Para Ana Frank, la libertad era un árbol. La niña judía alemana recluida con su familia en tres habitaciones secretas de una casa de Amsterdam podía ver un castaño centenario desde su escondite. “Miramos el cielo azul, el castaño sin hojas con sus ramas de gotitas resplandecientes, las gaviotas y demás pájaros que al volar por encima de nuestras cabezas parecían de plata. Y todo esto nos conmovió y nos sobrecogió tanto que no podíamos hablar”, escribió en su Diario el miércoles 23 de febrero de 1944. El sábado 13 de mayo de 1944 apuntó: “El castaño está en flor de arriba abajo y lleno de hojas además y está mucho más bonito que el año pasado”.
Entre las diez y las diez y media de la mañana del 4 de agosto de aquel año, un coche se detuvo ante el número 263 de la calle Prinsengracht y detuvo a los Frank y los van Pels, la familia que se refugió con ellos. De los 10 habitantes de aquel escondite, solo Otto Frank, el padre de Anna, volvió de los campos de exterminio. Pero el castaño centenario siguió allí, hasta el año 2010, cuando una tormenta lo derribó. Los responsables de la Casa Museo Ana Frank sabían que el árbol estaba enfermo desde 2005 y habían germinado numerosas castañas que, una vez convertidas en pequeños arboles, fueron plantados en escuelas y parques de todo el mundo.
En la plantación de uno de aquellos árboles, en 2016 en un colegio del barrio londinense de Islington, la invitada de honor fue Eva Schloss, superviviente de Auschwitz que entonces tenía 87 años y que conoció a Ana Frank de niña. Durante la ceremonia explicó que aquel viejo castaño de su amiga de infancia era un “símbolo de esperanza”, ahora multiplicado por sus numerosos descendientes.
Ignacio Abella, naturalista y escritor, autor entre otros ensayos del libro Árboles de Junta y Concejo (Libros del Jata), explica otro caso icónico en el que los árboles sirvieron de refugio en un cautiverio impuesto por la injusticia y el racismo: “Cuando Nelson Mandela estaba en prisión cultivaba en bidones cortados por la mitad hortalizas, pero también árboles. Y siempre les decía a sus guardianes que él estaba preso, pero que sus plantas y sus árboles eran libres. Sostiene que gracias a ellos pudo soportar el largo cautiverio”. Francis Hallé, naturalista francés nacido en 1938 y uno de los pioneros de la defensa del bosque y de los árboles, que ha recorrido medio mundo en busca de gigantes de madera, relata la misma anécdota en su pequeño ensayo La vida de los árboles (Gustavo Gili), donde también recuerda un verso del poeta Paul Valéry: “El árbol deja ver su tiempo”. “Ahora comprendo lo que quería decir: un árbol es tiempo hecho visible”, acota Hallé.
Pocos árboles han demostrado de una forma tan rotunda su capacidad para vencer al tiempo y a los elementos como aquellos que sobrevivieron a la bomba atómica de Hiroshima. Tienen incluso un nombre en japonés, Hibakujumoku. Eduardo Barba, jardinero paisajista e investigador botánico en obras de arte y autor de El jardín del Prado (Espasa), un libro que repasa las representaciones pictóricas de plantas en cuadros del Museo del Prado, recuerda sobre todo un Gingko biloba. “Demuestra al poder de los árboles. Estaba muy cerca del epicentro y al cabo de un mes ya estaba brotando, después de esa tremenda desgracia. Se convirtió en un símbolo del futuro, en la demostración de que plantar un árbol es algo que nos trasciende”.
No es una causalidad que sea precisamente un árbol el símbolo que el Yad Vashem, el Museo del Holocausto en Jerusalén y a la vez un monumento de las víctimas de la barbarie nazi, haya elegido para honrar a los justos, a aquellas personas que salvaron judíos durante la Shoah, incluso a riesgo de sus propias vidas. El llamado Jardín de los Justos entre las Naciones recuerda a 27.362 rescatadores de judíos. El libro del periodista italiano Gabriele Nissim La bondad insensata. El secreto de los justos (Siruela) recorre las vidas de personas que, a lo largo de la historia, fueron capaces de decir no a la barbarie. El libro arranca justo con una conversación caminando en ese bosque del Yad Vashem. “Los acontecimientos relacionados con los justos con frecuencia resultan invisibles y de escaso interés para los historiadores porque se refieren a comportamientos que dejan pocas huellas y no parecen modificar el curso de los acontecimientos”, escribe Nissim. Por eso, para recordarlos, se han escogido a los grandiosos seres vivos capaces de vencer al tiempo.
Con su castaño, Ana Frank aunaba su deseo de libertad con la fascinación que los árboles despiertan en los niños. Muchos textos literarios presentan a los árboles como el escenario soñado de la infancia, el espacio libre por antonomasia. Los árboles se alzan así como seres protectores, como lugares en los que los niños pueden crecer sin ser molestados por un mundo amenazante. Está por ejemplo la casa del árbol en la que se refugian para fumar, jugar al póquer o contar secretos los niños que protagonizan Stand by me, el triste y evocador cuento de Stephen King sobre su niñez convertido en una película ya clásica por Rob Reiner.
Pero hay que remitirse al principio de la literatura occidental, a Homero, para encontrar el ejemplo más bello de la relación entre los árboles y la infancia. En la Odisea, cuando Ulises vuelve a Ítaca y se presenta ante su padre tras 20 años de viaje, el anciano Laertes le pide “una seña evidente” para demostrarle que es su hijo. Y Ulises le responde: “Deja que te hable de los árboles de este bien cultivado huerto que antaño me diste, y que yo cada vez te pedía cuando era niño, mientras te acompañaba por el majuelo. Paseábamos entre ellos, y tú me los nombrabas uno por uno. Me diste trece perales y diez manzanos y cuarenta higueras” (versión de Carlos García Gual en Alianza Editorial). La infancia para el héroe eran los frutales, cuyo número era perfectamente capaz de recordar.
En los anales de la literatura arbórea existe otro niño que también encuentra su libertad en el bosque: El barón rampante (Siruela), de Italo Calvino, aquel muchacho que, harto de su familia, decide subirse a un árbol y nunca más volvió a bajar en su vida. Preguntado sobre su árbol literario favorito, Santiago Beruete, antropólogo, filósofo y autor de libros como Jardinosofía y Verdolatría (ambos en Turner), responde: “Más que por un árbol concreto, siento predilección por un bosque: el imaginario reino vegetal de Ombrosa, donde Italo Calvino localiza la acción de su novela El barón rampante. Su protagonista, Cosimo Piovasco de Rondó, se encarama con apenas 12 años a un árbol de la casa familiar tras una discusión con su progenitor. Y cumpliendo fielmente su juramento de no volver a poner los pies en el suelo, se las arregla para subsistir el resto de su larga existencia en ‘ese universo de savia’, saltando de rama en rama, de roble en roble, de castaño en castaño”. Pocas obras como aquella novela de Calvino son capaces de convertir en el amor por los árboles en amor por la vida.
Source link