Con la invasión nazi de la URSS el 22 de junio de 1941, hace ahora 80 años, la II Guerra Mundial alcanzó una dimensión de salvajismo hasta entonces desconocida. El objetivo de la ofensiva no solo era la conquista, sino la aniquilación de los pueblos conquistados. “Los problemas empiezan con los niños. No todos los pueblos tienen derecho a existir. No todas las naciones merecen un futuro”, sostiene uno de los nazis que participan en la matanza de población civil que Elem Klimov retrata en Masacre. Ven y mira (1985), un clásico del cine bélico que se acaba de reestrenar restaurado en cines y llegará el 28 de mayo a la plataforma digital Filmin.
Esta película se estrenó con motivo del 40º aniversario de la victoria sobre el Tercer Reich, cuando estaba a punto de empezar la perestroika en la URSS con la reciente llegada al poder de Mijail Gorbachov. Pero el resultado, que muestra una violencia atroz, se quedó muy lejos de un filme de propaganda bélica para convertirse en un título que aparece en todas las listas de mejores cintas bélicas. El escritor de ciencia-ficción J.G. Ballard llegó a escribir que era “la mejor película de guerra de la historia”.
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Ambientada en 1943 en Bielorrusia, Masacre. Ven y mira relata la historia de un niño que se suma a las filas de la resistencia en un viaje infernal durante el que descubrirá la táctica del Ejército alemán para acabar con la guerrilla: el asesinato masivo de civiles. El paso de las hordas nazis está retratado casi como una epidemia de peste, el coste humano de la invasión alemana fue tan devastador como esta enfermedad medieval, las cruces gamadas fueron una señal de muerte constante, despiadada y cruel. En muchos pueblos, encerraron a todos sus habitantes en un edificio —una iglesia o un granero— y luego le prendían fuego.
El filme se nutre de los recuerdos del escritor bielorruso Alés Adamóvich (1927-1994), autor del guion y del libro en el que se basa, El relato de Jatin o Khatyn en su traducción inglesa (no confundir con Katyn, el lugar donde la policía política estalinista asesinó a miles de oficiales polacos tras la invasión de 1939). Adamóvich, que por su honestidad y capacidad narrativa pertenece a la misma estirpe que la premio Nobel bielorrusa Svetlana Alexiévich, sirvió como adolescente en un batallón partisano en 1942 y 1943. Su libro, disponible en inglés aunque no en castellano, empieza con el siguiente dato: “De acuerdo con documentos de la II Guerra Mundial, más de 9.200 pueblos fueron destruidos en Bielorrusia y en más de 600 de ellos, todos sus habitantes fueron asesinados o quemados vivos. Solo unos pocos sobrevivieron”.
Pilar Bonet, histórica corresponsal de este diario en Moscú y una de las periodistas mundiales que mejor conoce el antiguo espacio soviético, escribió cuando falleció Adamóvich que “su nombre está vinculado a la Generación de los Sesenta, el grupo de intelectuales que alcanzó la madurez y una oportunidad efímera de expresarse con libertad en la época de Nikita Jruschov. Los temas bélicos tuvieron una gran importancia para Adamóvich como escritor y como cineasta”.
En el ensayo que acompaña a la edición del filme en la prestigiosa Criterion Collection, el historiador del cine Mark Le Fanu explica que Elem Klimov (1933–2003) pertenece “a un grupo de directores de gran talento —Marlen Khutsiev, Gleb Panfilov, Andrei Konchalovsky y Alexei German entre otros— que empezaron a hacer películas en el periodo de relativa liberalización conocido como el deshielo, cuando fue posible por primera vez cuestionar en voz alta algunas de las ideas que hasta entonces se habían sostenido bajo el monolítico comunismo estatal”. Sostiene Le Fanu que Masacre es a la vez “su mayor monumento y su epitafio” porque fue su última película.
En una entrevista con Pilar Bonet en 1985 tras el estreno del filme, Klimov explicó que quiso rodar una película “claramente antifascista” en la que también se colaron sus propios recuerdos de la guerra: “Soy un niño de la guerra. Nací en Stalingrado, la guerra comenzó cuando yo ingresé en el primer curso de la escuela, he visto la ciudad quemada y destruida, cadáveres y prisioneros. Los recuerdos de la infancia son los más fuertes. Y además lo consideraba como un deber de ciudadano”.
Con una estética brutalmente realista, Klimov y Adamóvich logran reflejar algo casi imposible de contar en una película: el horror de la II Guerra Mundial en la URSS. Tras la invasión de Polonia, en 1939, los nazis llevaron a cabo asesinatos masivos de intelectuales y persecuciones de judíos. Con la Operación Barbarroja, el conflicto entró en una nueva dimensión y además fue el momento en el que arrancó el Holocausto, primero con el asesinato masivo de judíos perpetrado por los escuadrones móviles de la muerte, los Einsatzgruppen, y después con las cámaras de gas de los campos de exterminio. Entre el 29 y 30 de septiembre fueron asesinados en el barranco de Babi Yar todos los judíos de Kiev, cerca de 200.000 personas, en la mayor masacre del llamado Holocausto de las balas.
Lo que cambió aquel verano de 1941, y queda reflejado de forma espeluznante en el filme de Klimov, fue que el objetivo de las masacres ya no eran solo los adultos, sino las mujeres y los niños. El exterminio debía ser total. El historiador francés experto en nazismo Christian Ingrao recuerda en su último libro, Le Soleil noir du paroxysme. Nazisme, violence de guerre, temps présent (El sol negro del paroxismo. Nazismo, violencia de guerra, tiempo presente, Odile Jacob, 2021), una frase del comandante del 4º Cuerpo del Ejército alemán, Erich Höppner, en una arenga a sus tropas: “El objetivo de esta lucha debe ser la aniquilación de la Rusia actual, por lo que debe librarse con una dureza sin precedentes. Toda situación de combate debe ser enfrentada con una voluntad de hierro hasta la aniquilación total y despiadada del enemigo. En particular, no hay piedad para los partidarios del actual sistema ruso-bolchevique”.
En las cuatro primeras semanas de guerra en Polonia, los nazis asesinaron a 12.000 personas. En la URSS, a 50.000 durante el mismo periodo. Y, a mediados de agosto de 1941, comenzaron las ejecuciones masivas de mujeres y niños. En diciembre de 1941, el Ejército alemán y los Einsatzgruppen habían asesinado a medio millón de civiles, sobre todo judíos. Ingrao narra cómo los oficiales lograron convencer a los soldados del “atroz deber”, en palabras de Himmler, que tenían que cumplir en una escena que ocurrió aquel agosto en la ciudad de Tighina (Besarabia): “Bruno Müller era el comandante del Sonderkommando 11b del Einsatzgruppe D. Brillante jurista con un doctorado en Derecho Internacional, desde hacía siete semanas dirigía por primera vez un grupo en operaciones de guerra. Para el joven oficial de 35 años no era su primera operación: había estado destinado en Polonia, en Cracovia, y había ordenado fusilamientos allí, pero aquí el contexto cambiaba y, el 6 de agosto, tuvo que anunciar a su centenar de hombres reunidos que ahora tendrían que matar a mujeres y niños. Así que hizo que le trajeran a una mujer y a su hijo recién nacido y, delante de la tropa reunida, sacó su pistola de ordenanza y les disparó”. Ese es el universo moral que retrata Masacre. Ven y mira.
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