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Tras la cumbre de Oporto del 7 y 8 de mayo dedicada, como hito histórico, a la Europa social, los motivos de esperanza para avanzar siguen flotando sobre bases sinuosas. La consigna había sido previamente anunciada: no habrá medidas concretas, sino solo un mensaje político voluntarista ante una situación particular y sistémicamente grave: la crisis de 2008, la política de austeridad y la ola pandémica han puesto de relieve el coste de la falta de compromiso social del proyecto europeo como un fin en sí mismo. Hoy, la pobreza ataca a 91 millones de personas en Europa, la precariedad oscila entre el 15% en los países del norte y el 30 % en el sur, el desempleo de la juventud europea alcanza el 17,2% de la población entre un total de unos 40 millones de parados, según la ONU y la Confederación sindical europea.
Antes de la reunión, Charles Michel, presidente del Consejo Europeo, asomaba la necesidad de un nuevo Bretton Woods para Europa, es decir, una política de relanzamiento que abra el camino, como se hizo tras la II Guerra Mundial, a la construcción de políticas de bienestar. Y puede fluir en las circunstancias actuales. Un nuevo paradigma, que rompe con el ciclo liberal iniciado en los noventa, se está perfilando, sin que haya, de momento, un consenso entre los 27 sobre su contenido. Ahora bien, su orientación estará determinada por los objetivos económicos actuales comunitarios, esto es, por las decisiones de julio de 2020 relativas a la financiación común de los costes del relanzamiento para neutralizar los efectos de la pandemia. En otras palabras, no se trata de un presupuesto dedicado a paliar los desequilibrios estructurales entre los socios para alcanzar la convergencia social común, sino de inversiones puramente coyunturales para paralizar la degradación de la situación actual.
Con todo, aprovechar el impulso actual es un deber fundamental, porque, sin la construcción social de Europa, el conjunto económico y monetario no podrá resistir a la masiva destrucción de empleos que provocará la transición digital y climática.
Queda pendiente definir qué modelo de Europa social se puede consensuar entre los socios. Las divergencias entre ellos son complejas y la solución controvertida. Por ejemplo, la propuesta de un salario mínimo europeo, avanzada por la Comisión en 2020, y que será retomada por la presidencia francesa en 2022 con el apoyo de España e Italia, enfrentará a los países del norte con los del este y del sur. Por otra parte, la armonización fiscal, difícil incluso entre los 19 de la zona euro, es prácticamente imposible en un futuro próximo entre los 27 países, dadas las grandes divergencias estructurales entre ellos. Sin afrontar de lleno esta realidad, la cumbre de Oporto deviene simbólica; sin embargo, puede germinar en ella una primera semilla hacia un verdadero compromiso social europeo, que es un objetivo imprescindible si Europa quiere existir como potencia entre los grandes bloques mundiales. Pues, sin cohesión social europea, no puede surgir una identidad política común.
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