Tres palabras escritas en carteles clavados en jardines de casas por todo Estados Unidos. Pintadas, en gigantescas letras amarillas, en una calle junto a la Casa Blanca. En titulares de prensa de todo el mundo, en los escaparates de las tiendas, en los anuncios de las grandes marcas, en fotos de perfiles de redes sociales de ciudadanos anónimos y de personajes famosos del deporte, de la cultura, de la política. Black Lives Matter (BLM): las vidas negras importan. Una frase de tres palabras que ha catalizado lo que muchos académicos coinciden en calificar como el mayor movimiento de protesta de la historia del país.
“En intensidad y en alcance geográfico, es el movimiento de protesta más grande de la historia de Estados Unidos”, asegura Neal Caren, profesor de Sociología de la Universidad de Carolina del Norte, experto en movimientos sociales contemporáneos en el país norteamericano. “Nunca antes ha habido tantas protestas, durante tanto tiempo y en tantas comunidades distintas”.
Desde la muerte el 25 de mayo en Minneapolis del afroamericano George Floyd a manos de la policía, ha habido al menos 7.750 protestas asociadas con el movimiento Black Lives Matter en 2.000 localidades de los 50 Estados del país y en el distrito de Columbia, según un recuento de la Universidad de Princeton y Armed Conflict Location and Event Data Project (Acled), organización que investiga sobre protestas por todo el mundo. Casi uno de cada 10 estadounidenses adultos dijeron haber participado en alguna de estas protestas, según un estudio publicado en junio por Civis Analytics, y la mitad de los que dijeron haber participado en las protestas declararon que era la primera vez que se manifestaban. La inmensa mayoría de esas manifestaciones han sido pacíficas: en el 93% no se registró ningún daño grave a las personas o a la propiedad, según el mismo estudio de Acled.
Es difícil establecer el papel de Black Lives Matter, surgido hace siete años como un marginal movimiento de protesta contra la brutalidad policial hacia la población negra, en cada una de las protestas. Pero es igual de difícil negar que ha proporcionado un lema, una guía, un canal de comunicación y un marco para atraer a nuevos activistas. “No hay un carné de socio, se parece más a un eslogan”, explica Pamela Oliver, profesora emérita de la Universidad de Wisconsin, experta en acción colectiva y movimientos sociales. “Hay una amplia gama de gente que protesta y una organización que trata de controlar su marca. Al menos desde el movimiento de derechos civiles de los años sesenta, hablamos de protestas sociales complejas y descentralizadas, y ahora incluso hay múltiples organizaciones locales en la misma ciudad”.
Sin una jerarquía, sin un manifiesto y sin una estructura clara, BLM se ha convertido en un poderoso instrumento para el cambio y una voz fundamental en el tema de la raza en Estados Unidos. Tras la muerte de Floyd, se produjo una ola récord de donaciones a colectivos que luchan por la justicia racial, lo que redibujó el mapa del activismo en cuestión de semanas. ActBlue, plataforma líder en donaciones online para causas progresistas, experimentó en junio su periodo más activo, por encima de los picos más altos de las recientes primarias presidenciales. La fundación Black Lives Matter Global Network creó un fondo de 6,5 millones de dólares a disposición de las organizaciones locales afiliadas para financiar el trabajo de base.
“Se ha convertido en una marca de movimiento social con la que la gente se puede identificar”, explica Caren. “Hablamos de mucha gente local poniendo cosas en común a través de organizaciones que existían pero se renuevan, otras nuevas, o simples llamadas en redes sociales. No hay un comité central. Esa flexibilidad permite adaptarse a las necesidades de cada comunidad. Han demostrado que son buenos llamando la atención sobre temas. También, en muchas ciudades, han logrado cambios notables en políticas concretas, presionando a políticos locales, y es raro que un movimiento lo consiga tan rápido”.
BLM nació en 2013, apenas como un hashtag tras la exoneración de George Zimmerman, vigilante vecinal civil, en la muerte a tiros del adolescente afroamericano Trayvon Martin en febrero de 2012 en Florida. Lo crearon tres mujeres negras, Alicia Garza (Los Ángeles, 1981), Patrisse Cullors (Los Ángeles, 1984) y Opal Tometi (Phoenix, Arizona, 1984), como “una red global dirigida por sus miembros” que representa “una intervención ideológica y política en un mundo donde las vidas negras son sistemática e intencionadamente apuntadas para morir”. En 2014, el movimiento empezó a tener relevancia nacional en las protestas por las muertes de Eric Garner en Nueva York y de Michael Brown en Ferguson (Misuri), a manos de la policía.
La violenta represión de las protestas de Ferguson movilizó a una nueva generación de activistas. También aumentó la sensibilidad en los medios para hacerse eco de afroamericanos muertos en manos de la policía. Para 2016, BLM contaba con más de 30 capítulos nacionales. “El movimiento no surgió de la nada, conecta con el pasado”, explica Oliver. “Desde Occupy en 2011, ha habido movimientos de protesta de manera consistente. Se puede hablar de una ola de protestas, que creció con la llegada de Trump. Recordemos que esta Administración se enfrentó a protestas desde el primer día: la marcha de las mujeres, la inmigración, el cambio climático. La muerte de Floyd inspiró a mucha gente, pero ya había una red preparada para organizar protestas”.
La confluencia de la pandemia del coronavirus, coinciden los expertos, tiene que ver con la movilización masiva tras la muerte de Floyd. “Por un lado, la pandemia ha cambiado la estructura de las vidas, la gente tiene más tiempo, está más en casa. Por otro lado, ha producido un cambo en el sentimiento de empatía, de comprensión: la gente se identifica más con los problemas de los otros”, explica Caren.
Bajo la influencia de BLM, se ha producido una evolución significativa en la opinión pública. El 69% de los estadounidenses, según un estudio de The Washington Post de junio, cree que la muerte de Floyd refleja un problema más amplio de cómo trata la policía a los negros, frente al 29% que cree que es un incidente aislado. En 2014, el 51% creía que las muertes de afroamericanos a manos de policía eran incidentes aislados. A finales de junio, según el estudio de Civis Analytics, el 62% de los estadounidenses expresaba apoyo por BLM. Incluidos el 47% de los que votaron a Trump en 2016.
Los recientes episodios violentos en Kenosha (Wisconsin) y en Portland (Oregón), y el empeño del presidente Trump en hablar de “caos” y “terrorismo doméstico”, que ha llevado las protestas al centro de la campaña para las elecciones presidenciales de noviembre, plantea nuevos desafíos al movimiento. No ha habido sondeos importantes después del tiroteo a Jacob Blake, pero las encuestas anteriores indican que los picos de apoyo a BLM registrados tras la muerte de Floyd están remitiendo. Además, mantener viva la llama es más difícil cuando toca descender a las políticas concretas. En un primer momento, hasta el senador republicano Mitt Romney, excandidato presidencial y crítico con Trump, apoyó el movimiento BLM en Twitter. Pero difícilmente apoyará, como ya ha dicho, la demanda de los activistas de recortar la financiación a la policía y dedicar ese dinero a políticas sociales. “El reto es, dentro de unos meses, cómo seguir influyendo en políticas concretas sin perder apoyos. Cómo articular ese movimiento de protesta hacia propuestas específicas de cambio cuando las ciudades debatan sus presupuestos”, concluye Caren.
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