitos —y las dudas— propios de un inicio de curso. Es un fenómeno generalizado, pero con características particulares para un grupo concreto de europeos: los 13,3 millones de ciudadanos de países de la UE que viven en otro Estado miembro (datos Eurostat, 2020). Representan un 3% del conjunto de la población y, sin duda, una de las principales fuerzas de construcción del proyecto común europeo, bien por la vía del trabajar, bien por la del amar.
Muchos de estos europeos emprenden en las festividades navideñas viaje a sus países de origen. Con sus macutos o samsonites, dando la mano a sus enanos o dándosela a sus móviles, se confunden entre otros pasajeros. Pero, en su caso, al regreso puede brotar dentro una pregunta peculiar, que suele permanecer íntima y en la que uno, por un momento, puede perderse. ¿De dónde te sientes? ¿Todavía de tu país de origen? ¿Del de acogida? ¿De algún lugar solitario, a veces amargo, suspendido entre ambos? Por supuesto, no solo cada cual tiene su respuesta: cada cual ve su respuesta cambiar, en el tiempo.
Más de tres millones de rumanos, millón y medio de polacos y otros tantos italianos, y un millón de portugueses constituyen los cuatro colectivos nacionales más numerosos desplazados a otros países de la UE (los españoles figuran en octavo lugar, con más de medio millón). Impresiona ver que, en algunos casos, los expatriados representan una cuota imponente en el segmento de edad laboral (de 20 a 65): 18% de la población rumana, 17% croata, 10% de portugueses… Tanta energía, mucha vida, se fue a otros lugares. En otros casos, el porcentaje es mínimo, un 1% o menos en el caso de alemanes, franceses o suecos. En 2010 la media era el 2,4%; en 2020 fue el 3,3%. En conjunto, pues, la marea crece y con ella, crece el proyecto europeo.
En definitiva, cada cual con su historia —y sus respuestas cambiantes— estos 13 millones de personas son la punta de lanza en la construcción de un demos europeo, herederos de una estirpe, de griegos que se instalaron en el sur de Italia, de tantos que se movieron dentro del Imperio romano, y tantos otros antes o después. Pueden sentirse como ellos, y como un pilar frente a ciertos vientos de repliegue del proyecto común que soplan, que aúllan si la bandera comunitaria ondea en el Arco de Triunfo en vez de la francesa. La misma que, en vez de la italiana, estupendamente envolvió ayer el féretro de David Sassoli en el funeral de Estado que se ofició en Roma.
Los tiempos que vivimos convocan a la UE a dar un enorme salto de integración. Desde los flagelos pandémicos y climáticos hasta el cuestionamiento del orden global procedente de China y Rusia —tan grave como para hacer resonar tambores de guerra en el continente—, la única respuesta plausible es más unión, mucha más unión. Esto requiere convencimiento popular, para saltar con decisión y compostura hacia un mar ignoto, como el nadador de la tumba de Paestum, en ese hipnótico triunfo pictórico de hace 2.500 años, con un mensaje metafísico quizá sin precedentes, fruto de cultura griega, instalada en tierra italiana y sin duda evolucionada con el contacto con tradiciones locales.
La estirpe de europeos con una patria como madre (que no eligieron y los formó) y otra como pareja (que eligieron después) está ahí, respaldando ese salto integrador con su propia existencia. Pueden tener días de dudas o de nostalgia, pero pueden contar con que llueve menos en un corazón con diferentes amores dentro y que su latido, sin ni siquiera darse cuenta, oxigena el camino de la historia europea en la dirección correcta.
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