El puesto fronterizo de Stepantsminda —conocido también por su antiguo nombre de Kazbegi—, el que une a Rusia con Georgia, está en medio de unas montañas imponentes. Bajo esas moles por donde tantos ejércitos guerrearon a lo largo de los siglos en esta confluencia entre Asia y Europa, desfilaban este domingo de forma estoica cientos de jóvenes rusos que intentan evitar ser parte de una guerra. Desde que Vladímir Putin anunció el día 21 la “movilización parcial” de la población para combatir en Ucrania, cientos de rusos llegan como pueden a este país de 3,7 millones de habitantes que se independizó de la URSS con su disolución en 1991 —ante el cierre de la UE, Georgia es una de las escasas alternativas terrestres para salir ahora de Rusia—. Llegan en coche, a pie o en bicicleta, como Sveta y Alexander, una pareja de novios de 22 años que vivía hasta el miércoles en Moscú. “Esperamos teletrabajar en Georgia”, dice Sveta, “y mientras tanto iremos preparando la documentación para solicitar un visado en la Unión Europea”. Todos los nombres que aparecen en este artículo han sido propuestos por los propios entrevistados para ocultar su verdadera identidad por miedo a represalias del régimen de Putin.
Sveta cuenta que hay colas de coches de hasta 30 kilómetros para llegar a la frontera con Georgia. “Hay gente que se ha quedado sin gasolina, sin comida. Llevan dos días parados”, explica. “Para nosotros lo más desagradable han sido las preguntas que hemos tenido que soportar por parte de los funcionarios rusos, que son los que deciden si te dejan salir de Rusia. A Alexander le han preguntado si no le da vergüenza abandonar su país en vez de luchar por él. Y a mí me dijeron si no me da pena el hecho de que ya no vaya a volver a ver a mi madre”. Sveta y Alexander explicaron a los funcionarios que ellos solo viajan por turismo. Con el objetivo de resultar convincentes, se enfundaron con ropa deportiva negra y colocaron una tienda de campaña en el manillar. Ciertamente, parecían turistas sobre dos ruedas.
Pero hay otros rusos en bicicleta, como Maxim, de 38 años, que no tienen pinta de ciclistas, sino de exiliados con más miedo que ilusiones. Este hombre salió con su coche el viernes desde Volgogrado, acompañado por su esposa. Sostiene que antes de emprender el viaje le dio tiempo a ver cómo movilizaban a varios de sus amigos y conocidos. “Les dieron una hora para recoger sus cosas y despedirse de la gente”, afirma. Cuando llegó a Lars, la ciudad más cercana a la frontera con Georgia, vio que las colas de coches eran kilométricas. “Así que mi mujer se volvió a casa con el coche y yo compré esta bici por el equivalente a 250 dólares [258 euros]. Llevo 10 horas sin bajarme de ella”. La bici es como la que podría usar un niño de 10 años. Y en el manillar lleva una cesta de la compra en donde Maxim ha metido los enseres que buenamente pudo amasar.
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Hay gente que se ha conocido en el camino. Danis, de 27 años, es un ruso sudanés que ha pasado la frontera junto a dos amigos que conoció hace no mucho. Todos se quejan de los sobornos que se han visto obligados a pagar. Danis advierte: “Como esto dure una semana más, habrá gente que tendrá ya dinero para comprarse una casa”. Explica que para cruzar la frontera ha pagado el equivalente a 300 euros. “Se le paga a los habitantes de la frontera, que son los que conocen bien a los policías”. El hombre trabajaba en un centro militar de Moscú del que no quiere dar demasiados detalles. “Yo tenía muchas opciones de que me movilizaran. Así que no me lo he pensado”.
Su amigo Andrei, de 22 años, dice que es medio ucranio. “Yo no puedo ser parte de esta guerra”. Y la misma razón esgrime Stas, de 34 años, electricista de profesión: “Yo tengo un hermano en Ucrania. ¿Qué voy a hacer, coger un arma para combatir contra él?”.
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SuscríbeteLlegada de ciudadanos que huyen de la movilización declarada por Vladímir Putin, en el paso fronterizo entre Georgia y Rusia.
Rabi es un periodista deportivo de 25 años que participó en la manifestación contra la guerra que se celebró en Moscú el día en que Putin anunció la movilización de 300.000 personas, que en principio debían ser reservistas y gente con experiencia militar. Montado en una bicicleta, y acompañado de un amigo, también periodista, explica: “La policía me retuvo esa noche seis horas en comisaría. Me advirtieron de que si me volvían a coger me meterían en la cárcel”.
“Moscú ahora es deprimente”
Entre los rusos que llegaban el domingo al paso fronterizo de Kazbegi había muchos moscovitas. Artem, un fotógrafo de 30 años, era uno de ellos. Explicaba que ya se exilió durante un mes y medio en Tbilisi, la capital de Georgia, cuando Rusia invadió Ucrania, el pasado marzo. Y ahora ha vuelto a exiliarse junto a cuatro amigos. “Moscú es la mejor ciudad del mundo”, explica, “pero ahora es deprimente, es un pozo negro a causa de la guerra. Ahí todo el mundo habla de guerra, por más que el Gobierno no mencione la palabra. Yo creo que el 80% de los rusos no apoya esta guerra. Por eso estamos aquí”.
El domingo por la tarde, cuando iba cayendo la noche sobre las montañas del Cáucaso, se veían aún esforzados ciclistas en bicis rudimentarias huyendo de la llamada al frente. Otros rusos pagaban un taxi compartido para que los llevaran a Tbilisi, a cuatro horas de distancia. “Esos taxis”, explica un lugareño, “costaban hace una semana unos tres euros por persona. Y ahora, con la llegada de tantos rusos han subido a 50 euros por persona”.
En el trayecto de la frontera a la capital, hay un restaurante de renombre y comida georgiana en cuya puerta se lee: “Al entrar en nuestro restaurante usted está de acuerdo con que Putin es un criminal de guerra y usted respeta la integridad territorial de Georgia, Ucrania y Moldavia”. Entre muchos de los rusos que acaban de abandonar su país, ese debate parece más que superado.
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