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La llegada de Carlos III pone a prueba el compromiso del independentismo escocés con la Monarquía

La llegada de Carlos III pone a prueba el compromiso del independentismo escocés con la Monarquía

No habrá pasado desapercibido a muchos que la ministra principal de Escocia, Nicola Sturgeon, la principal impulsora del ansia independentista de esta nación, leyera este lunes el tercer capítulo del Libro de Eclesiastés ante el féretro de Isabel II, en la catedral de St. Giles (Edimburgo). “Hay un tiempo para arrojar piedras y un tiempo para recogerlas; un tiempo para abrazarse y un tiempo para separarse”.

Cuando Carlos III ha entrado este lunes al Parlamento de Holyrood, en Edimburgo, ataviado con el kilt tradicional (la falda de tartán, con cuadros), era consciente de que este acto, más modesto en su solemnidad que la ceremonia en la que había participado horas antes en el Parlamento de Westminster, en Londres, tenía una importancia para su estrenado reinado mucho mayor. Ante el cambio constitucional que se abre en el Reino Unido, la tensión territorial y el deseo separatista —especialmente en Escocia— ven una oportunidad de avance.

La asamblea autónoma ha querido aprobar su propia moción de condolencia por el fallecimiento de Isabel II. La ha leído Sturgeon, que ha recordado todos sus buenos momentos compartidos con la monarca, tanto en la residencia de Balmoral como en sus muchos encuentros oficiales. “Ella fue el ancla de esta nación (…). Cumplió sus obligaciones con dedicación, sabiduría y un profundo sentido de servicio público”, decía la dirigente nacionalista. Lo relevante, sin embargo, llegaba a continuación: “Nos sentimos profundamente honrados por la presencia hoy aquí de su majestad, Carlos III, y de la reina consorte. Majestad, estamos preparados para apoyarle mientras prosigue su propia vida de servicio público, y sigue construyendo sobre la base del extraordinario legado de su amada madre”, ha anunciado Sturgeon. Un tiempo para arrojar piedras. Otro para separarse.

El independentismo escocés, pero sobre todo los principales dirigentes del Partido Nacional Escocés (SNP, en sus siglas en inglés), han expresado siempre su compromiso de retener a Isabel II como reina, en el caso de que la secesión se produjera finalmente. “Siempre ha expresado un conocimiento, una información sobre esta tierra, e incluso un apasionamiento con Escocia digno de destacar”, señalaba Sturgeon estos días a la BBC. Carlos III es harina de otro costal. Su tarea principal en esa parte del país sobre la que ahora reina, si quiere ayudar a evitar nuevas fracturas territoriales en el Reino Unido, será la de conquistar, como hizo su madre, los corazones de la mayoría de los escoceses. Según la encuesta realizada el pasado mayo por la fundación y centro de pensamiento British Future, apenas el 45% de los escoceses quiere que la Monarquía siga siendo su forma futura de gobierno, frente a casi un 70% que lo desea en Inglaterra. Lo más relevante de ese mismo sondeo, sin embargo, reside en que un 36% de los consultados consideraba que el final del reinado de Isabel II sería el momento apropiado para convertirse en una república.

“El rey Carlos III asume su cargo en un momento de gran turbulencia política y de agitación en el Reino Unido. Hay discusiones en marcha sobre la independencia de Escocia o sobre la reunificación de Irlanda, cada vez más intensas. Y que se han identificado aún más como consecuencia del Brexit. ¿Va a ser el monarca que presida el final de la Unión?”, se pregunta en conversación con Colin Harvey, profesor de la Escuela de Derecho de la Queen’s University de Belfast.

A mediados de este año, Sturgeon sorprendió al entonces Gobierno de Boris Johnson con un desafío estudiado y preparado. Habría un nuevo referéndum de independencia el 19 de octubre de 2023. Y ante la negativa de Londres de autorizarlo, como hizo con la consulta de 2014 (cuando el no venció con un 55%), sería la Asamblea Autónoma escocesa la que aprobara la ley necesaria. Pero, y este pero es muy relevante, antes esperarían a que el Tribunal Supremo validara la legalidad de esta fórmula.

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De todo eso ha pasado una era. El primer ministro era Boris Johnson, detestado por la mayoría de los escoceses, al que responsabilizaban sobre todos los demás políticos por un Brexit rechazado mayoritariamente en ese territorio. La reina era Isabel II, respetada por esa misma mayoría. Carlos III y la nueva primera ministra, Liz Truss, comparten su condición de desconocidos para muchos ciudadanos. Injustamente en el caso del primero, porque pocos príncipes herederos han vestido más el kilt, han hecho sus pinitos musicales con la gaita, han pronunciado con mayor precisión textos en gaélico, han estudiado más las tradiciones e historia de esa nación y han pasado más tiempo en ella. Sin embargo, es a Isabel II a la que se asocia con los días felices de verano en el castillo de Balmoral, y, sobre todo, con sus palabras de apoyo a la aventura autonomista escocesa, cuando el nuevo Parlamento de Holyrood se inauguró en octubre de 2004.

Carlos III y el Parlamento de Westminster

La Monarquía británica es, ante todo, una cuestión inglesa. Si la ceremonia en el Parlamento escocés adquiría una relevancia política incuestionable, la celebrada en Westminster Hall durante la mañana tenía un poderoso simbolismo para el resto del país.

Las manifestaciones de lealtad ante el nuevo monarca de los presidentes de la Cámara de los Comunes y de la Cámara de los Lores, y el respeto expresado por Carlos III ante el Parlamento soberano terminaban de coser las costuras de un esquema constitucional alterado con la muerte de la monarca, y recompuesto de inmediato. “No puedo evitar sentir hoy todo el peso de la historia que nos rodea”, ha dicho el rey. “El Parlamento es el instrumento vivo de nuestra democracia, con sus antiguas tradiciones”, aseguraba en el mismo vestíbulo que fue capilla ardiente de Winston Churchill o escenario de la cena de Estado en honor de Nelson Mandela, y donde durante un tiempo se expuso en una pica la cabeza de Oliver Crommwell, el único personaje que se atrevió brevemente a crear una república.

Carlos III citó a Shakespeare, el bardo inglés universal, en Londres. En Edimburgo, optó por el poeta nacional escocés, Robert Burns.

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