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La novela negra derriba las últimas fronteras

La novela negra se tumba a menudo en el diván. Agobiada, quizás, por aquellos que desde tiempos de Arthur Conan Doyle la consideran literatura de segunda, a menudo el género se pregunta por su sentido y su futuro. La nómina de finalistas para el Premio Dashiell Hammett de la 34ª edición de la Semana Negra de Gijón deja atrás cualquier complejo y exhibe vitalidad literaria y voluntad de transgredir fronteras. EL PAÍS reúne a Claudia Piñeiro, Elia Barceló, Lorenzo Silva y Alberto Gil (la quinta en liza, Marta Sanz, habló por teléfono con este diario el miércoles desde Santander) horas antes de que se conozca el fallo del premio para hablar del futuro de la novela en su festival más veterano. La conversación tiene lugar cerca de la carpa central del festival, donde los debates y presentaciones se suceden, en una pulpería en la que sobrevive el olor de la fritura del mediodía, al refugio de un sol extemporáneo.

¿Se está suicidando la novela negra?

La conversación empieza con declaraciones como “los géneros no van a ningún lado”, “me repatean los corsés” o “no estoy especialmente preocupado por la pureza” no son, quizás, las mejores declaraciones para empezar una conversación sobre el sentido de un género literario, pero constituyen solo una prueba de la capacidad de la ficción criminal para derribar las últimas fronteras y llegar a cualquier parte sin desnaturalizarse. Claudia Piñeiro (Buenos Aires, 61 años, finalista con Catedrales, editada por Alfaguara) recuerda a Jorge Luis Borges, fan y estudioso del policial, para aportar una clave que deja todo en manos del lector: “Edgar Allan Poe no creó el género sino al lector de género, que es el que lo convalida con su lectura y el que va a hacer que perdure, no los escritores”. Marta Sanz (Madrid, 53 años, finalista por pequeñas mujeres rojas, en Anagrama), intercede en la distancia, casi como si estuviera presente: “La novela negra se hace genéricamente mestiza porque esa es la única forma de conservar su pegada testimonial y política. Con esa etiqueta de novela negra no siempre idéntica a sí misma, no rutinizada ni bestsellerizada ni convertida en arrullo o canción de cuna, una novela negra que respeta a lectores y lectoras, me siento comodísima”.

La novela negra se hace genéricamente mestiza porque esa es la única forma de conservar su pegada testimonial y política

Marta Sanz

Dos grandes vectores atraviesan las cinco novelas finalistas, distintas por otro lado en casi todo lo demás: el peso de la memoria y su carácter social. “Salvo en algún lugar raro, la memoria es un terreno conflictivo y que tendemos a gestionar de la forma más cómoda posible, cada uno como quiere, de manera selectiva”, asegura Lorenzo Silva (Madrid, 55 años), que concurre con El mal de Corcira (Planeta), duodécima entrega de la pareja de guardias civiles Bevilacqua y Chamorro, que indagan un crimen relacionado con el pasado y el entorno de ETA. “El desafío es no buscar una memoria cómoda, que apacigüe, que sea un atajo”, remata. “Pues espera sentado”, interpela Elia Barceló (Elda, 64 años, finalista con La noche de plata, en Rocaeditorial). “La memoria está llena de grandes fosas físicas e informativas”, añade Alberto Gil (Madrid, 69 años, que compite con Las jaurías, también en Rocaeditorial). “Es ineludible. Si conviene o no, no lo sé, pero cómo contar algo en Argentina sin la memoria. Si lo hacés, es otra novela”, remata Piñeiro, cuyos personajes van desvelando cómo y por qué una joven adolescente fue asesinada, quemada y descuartizada hace 30 años, un crimen que destruyó para siempre a la familia protagonista.

En un país en el que se han hecho muchas cosas para fomentar la lectura que no han funcionado, tengo la sensación de que los festivales sí lo consiguen

Lorenzo Silva

En todos, la memoria es narración y búsqueda de una verdad no ontológica. “No se trata de trabajar con un concepto de verdad teológico o fanático, sino con la verdad como aspiración, como intento de decir, como indagación sobre las versiones, como pluralidad, como confianza en la utopía y como optimismo cognoscitivo. Como antibiótico frente a la posverdad”, explica Sanz, que termina con pequeñas mujeres rojas una trilogía iniciada con Black, black, black y que ha estirado al límite cualquier barrera de género.

El carácter social es también ineludible, al menos en la novela negra más alejada del espectáculo y el thriller, la que cultivan con mimo estos cinco autores. Surge aquí un debate interesante, que amalgama literatura y realidad y que los lleva a subrayar la necesidad de un contexto que explique. Horace McCoy y su ¿Acaso no matan los caballos?, Francisco García Pavón con las historias de Plinio e incluso Agatha Christie pierden su intención social si se desconocen las condiciones en las que se escribieron, coinciden los cuatro. “Hay que conocer esas claves y se tienen que reflejar”, resume Gil.

La mujer, al fin

Pero si ha habido una transformación esencial en la novela negra en los últimos años ha sido en la inclusión de la mujer en todos los ámbitos. Hay más escritoras, o se las reconoce más y los personajes femeninos se han salido del estereotipo. No hay que olvidar que solo dos mujeres han ganado la Semana Negra en 33 años (Cristina Fallarás en 2012 y Berna González Harbour el año pasado) si bien este año tres finalistas de cinco son mujeres. Y aquí el debate se crispa, pero no mucho. Silva afirma que hay una transformación social que ha hecho que haya mujeres donde antes no las había y, por tanto, era complicado que salieran en tramas realistas y cita la incorporación de la mujer a la Guardia Civil como ejemplo. Piñeiro se revuelve: “Podrían haber estado, pero no estaban. O sí estaban en la realidad pero no se las veía”. Barceló la apoya, “harta” de que siempre la mujer haya sido, sobre todo, la víctima y “encima guapa”, y reivindica la necesidad de personajes que pasen de los 45. En todas las novelas finalistas, las mujeres protagonizan o coprotagonizan la trama.

El salto feminista de la novela negra ¿oportunidad perdida?

La concordia se recupera rápido al hablar de los festivales en la reunión más veterana de todas las muchas que se dan en España. “Para mí, es fundamental. Es un encuentro con los lectores y con gente que hace lo mismo que yo”, comenta Barceló, una clásica de la Semana Negra, sobre un festival al que viene cada verano desde hace más de dos décadas desde Austria, donde reside.

“En un país en el que se han hecho muchas cosas para fomentar la lectura que no han funcionado, tengo la sensación de que los festivales sí lo consiguen”, comenta Silva como autor y, también, como organizador de Getafe Negro. “Hay una versión dulce de los festivales literarios que se relaciona con el acercamiento a lectores y lectoras, y con la ocupación del espacio público por parte de la cultura. De esas dos cosas la Semana Negra de Gijón es un paradigma”, comenta Sanz, que ve también el lado, inevitable, más comercial. “Aunque estemos matando a todo el mundo, estamos todos contentos. Es un público más apasionado y agradecido, menos engolado que el de los festivales más literarios”, bromea Piñeiro. Que siga, sin complejos, la fiesta de la cultura criminal.


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