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La meritocracia es una trampa

Es posible que si usted ha llegado a cierta posición socioeconómica, ha logrado reconocimiento social, un buen salario o un nutrido patrimonio, lo que conocemos como éxito, piense que ha sido exclusivamente por sus propios méritos. Malas noticias: también es muy posible que no sea así. En la peripecia vital de cada uno cuenta el esfuerzo, como es natural, pero el esfuerzo solo es un factor más donde también hay que contar otros que escapan a nuestro control o voluntad: la cuna, la suerte o el talento. La vida es una tómbola, ya lo cantó Marisol, y también tiene mucho de herencia y de contactos.

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Un sistema donde cada cual consigue aquello que se merece gracias al trabajo duro se llama meritocracia. Suena bien, y muchas veces se nos dice que vivimos en una, o que, al menos, eso sería lo deseable. Pero varios expertos consultados para este reportaje advierten: ni la meritocracia existe en nuestras sociedades, ni está claro que su existencia nos vaya a traer virtud. En las últimas décadas la brecha entre los ganadores y perdedores se ha ido ensanchando, generando sociedades más polarizadas y desiguales en ingresos y riqueza. La conceptualización del éxito también ha cambiado: “Aquellos que han llegado a la cima creen que su éxito es obra suya, evidencia de su mérito superior, y que los que quedan atrás merecen igualmente su destino”, explica el filósofo de la Universidad de Harvard Michael Sandel, premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales 2018 y autor del libro La tiranía del mérito (Debate). La realidad es que las cosas no son tan sencillas y la igualdad de oportunidades no llega a operar. “Desde principios de siglo se detecta un peor funcionamiento de nuestro ascensor social”, se lee en el informe España 2050 elaborado por el Gobierno de Pedro Sánchez. “En España, nacer en familias de bajos ingresos condiciona las oportunidades de educación y desarrollo profesional en mayor medida que en otros países europeos”.

No es lo mismo nacer en un barrio pobre de Madrid como Vallecas, por ejemplo, que en un barrio rico como La Moraleja. No es lo mismo nacer en un país desarrollado donde poder construir una carrera exitosa que en un país pobre donde todo es más dificultoso. Los golpes de suerte muchas veces son cruciales en la trayectoria de las personas. El talento tiene muy buena fama, pero ni siquiera es merecido, sino innato. A uno no le basta con tener talento, sino que ha de descubrirlo y encontrar el ambiente adecuado para su desarrollo. Además, el talento de uno debe de ser apreciado por el mercado: no es lo mismo tener talento para jugar al fútbol, como Lionel Messi, que tener talento para jugar al bádminton.

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“El talento y el esfuerzo producen poco en ausencia de un entorno social bien desarrollado”, dice el economista de la Universidad de Cornell Robert H. Frank, autor del libro Success and Luck: Good Fortune and the Myth of Meritocracy (Éxito y suerte: la buena fortuna y el mito de la meritocracia), que también señala uno de los efectos perniciosos de la meritocracia: “Las personas que pasan por alto la contribución a su éxito de un entorno propicio están menos dispuestas a apoyar las inversiones públicas necesarias para mantener dicho entorno”. En este sentido, la meritocracia puede corroer las políticas sociales o el Estado de bienestar, ideados, precisamente, para equilibrar el terreno social y contraer las desigualdades. El impuesto de sucesiones, otra forma de reequilibrar la sociedad limando las herencias, es con frecuencia puesto en solfa (a veces, por defensores habituales de la meritocracia). Si se legitima una sociedad donde los pocos que ganan se lo llevan todo, si eso parece justo y natural, se deslegitima la redistribución de la riqueza y la justicia social. “La idea de meritocracia se utiliza para que un sistema social profundamente desigual parezca ‘justo’ cuando no lo es”, señala la socióloga de la Universidad de Londres Jo Littler, autora de Against Meritocracy: Culture, Power and Myths of Mobility (Contra la meritocracia: cultura, poder y mitos de la movilidad).

La inexistente meritocracia se engrasa frecuentemente con las fecundas ideas del mito del emprendimiento, el coaching o el pensamiento positivo (la happycracia descrita por Eva Illouz y Edgar Cabanas): usted puede conseguir lo que usted se proponga, usted debe emprender, usted debe salir de su zona de confort y romper sus límites. Es una doctrina propia del capitalismo vigente que prima especialmente el individualismo y la competición, bajo la idea meritocrática de que el que más se lo curre será el que más consiga: el camino hacia el éxito suele ser una lucha solitaria y en contra de los demás, que no tiene demasiado que ver con el progreso colectivo. Los medios de comunicación y los anaqueles de las librerías están llenos de ejemplos moralizantes de superación personal y manuales para la ascensión a la cima, muchas veces partiendo a pulso desde las condiciones más adversas. A quien le va mal o regular no puede más que pensar que algo no funciona consigo mismo, más allá de los problemas estructurales de la sociedad, lo que puede conducir a la ansiedad, el desánimo o el rencor.

Curiosamente, la meritocracia ha sido ensalzada tanto por políticos liberales o conservadores como progresistas. La derecha ha elogiado ampliamente a “la España que madruga”. En los discursos de Barack Obama es fácil encontrar alabanzas al esfuerzo personal como forma de prosperar en la vida. “La idea de que vivimos en una meritocracia en la que ‘cualquiera puede hacerlo’ ha sido expresada, por ejemplo, por progresistas, antirracistas y feministas, pero al mismo tiempo muy procapitalistas”, dice la socióloga Jo Littler. Esta idea resulta esencial, sostiene, para la postura neoliberal socialmente progresista de empresas partidarias de la “igualdad de oportunidades” entre sus empleados o para las políticas de Bill Clinton y Tony Blair. “Para los conservadores, el mérito mantiene el statu quo sustancialmente intacto, mientras se presenta como fresco y abierto: esto es clave para las versiones derechistas de la meritocracia”, opina Littler.

Varios hombres acuden a su puesto de trabajo en la zona de las Cuatro Torres de Madrid. Al fondo, la torre Cepsa.David Expósito

En sus orígenes, la meritocracia tuvo sentido: con ella se echaba abajo el sistema aristocrático que ha dominado la mayor parte de la historia de la humanidad, ese en el que los privilegios se heredan de generación en generación, encauzados por parámetros como la clase, la raza, la casta o el género. “Se permitió que las personas avanzaran no basándose en su crianza, sino en sus propios logros”, dice el jurista de la Universidad de Yale Daniel Markovits, autor del libro The Meritocracy Trap (La trampa de la meritocracia). “Debido a que ninguna casta o clase tiene el monopolio del esfuerzo y el talento (y dado que los viejos aristócratas no eran especialmente trabajadores o capaces), la meritocracia ayudó a desmantelar la jerarquía aristocrática”. Por un tiempo pareció una buena idea. Luego se convirtió, a ojos de Markovits, en una trampa que atrapa a los ricos en una carrera sin fin para que sus descendientes tengan la mejor formación académica (como se evidenció en el reciente escándalo de los millonarios que pagaban fortunas para colar a sus hijos en las mejores universidades de Estados Unidos, como refleja el documental La trama Varsity Blues, en Netflix). Esta carrera excluye a los pobres, que, más allá del plano discursivo, difícilmente podrán cumplir el ideal meritocrático, es decir, el sueño americano.

Pero aunque la meritocracia existiese, tal vez no sería deseable: “Es corrosiva para el bien común”, señala el filósofo Michael Sandel, “ofrece a todos la oportunidad de trepar por la escalera del éxito sin notar que los peldaños de la escalera pueden estar cada vez más separados. Y asume que la sociedad es una carrera con ganadores y perdedores”. Según el filósofo, esta forma de pensar crea élites arrogantes y clases populares humilladas y resentidas, a las que se les ha dicho que no son lo suficientemente buenas. De ahí, según Sandel, fenómenos de reacción contra las élites como el populismo de Trump o el Brexit. Porque ese es el reverso tenebroso de la meritocracia: si usted no tiene éxito es que usted no lo vale, todo es culpa suya.

¿Qué hacer? La desigualdad, que encuentra justificación en las ideas meritocráticas, es, junto con el cambio climático, una de las mayores amenazas para la estabilidad del sistema, como señalan muchas voces incluso desde el propio corazón del capitalismo: conduce a la polarización social, al auge de los totalitarismos y al descrédito popular de las democracias liberales. Pero “el círculo vicioso que ha inflado la creciente desigualdad meritocrática puede ser reemplazado por un círculo virtuoso que asegure la igualdad democrática para todos”, señala Markovits. Para paliar esta desigualdad es fundamental conseguir una educación pública eficiente que llegue a todos los estratos de la sociedad, así como la disminución del desempleo y la desaparición de los empleos precarios, en una época en la que el acelerón tecnológico va complicando el mercado laboral, y al tiempo que se proponen rentas básicas para mantener la cohesión social. Una idea que va cobrando cada vez más fuerza (por ejemplo, en las ideas del presidente estadounidense Joe Biden): “La mejor respuesta política a la desigualdad producida por la suerte es conseguir una mayor inversión pública, gravando más a los ricos”, concluye el economista Robert H. Frank.

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