Marco Verratti saltó al terreno de juego dos veces como titular en el Mundial de Brasil en 2014. Tenía 21 años y era el centrocampista transalpino más prometedor de las últimas décadas. Italia cayó eliminada en la fase de grupos. Apenas pudo hacer nada. Pero daba igual. Ya habría tiempo de levantar Copas del Mundo. Porque aquel tipo bajito con los ojos más azules que la elástica de la Nazionale, un jugador excepcional e insultantemente joven para las tareas de comandante que le asignaron, iba a marcar una época. Ocho años después, es probable que el joven Verratti se jubile con aquel único y rácano recuerdo mundialista. Italia no jugará un Mundial por segunda vez consecutiva: una hecatombe histórica. Y, si todo va bien, solo podrá volver a hacerlo en 2026. Un viaje en el tiempo que tendrá también un impacto desorbitado en toda una generación de jugadores que crecerán bajo el influjo de la derrota y sin un solo campeón en sus filas. Es probable, incluso, que ninguno de los jugadores que llegue al próximo Mundial haya disputado ni un minuto antes de esa competición.
Identificar el punto exacto entre el accidente y la crisis forma parte de cualquier proceso de reconstrucción. En la catástrofe de Italia, certificada en el minuto 92 en el estadio del Palermo el pasado jueves, esa intersección se llama ahora mismo Roberto Mancini. Un entrenador alegre, capaz de devolver el pasado julio a Italia la vieja sensación de las cenas veraniegas de pizza, birra y victoria de La Azzurra. Un técnico con una idea contracultural del fútbol para una nación acostumbrada al contragolpe y que hizo creer a medio país que comenzaba una época. Se trajo a sus amigos -la mayoría colegas de aquella Sampdoria que ganó el scudetto- para compartir banquillo y construir un relato de superación. Mancini colocó en orden todas las piezas y rebuscó en los equipos nacionales. Supo manejar un grupo de 60 futbolistas y más de 30 debutantes desde que se estrenó en el cargo el 14 de mayo de 2018. Tiró de jóvenes, pero también de veteranos y nacionalizados cuando se vio con el agua al cuello (como en los últimos encuentros con el brasileño de Cagliari João Pedro). El problema es que, visto lo sucedido en Palermo el pasado jueves, el show de Wembley fue solo una fabulosa anomalía.
La Eurocopa parece a veces más un estado de ánimo veraniego que una competición para medir el nivel de un equipo. Una dosis de euforia traicionera convertida en una isla. La ganaron Grecia y la República Checa. Y a Italia ahora le ha pasado como a aquellos jugadores de un solo torneo. Como Totò Schillaci, un siciliano de ojos grandes que se coronó en esta especialidad poniendo patas arriba el Mundial de Italia 90. Fue el máximo goleador del campeonato (6) y su mejor jugador. Tanto que ese año fue también el segundo clasificado en el Balón de Oro que se adjudicó a Lothar Matthäus. Nunca volvió a hacer nada. El fenómeno es distinto, claro. Emerger del infierno, de una eliminación histórica en fase de clasificación de un Mundial, ganar la Eurocopa, y volver a caerse. Solo otros tres equipos tuvieron la misma suerte: Dinamarca (1990-92-94), Checoslovaquia (1974-76-78) y Grecia (2018-20-22). Ninguno comparable a la grandeza de una tetracampeona del mundo.
El mejor reflejo del drama es Marco Verratti, uno de los capitanes de la Nazionale. La maldición de Italia -y una dosis importante de dinero catarí- han convertido a aquel chaval que abandonó Pescara rumbo a París sin haber pisado ni siquiera la primera división italiana en el Benjamin Button del fútbol internacional. Pero el reloj de su historia en la máxima competición del fútbol -y el de su selección-, al contrario que el del personaje de Scott-Fitzgerald, se parará a los 21 años y volverá a conectarse a los 33. Muy largo nos los fía.
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