La libertad llegó con las guitarras eléctricas

Mick Jagger, en el concierto de los Rolling Stones, en estadio Vicente Calderón de Madrid.
Mick Jagger, en el concierto de los Rolling Stones, en estadio Vicente Calderón de Madrid.Ricardo Martín

En el otoño de 2012, el avión 737 que nos llevaba en un vuelo chárter privado por varios países de África, por Zambia, Zimbabue, Kenia, Ruanda, era el mismo que en su día usaban en sus giras los Rolling Stones, con el fuselaje pintado de rojo y negro. El morro del aparato se había convertido en un lujoso salón extremadamente confortable; llevado por la mitomanía me creí un privilegiado por el hecho de aposentar el trasero en los mismos sofás abatibles donde en su tiempo irían repantingados con la farlopa brotándoles por las napias sus Majestades Satánicas Mick Jagger, Charlie Watts, Keith Richards, Ronnie Wood y Brian Jones. El avión se veía ya muy fatigado, pero al despegar todavía sonaba con fuerza Satisfaction, la canción más emblemática del grupo. En aquel viaje por África imaginé que este mismo aparato fue el que trajo a los Rolling Stones a Madrid en el famoso concierto que se celebró en 1982 en el estadio Vicente Calderón.

En julio de 1965, cuando Franco aún tiraba con buen pulso a toda clase de perdices rojas, habían llegado a Madrid los Beatles, que hoy nos parecen unos seres angelicales, con su melena de paje y chalecos de terciopelo. Sus fans fueron los primeros adolescentes españoles que aprendieron a agitar un bosque de brazos al pie del escenario y a gritar arañándose las mejillas. Otra cosa muy distinta eran los salvajes australianos de AC/DC que incendiaron el pabellón del Real Madrid. Las mesnadas de búfalos de cuero duro a caballo de motos trucadas y chicas poligoneras con la minifalda vaquera llena de chinchetas subían desde el sur de la ciudad aquella gélida noche de enero de 1981 cuando la banda borracha de Tejero se preparaba para asaltar el Congreso de los Diputados. En cambio, el concierto de los Rolling, la tarde del 7 de julio del 82, con los socialistas a punto de llegar al Gobierno, fue una fiesta social con las gradas abarrotadas de la mejor carne mortal de la clase media madrileña. Hacia el estadio del Manzanares bajo un calor inmisericorde y una humedad de cafetal, que amenazaba tormenta, uno avanzaba entre la multitud como si llevara dos huevos escalfados en el pescuezo. La tormenta acabó por reventar en medio el concierto, cuyos truenos y centellas seguidos de aguacero dejaron en poca cosa las violentas descargas del batería Charlie Watts y de todas las guitarras eléctricas y gritos de Mick Jagger.

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A las cinco de la tarde, grandes bandadas con merienda en la tartera, con gorros, pegatinas, escarapelas de colores, los poros abiertos sudando pasta solar, avanzaban con el mentón aproado sobre el cogote de enfrente por el asfalto reblandecido. En el caldo del Manzanares hervían los mosquitos bajo las pasarelas, entre ambulancias, cordones de policía con metralleta y gorilas con bates de béisbol. Más buscada que la marihuana y la cocaína era el agua, aunque fuera de la cisterna de los lavabos. En las gradas se oían voces de bombón helado, refrescos de naranja y limón, caramelos de menta y pipas de girasol para escupir contra la nuca de abajo; los terribles gorilas, con una sonrisa de amor, arrojaban cubos de agua sobre la agostada multitud y del tinglado del escenario colgaban telones ingenuos con dibujos de instrumentos musicales de juguete y haces de globos para soltarlos en el instante de la apoteosis.

El público lo constituía una fusión de distintas edades e ideologías, todos a la espera de que sonara el primer cañonazo para comenzar a gritar; de hecho en la grada había punkis entreverados con madres de familia numerosa, que tenían ya a dos vástagos colocados en la Administración del Estado y el marido subsecretario, y que habiendo llegado tarde a la modernidad pugnaban por agarrarse en sueños al paquete de Mick Jagger para volar. Una de aquellas mujeres encontró allí a una amiga del aperitivo de Serrano. ―Cuqui, cielo, ¿qué haces aquí?. ―Ya ves. Roberto está en el palco con la ministra. Me ha traído el mecánico. ¿Con quién has venido?. ―Con los hijos. Los he perdido por ahí. Lo mismo están fumando porros, los muy tunantes. ―Hija, qué cosas dices.

Algunas damas ilustres jugaban a engarzarse una pluma de pato en la oreja; un director general le había pedido a su hijo los vaqueros cortados, las zapatillas de deporte y el chaleco con muchas cremalleras. En los despachos de los ministerios, en los probadores de las boutiques de Velázquez, en el té de Embassy, no se hablaba de otra cosa. Habían llegado los Rolling Stones. No había que perderse ese espectáculo. En algunos consejos de administración, después de hablar de lignitos, saldos de cuentas y reservas de capital, también algún presidente sacaba el librillo de papel de fumar y se ponía a calentar la china con el Dupont de oro macizo. ―Han llegado los Rolling. ¿Le apetece a usted un canuto?― le decía al consejero delegado.

La muerte del batería Charlie Watts, a los 80 años, quien en medio del rock violento de los Rolling lograba colar el lábil lenguaje del jazz, me ha llevado a la memoria aquel concierto que, junto con el de los Beatles y el de los AC/DC, acabó por traer definitivamente la libertad a Madrid.


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