“¡El niqab [velo facial integral] nos da igual, lo que queremos es estudiar y vivir!”, suelta entusiasta Rau, pseudónimo que escoge esta joven yemení de 20 años. Mentir se ha convertido en la única forma de supervivencia en la doble vida que lleva esta adolescente, algo patente cuando se desprende del niqab y de los guantes negros. “Trabajo en casa con una mano y mantengo cubierta la otra para que mi padre no vea el esmalte de uñas”, dice mostrando el reverso de las manos. Piel ajada en la mano derecha, con uñas mordidas y ennegrecidas por horas de coladas y fregado son señales de su vida diaria. Largas uñas postizas pintadas con un morado metálico en la mano izquierda, con una piel más tersa e hidratada, espejo de sus sueños. El resto de las cinco jóvenes presentes en la entrevista se desprenden a la vez de sus guantes y, entre carcajadas, enseñan sus llamativas manicuras, siempre en la mano izquierda.
La vida de un grupo de jóvenes veinteañeras rebeldes y soñadoras pesa poco en las estadísticas de Yemen, donde ocho de cada diez personas necesitan ayuda humanitaria. Pero sus vidas son una muestra de las heridas de una guerra que dura ya seis años. Rau y su amiga Sanal, de 19 años, acumulan seis intentos de suicidio. Cicatrices en las muñecas y, menos visibles en el estómago tras engullir metanol, dan fe de ello. Se conocieron durante el mes que cursaron clases de cosmética juntas en Ataq, capital de la provincia de Shabwa, situada en la costa yemení. De las 25 alumnas, 20 decidieron formar un grupo al que bautizaron en las redes sociales como “En todas partes hay lluvia”. Con “lluvia”, precisa Rau, se refieren a la “esperanza” de que, incluso atrapadas en sus casas, las jóvenes yemeníes puedan “triunfar como personas, soñar y desarrollar sus propios proyectos”.
Nada es fácil para estas mujeres en una sociedad patriarcal y tribal exacerbada por la guerra que les han expulsado progresivamente de todo espacio público por temor a que les “pase algo en la calle”. Esas restricciones de movimiento abarcan institutos y universidades —los que aún no han sido destruidos por el conflicto armado—, para ser recluidas en un territorio cuyas fronteras las definen los cuatro muros del hogar. Mientras, el niqab y la galabiya (una túnica que cubre el cuerpo hasta los pies), siempre de negro y con solo la ranura de los ojos a la vista, las relega a la invisibilidad.
Traspasar los límites socialmente aceptados entraña graves consecuencias. “Cuando me enamoré lo perdí todo”, suspira una de las jóvenes que pide el anonimato. El chico era un amigo de su hermano mayor que de madrugada se colaba en la casa para jugar a los videojuegos en las noches que había Internet. El día que su padre descubrió el noviazgo le retiró el móvil, le prohibió salir a la calle e incluso asistir a sus clases, después de propinarle una paliza. Intentó por primera vez quitarse la vida. “Quiero que se me recuerde por algo que haya hecho en esta vida”, insiste la joven, que sueña con viajar a Estados Unidos para estudiar moda. Escapar de casa no es una opción, asegura, y conseguir el beneplácito paterno es “un imposible”. Pero sigue soñando.
En un momento de desahogo, las jóvenes relatan el continuo maltrato físico al que son sometidas por sus hermanos mayores y por sus padres, siempre ante la impotente mirada de las madres. O, no. “A veces la madre es más machista que los hombres”, contradice rápidamente Sahar, de 17 y hermana menor de Sanal, ambas huérfanas de padre.
Cuando estalló la última guerra de Yemen en 2015 eran adolescentes y no tienen mucho con lo que comparar. Se proclaman ajenas a la política y hablan de cine, música, moda y belleza. Van cubiertas de pies a cabeza, pero se definen como “fashionistas”. Hablan desde el sur de Yemen, la parte del país que fue comunista hasta que en 1990 se unió con el norte. Hoy es el partido islamista conservador Al Islah, rama local de los Hermanos Musulmanes, quien gana terreno en las provincias del sur. “En la era comunista las mujeres eran más libres”, valora Balqisa, profesora en la cuarentena que enseña en un instituto local de Ataq. Entonces, prosigue la maestra, “las mujeres podíamos desempeñar un papel político, social e incluso militar sin tener que llevar estas cortinas”, añade tirando de su velo entre el índice y el pulgar. Hoy, en Yemen, las jóvenes son casadas en matrimonios arreglados entre familias a edades de entre los 14 y 16 años en los pueblos, y a los 18 en las ciudades.
“Los divorcios son más comunes en Abyan que en Shabwa”, cuenta por su parte Salem el Aulaki, a cargo de la seguridad del gobernador de Shabwa. La razón se debe al monto que han estipulado las tribus locales en cada localidad para la indemnización en caso de divorcio: 440 euros en Abyan y 4.400 en Shabwa. “Pagamos cientos de millones de reales yemeníes cada año por ofensas contra el honor debido a disputas entre jóvenes en los muros de Facebook”, admite el septuagenario líder tribal Sheikh Saleh Jarbou al Nassi. En Yemen, las leyes del honor siguen dictando el derecho familiar.
Las jóvenes miran con envidia hacia las capitales de los dos Yemen enfrentados en la contienda, la Huthi Saná y Adén, capital formal del Gobierno en el exilio tras su expulsión de Saná por los Huthi a finales de 2014. En estas ciudades las mujeres acuden a los cafés con pipas de agua y se gradúan en las universidades. “En Adén las mujeres pueden mascar qat [planta narcótica con efectos similares a las anfetaminas] e incluso ir solo con el velo”, interviene Sahar.
En Adén, las mujeres desempeñan roles políticos como el grupo llamado Las madres de los secuestrados que agrupa a las madres, hermanas e hijas de hombres recluidos en las prisiones secretas que ayudan a mantener Emiratos Árabes Unidos y Arabia Saudí, que apoyan al Gobierno, en el sur del país. Tanto de esta ciudad como de Saná han tenido que huir decenas de mujeres periodistas y activistas rumbo a países vecinos de la región tras ser torturadas y recibir amenazas de muerte.
Maja es, con 23 años, la mayor del grupo de mujeres entrevistadas. Fue su padre quien insistió en que sus tres hijas debían estudiar y así “poder hacer frente en igualdad de condiciones a sus maridos”. Maja se ha convertido una de las dos mujeres que este año se han graduado en ingeniería petroquímica entre 128 alumnos. El camino no ha sido fácil. “Rompían las patas de las sillas antes de entrar en clase y cuando nos sentábamos nos caíamos al suelo; era humillante”, rememora con el ceño fruncido. Contaban con el apoyo del profesor Salem el Auni , reitera. Aun así, una de sus compañeras cedió a las presiones y abandonó los estudios para casarse y “tener dos hijos, como deberíamos todas a nuestra edad”, apunta Maja. “Amo la libertad, cueste lo que me cueste”, dice quien tras graduarse se ha convertido en una más del paro en un sector que necesita de la inversión extranjera para funcionar en el país.
El padre de Rau golpea la puerta de una sala de hotel en Aqaq, indicando que la entrevista llega a su fin y que las jóvenes han de cubrirse de nuevo los rostros antes de salir del cuarto. “Hay amigos que se quejan a nuestros padres porque dicen que nos han visto en la Red”, refunfuña Maja. “Luego resulta que vieron un ojo en Instagram, un trozo de boca en Facebook y parte de una nariz en Twitter y, de ahí, ¡han hecho el mapa de nuestra cara como un puzle!”, arremete la ingeniera para desatar un río de carcajadas entre las amigas.
“¡Sonreíd para la foto!”. Hasta ahora ninguna había publicado su rostro al completo. Las carcajadas resoplan debajo del negro velo con ojos achinados por la risa. En un acto de rebeldía que les puede costar muy caro, las seis jóvenes deciden posar a rostro descubierto. “Así los cotillas tendrán el mapa entero de nuestras caras en vez de buscar por piezas”, dice una de ellas en tono desafiante.
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