“En cuanto me cure la pierna y arregle el coche, vuelvo”. Tatiana, de 67 años, lo tiene claro. Kuibisheve está bajo ocupación rusa, pero asegura que no tiene otra alternativa que regresar a su casa. Esa localidad se halla en la provincia ucrania de Zaporiyia, que desde el viernes Rusia considera de manera unilateral como parte de su territorio junto a las de Donetsk, Lugansk y Jersón. Han pasado poco más de 24 horas desde que Tatiana salvara su vida de milagro en el bombardeo en el que murieron 30 personas y otras 88 resultaran heridas en la ciudad de Zaporiyia. Sabe que ha tenido suerte, pues solo presenta rotura de tibia y algunos golpes de piedras del momento en el que el misil impactó no lejos de donde estaba, dejando un cráter de varios metros de profundidad. El jardín del hospital número 9, donde está ingresada, sirve para que Lera, su nieta de 19 años, la pasee en silla de ruedas este sábado. Es el día en que la ciudad ha celebrado un día de luto oficial por la matanza de civiles de la que Kiev responsabiliza a Moscú.
Todo ocurrió a las dos horas de llegar al volante de su coche el viernes junto a otras dos mujeres a la explanada, ocupada antes por un mercado de vehículos. “Por la mañana nos pusimos con el coche en la cola. Había dos filas, todos civiles, entre ellos médicos que iban al territorio bajo control de Rusia, porque no tenemos hospitales allí y casi todos los médicos han salido. Sin que sonaran alertas ni nada, escuchamos un silbido”, relata la mujer gesticulando en el momento en que explica cómo la explosión la tiró al suelo. Su relato alterna algunas lágrimas con medias sonrisas que agradecen el poder contar lo ocurrido sin lesiones de gravedad.
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Pero, ¿qué impulso irrefrenable lleva a Tatiana a tener que volver a su pueblo nada más ser víctima del ataque y en medio de una ocupación cada vez más feroz? Su explicación sirve para ayudar a comprender cómo afecta la actual guerra a la sociedad ucrania. La familia de Tatiana ha quedado dividida. Hace unos días, la mujer salió de la zona ocupada para visitar a Lera, que estudia Derecho en la ciudad de Dnipró. “Le llevé la ropa de invierno”, comenta. Su viaje a zona controlada por Kiev coincidió con la organización por parte de Moscú de referendos ilegales para tratar de dar cierto marchamo de oficialidad a sus planes anexionistas de las cuatro regiones. Tatiana no eligió la fecha al azar. No quería bajo ningún concepto participar en una consulta en la que hombres armados acompañaban a los portadores de las urnas casa por casa para coaccionar a los vecinos para que participasen. Ahora insiste en volver porque en Kuibisheve la esperan su marido, Volodímir, y la madre de este, Nina, de 99 años, “que no puede andar” ni ser evacuada. Pero le aterra ese regreso forzado por las circunstancias y no quiere ni media foto para no ser reconocida por el invasor.
Algo se ha roto en Ucrania. Y algunos aseguran que definitivamente. Tatiana comenta perpleja la evolución de los acontecimientos. Pese a las desavenencias gubernamentales entre Kiev y Moscú, los lazos entre las dos sociedades eran estrechos tras décadas de convivir bajo la Unión Soviética. “Éramos vecinos. Nos respetábamos. Es horrible. Nosotros no hemos hecho nada, no los hemos provocado. No tengo palabras para lo que han hecho. Hemos vivido juntos muchos años y ahora los odiamos”, sentencia. “No necesitamos cambios impuestos desde fuera. Los queremos hacer nosotros”, agrega.
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Ninguna de las cuatro provincias que reclama Putin y que ahora considera rusas están totalmente bajo el control de sus tropas (en Lugansk, donde las tropas del Kremlin más territorio dominan, queda un minúsculo reducto en manos ucranias). Sus ensoñaciones nacionalistas no le impiden, sin embargo, haberlas acogido bajo el manto de sus planes imperialistas. Si se suman estas provincias a la ocupación ilegal de la península de Crimea desde 2014, Rusia reclama ya como propios unos 135.000 kilómetros cuadrados de los 600.000 que ocupa Ucrania (el 22,5% del país). El peso de ese territorio se vuelca hacia el este, que tradicionalmente ha vivido a la sombra de la influencia rusa frente al oeste, con la vista más puesta en Europa.
En el este, Lugansk y Donetsk, con una extensión cada una de unos 26.000 kilómetros cuadrados, son desde 2014 escenario de un enfrentamiento, por una parte, de Moscú y milicianos separatistas y, por otra, del ejército ucranio. La primera está casi íntegramente en manos rusas; la segunda, a medias. Estas dos provincias integran lo que se conoce como Donbás, el área más preciada por el presidente Putin de la vecina Ucrania, pues es donde el influjo ruso ha sido más estrecho. De hecho, erigieron en ellas unas autoproclamadas repúblicas populares a las que ya Moscú consideraba como entes independientes.
En aquel 2014 año vivían entre estas dos regiones unos siete millones de habitantes, pero desde entonces, aproximadamente un millón ha salido hacia zonas más seguras de Ucrania, según ha explicado esta semana el periodista Denis Kazanski en el programa de televisión La Fábrica de las Noticias. Hay, además, miles de personas que han cruzado la frontera hacia Rusia, añadió este analista político que tuvo que salir de Donetsk en 2014, aunque la cifra exacta no se puede concretar.
En el sur, las reclamadas provincias de Zaporiyia, de 27.000 kilómetros cuadrados, y Jersón, de 28.000, se han unido al frente de batalla a raíz de la invasión rusa que comenzó el 24 de febrero. Kuibisheve, la localidad de Tatiana, equidista unos 80 kilómetros de dos importantes puertos a orillas del mar de Azov. Berdiansk se halla en la región de Zaporiyia y es escenario, a falta de tropas locales que puedan combatir al invasor, de una resistencia ejercida a base de coches bomba que en las últimas semanas han matado a dos de los cargos locales de la autoridad impuesta por los ocupantes.
Mariupol, en Donetsk, se ha convertido en un símbolo desde que miles de combatientes hicieran frente al asedio de las tropas del Kremlin, que les acabaron ganado la partida a mediados de mayo. La provincia de Zaporiyia acoge, además, la mayor central nuclear de Europa, ocupada desde el comienzo de la invasión por los rusos y escenario permanente de ataques.
Los planes del Kremlin con las cuatro provincias que considera anexionadas son los mismos que puso en marcha cuando ocupó Crimea en 2014. Desde entonces ejerce allí su autoridad de facto pese a las sanciones y las presiones de la comunidad internacional. Moscú tiene derecho de veto en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y eso le permite frenar iniciativas que traten de obstaculizar sus pretensiones expansionistas. Ni siquiera un país como China, estrecho aliado de Moscú en la órbita del frente antioccidental, ha reconocido derecho alguno de Rusia sobre territorio de Ucrania.
Irina Shevchenkova, de 65 años, llegó hace unos días a Zaporiyia procedente de Jersón. Es una de las decenas de miles de personas que escapan de las zonas ocupadas de Ucrania, donde Rusia quiere obligar a los hombres de entre 18 y 35 años a que se alisten en su ejército y combatan contra sus compatriotas. Shevchenkova reflexiona sobre su país, Europa y el mundo preocupada y rodeada de incertidumbres. “¿Qué garantías tenemos de que en Europa vayamos a poder hacer frente a la amenaza rusa? Necesitamos de la unidad europea para que Rusia no nos destruya”, comenta sentada en un banco del aparcamiento de un centro comercial de Zaporiyia convertido en zona de acogida para los que salen de territorio invadido. Esas instalaciones se encuentran a poco más de un kilómetro del lugar que fue bombardeado el viernes.
En ese mismo lugar, Yuli, de 44 años, recogía el sábado sus escasas pertenencias y ponía fin a varios meses en los que ha vivido bajo la carpa de la ONG World Central Kitchen, que lidera el cocinero español José Andrés. Yuli, que hasta el comienzo de la invasión rusa regentaba el centro recreativo Azov en la ahora ocupada Berdiansk, se va porque entiende que Rusia considera ya cualquier lugar una instalación militar susceptible de atacar. Asegura que se va a vivir a un bosque. Apela al espíritu cosaco para seguir resistiendo y ganar la guerra. Pero sus ánimos no parecen casar mucho con los de los aguerridos guerreros, representados con una pegatina en el que considera su “caballo”, una moto tipo scooter. El miedo también ha podido con Yuli.
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