Con festivales cancelados sine die, programación de conciertos y giras en mínimos históricos y salas cerradas a cal y canto, la industria de la música agoniza durante la pandemia. De acuerdo con las cifras aportadas por el movimiento Alerta roja, solo en España están en juego 700.000 empleos. Traducido en dinero, según la Federación de la Música de España, hablamos de algo más de 750 millones de euros. El sector siempre ha convivido con la precariedad, pero la emergencia sanitaria ha agravado la situación. Para sobrevivir, la tecnología se ha convertido casi por obligación en una especie de salvavidas.
La reacción inmediata de los artistas fue convertir las redes sociales en escenarios improvisados. Acudieron durante el confinamiento a las opciones de emisión en directo de YouTube, Instagram, Twitch, TikTok y Facebook, un paso previo al desarrollo de otro tipo de innovaciones, como el livestreaming de pago y las experiencias inmersivas desde casa, que ahora mismo dominan la industria. Diferentes empresas y startups han encontrado en la transformación una vía de escape. “El precio depende de la calidad de la emisión y de la repercusión del artista. La ventaja es que ahora podemos vender estas entradas en todo el mundo. Por ejemplo, estamos pensando ahora en una gran producción para un livestreaming de Björk con una filarmónica en enero”, explica Olivier Geynet, responsable de desarrollo comercial de DICE en España.
Pero no todos los cantantes pertenecen a esa pequeña élite que representa Björk y a quien abren las puertas de la innovación. Estas posibilidades han de llegar también a técnicos de sonido, iluminadores, mezcladores y todos aquellos que forman parte de la industria cultural de la música. Así surgió la idea de un proyecto como DIUO, lanzado por We Are Sound a finales del mes pasado. La plataforma emite conciertos bajo la fórmula de pago bajo demanda. También permite que los artistas configuren sus propios canales basados en suscripciones para albergar eventos regulares, como ha hecho Melissa Etheridge. “Seleccionamos las transmisiones, como Netflix, en vez de dejarlas abiertas a todos, como hace YouTube, y con una calidad de producción realmente alta”, asegura Andrea Cockerton, fundadora de We Are Sound.
Sin embargo, su aportación más novedosa es que el 10% de cada entrada vendida lo destina a autónomos, músicos y salas de conciertos que luchan por sobrevivir. La intención de Cockerton es que los locales se vayan sumando paulatinamente al proyecto y permitan grabar las emisiones en sus instalaciones. A cambio, ofrece trabajo a personas del sector en paro y precios especiales en el alquiler de sus instalaciones. “El livestreaming ha venido para quedarse. Cualquiera que pretenda superar esta crisis estaría loco si no lo integra en su modelo de negocio”, asegura.
Me niego a que las grandes tecnológicas usurpen la música. Rechazo que haya una experiencia única.
Nick Dangerfield, fundador de Oda.
Para cerrar el círculo de la realidad impuesta por el coronavirus, desde We Are Sound han dado una vuelta a cómo mantener los ensayos sin que los artistas puedan reunirse físicamente. Opciones muy populares como Zoom, Teams o Skype cuentan con problemas de latencia y distorsionan el sonido y la imagen, así que Cockerton, en colaboración con Elk Audio, va a lanzar Aloha, un programa que resuelve estos inconvenientes. “Durante el confinamiento probamos soluciones de software abierto, como Jamkazam y Jamulus, pero su instalación era demasiado compleja y no valía para acoger a muchas personas”, zanja.
Pese a que la digitalización mantiene con vida al sector, un académico y gran conocedor de la industria como Mat Dryhurst se muestra crítico con tanto cortoplacismo. Entiende que la música en vivo no tiene muchas más opciones, aunque flaco favor se haría si adoptara sin más la innovación. Valora positivamente que surjan webs descentralizadas, redes de reparto de ingresos, reducir los gastos de viaje de las giras o conectar en remoto diferentes clubes —“es una forma de cultivar experiencias internacionales desde nuestra ciudad”, afirma—, pero ya. “Tan novedoso como ha sido pasar el rato con gente en Zoom, ¿necesitamos más confirmación de cuánto apestaría que la música fuera una experiencia completamente remota y aislada en el futuro? La covid sirve de ejemplo de lo que no queremos”, concluye.
Inmersión musical desde casa
Otro nombre propio de la innovación musical es Oda. Fundada hace cuatro años como una startup de venta de altavoces, ahora los comercializa como parte de una programación, al estilo de un festival, con la que los usuarios disfrutan de conciertos desde el salón de su casa gracias a que se transmiten por los propios dispositivos —la suscripción cuesta 70 euros al trimestre y los altavoces 250 euros—. “Es una aproximación a la música en vivo. Queremos evocar sus sensaciones en espacios íntimos. Incorporar momentos musicales conmovedores a la vida cotidiana”, razona Nick Dangerfield, fundador de Oda.
La empresa se encarga de programar y producir los conciertos. Todos los días, generalmente durante la puesta de sol, alguna banda toca a través de los altavoces. Solo cambia los findes de semana, que es un artista quien toma el control de Oda y tiene a su disposición toda la red para hacer lo que quiera. “Les pedimos que preparen una pieza para desarrollar durante el sábado y el domingo. Que exista una coherencia narrativa. La intención es que sientas que los músicos te visitan directamente en tu casa, aunque no puedas verlos”, apunta Dangerfield.
El fundador de Oda es consciente de que iniciativas como las suyas ayudarán a un buen puñado de artistas, pero el debate sobre la digitalización requiere mayor profundidad. En el ojo del huracán sitúa a Spotify. Visto como tabla de salvación ante la piratería y la crisis en la venta de discos, el paso del tiempo ha demostrado, según sus palabras, que para el 90% de los cantantes la situación ha seguido igual. “No quiero decir que sea su culpa, sino que casi todo lo que consumimos en la plataforma apenas supone un 1% o 2% de toda la oferta musical. Así es cómo funciona este sistema”.
Y puestos a centrar el debate, Google, Facebook y Apple han contribuido a que la cultura musical parezca una industria rentable para unos pocos. Sus algoritmos de recomendación, la elección de listas de reproducción o lo que enseñan a los usuarios fijan el comportamiento del sector. Su poder tecnológico también determina qué escuchamos o no. “Me niego a que las grandes tecnológicas usurpen la música. Rechazo que haya una experiencia única. Espero que haya mil casos más como el nuestro, que proponer variar y ampliar la oferta. En lo digital es donde vivimos con y sin pandemia”, detalla Dangerfield.
La posibilidad de encuentros virtuales con cantantes o vender merchandising durante un livestream son otras iniciativas que no tardarán en llegar. Este es el camino que ahora le toca para salvarse del abismo. “El coronavirus ha igualado el campo de juego de la industria; y esto abre una oportunidad a que bandas innovadoras o con otro concepto del negocio sean viables en menos tiempo”, considera Cockerton. Menos entusiasta se muestra Dryhurst, para quien el futuro musical requiere menos acordes digitales y atajar las lacras que arrastra desde mucho tiempo atrás: “Si tuviéramos un medio estable, ¡y pagado!, tendríamos la oportunidad de fomentar discusiones con mucho más sentido. No solo hablar sobre tecnología. Esto es lo que necesitamos”.
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