La monarquía como una forma de sadismo nacional


“Si invita a comer, el comensal sabe que pasará una hora muy desagradable. (…) Puede meter las manos en tu plato en cualquier momento, cogerte la comida sin preguntar y metérsela en la boca”. Alfons Quintà, protagonista de esta cita, era el antónimo de Bill Murray, de quien circula la leyenda de que puede acercarse a tu mesa en un restaurante, robarte una patata frita y decirte: “Nadie te va a creer”. De Quintà nos lo creemos porque lo cuenta con mucha convicción Jordi Amat en El hijo del chófer, un libro importante y casi único en su género.

Quintà fue el primer director, fundador e ideólogo de TV3. Suyas fueron las ideas vertebrales de que emitiera en catalán y que aspirase a la excelencia periodística (Pujol, en principio, la quería en castellano y más localista, para ganarse a la parroquia charnega con propaganda). Amat nos lo presenta genial, maquiavélico, salvaje, violento y tiránico.

En una ficción, Quintà estaría casi obligado a redimirse en un último gesto de grandeza. En la realidad, su vida miserable solo conoce un final abyecto. Mientras lo leía, buscaba un solo rasgo noble o un motivo por el cual alguien podría amarle, y no encontré nada. Más desolador fue identificar a otros Quintà que he sufrido en las redacciones y sus alrededores. Edulcorados, no tan extremos, sin bulimia, pero reconocibles y nítidos. Es un tipo de personalidad recurrente en el periodismo y en la política. Cada vez menos, porque nos vamos civilizando, pero todo periodista ha tenido a su Quintà particular. Por eso me pregunto cuántas costras de autocomplacencia romántica hay que rascar y cuántas veces hemos de refutar ese axioma falso de Kapuscinski de que los cínicos no sirven para este oficio, para que los tiranos pantagruélicos no se sientan tan cómodos en lo que antes se llamaba cuarto poder.


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