La imagen fue inusual y el mensaje no tuvo precedentes. El presidente de Colombia, Gustavo Petro, presentó el viernes a la nueva cúpula militar, integrada por cinco hombres y una mujer a cargo de la subdirección de la Policía. Lo hizo apelando a una “política del amor entre la fuerza pública y la sociedad” y dejó claro que sus prioridades serán la lucha contra la corrupción y el apego, sin ningún tipo de matiz, a los derechos fundamentales. La reforma que Petro se propone llevar a cabo en las Fuerzas Armadas de un país que acaba de salir de una guerra de más de medio siglo es en sí una declaración de intenciones. Pero la ejecución del plan, que todavía carece de concreción, abre también una reflexión sobre la relación entre los nuevos Gobiernos de izquierda en Latinoamérica y los Ejércitos. Las tropas ya no son una amenaza para la estabilidad, aunque la redefinición de su misión, los límites de su poder y sus recursos son un territorio en buena medida inexplorado.
El caso de Colombia es paradigmático por su historia reciente, marcada por la violencia política. México tiene heridas infligidas principalmente por la violencia del crimen organizado. Sin embargo, su presidente, Andrés Manuel López Obrador, otro mandatario que representa el primer ascenso de movimientos de izquierda en la historia reciente del país, también busca reorganizar la estructura militar. El pasado lunes anunció un decreto para que la Guardia Nacional, institución heredera de la Policía Federal, pase a depender del Ejército. Este paso supone la enésima concesión a las Fuerzas Armadas, que ya tienen asignada la gestión de los grandes proyectos de infraestructura como el Tren Maya. La apuesta por los militares es evidente y, si aún no lo es tanto el alcance de este tipo de decisiones en el corto plazo, el pasado muestra que la evolución de los estamentos castrenses tiene una enorme repercusión en la historia y en los equilibrios políticos de los países.
El arreglo militar de Colombia
Las fuerzas armadas colombianas tienen, por ejemplo, dos particularidades. Una es que desde 1957, tras la caída del único Gobierno militar del siglo XX, aceptaron un arreglo institucional: los militares manejaban la política de seguridad sin injerencia civil, pero no se inmiscuirían en la política. Ese arreglo, con ajustes como la existencia de ministros de Defensa civiles desde hace 30 años y momentos puntuales de tensión, se ha mantenido desde entonces. Por eso el país no tuvo dictaduras en los años setenta y ochenta. Por eso y por otro rasgo central: han sido unas fuerzas militares en pie de guerra constante por lo menos desde mediados de los años setenta. Han enfrentado a guerrillas de diferentes tendencias de izquierda que crecieron por una suma de factores sociales y que se financiaron con economías ilegales encabezadas por el narcotráfico, especialmente desde los años noventa.
En ese proceso, los militares crecieron en relevancia política; aumentaron su pie de fuerza hasta ser las segundas más grandes de la región, detrás de Brasil; se llevaron una gran tajada del presupuesto nacional, al ser el principal rubro durante varios años; se convirtieron en grandes receptores de ayuda de Estados Unidos; recibieron funciones más adecuadas a fuerzas policiales o tipo guardia civil, como participar en la lucha antinarcóticos; y recibieron con dificultad el ajuste de su operación a reglas de derechos humanos y Derecho Internacional Humanitario, argumentando que los ponían en desventaja frente a los grupos ilegales.
Soldados participan en una demostración de capacidades aéreas y terrestres en el Día del Ejército Nacional, el pasado 7 de agosto, en Cundinamarca (Colombia).Mauricio Duenas Castaneda (EFE)
Todo eso llevó a militares a cometer asesinatos de civiles para mostrarlos como bajas en combate y así recibir felicitaciones, ascensos y otros incentivos en medio de un conflicto degradado, en un escándalo conocido como “falsos positivos” que muestra hasta donde la mirada del enemigo interno, propia del anticomunismo de la Guerra Fría, se ha mantenido fuerte entre los militares colombianos.
Eso quedó claro cuando el Gobierno de Juan Manuel Santos, ya cerca de firmar un acuerdo de paz con la guerrilla de las FARC, intentó cambiar la doctrina militar y orientarla hacia lo que llamó un ejército multimisión para el posconflicto, pues no limitaba su misión a proteger la seguridad sino también, en un mismo plano, a gestionar el riesgo, proteger el medio ambiente, contribuir al desarrollo y participar en la cooperación internacional. Eso encontró resistencias internas que estallaron pocos años después, con el conflicto retomando fuerza y, sobre todo, con un Gobierno derechista, el de Iván Duque, y una cúpula militar de línea más dura.
En mayo de 2020 el coronel Pedro Rojas Guevara, cabeza del centro de doctrina del Ejército, pidió la baja. Dijo que el comandante, general Eduardo Zapateiro, había prohibido la difusión e implementación de la doctrina. La respuesta fue que la doctrina se seguiría revisando, ajustando e implementando.
El nuevo presidente, Gustavo Petro, no ha definido una política para las fuerzas militares. Y se enfrenta a la existencia de fracturas internas, a la desconfianza de quienes mantienen la lógica de la Guerra Fría ya que él fue guerrillero (aunque lleva más de 30 años desmovilizado) y es el primer presidente elegido por la izquierda en Colombia, y a una falta de política clara de seguridad desde su Gobierno.
El excomandante del ejército Colombiano, Eduardo Enrique Zapateiro, que renunció a raíz del triunfo electoral de Gustavo Petro, en una fotografía de 2019.LUISA GONZALEZ (Reuters)
Petro designó como ministro de Defensa a Iván Velásquez, un reputado penalista experto en Derechos Humanos y lucha contra la corrupción, y recibió una cúpula militar interina tras la renuncia de Zapateiro, que cambió este viernes. Al presentarla reiteró la idea que presentó el 7 de agosto, en su discurso de posesión, cuando dio a entender que podría dirigir a los militares a construir infraestructura: “Volveremos a construir distritos de riego con el Ejército y casas campesinas y caminos vecinales con los soldados de la Patria. Ejército, sociedad y producción pueden unirse en una nueva ética social indestructible”, dijo entonces. El viernes también señaló que su política será la de una seguridad humana en la que “el éxito no es que haya más muertos sino en que haya menos muertos, menos masacres y más libertades”, por lo que los consejos nacionales de seguridad no deben centrarse en lo operativo de las Fuerzas Armadas sino que deben monitorear indicadores sociales.
El ejemplo argentino
Mientras Colombia afronta hoy una etapa de transición, Argentina pasó por un desafío aún más ambicioso que, analizado con perspectiva, constituye un ejemplo exitoso de subordinación de las Fuerzas Armadas a los civiles. “Fue un camino largo, que vinculó la evaluación de la dictadura con un proceso de verdad, justicia y memoria”, resume el ministro de Defensa argentino, Jorge Taiana. “Estas tres herramientas permitieron la transformación de unas Fuerzas Armadas que paulatinamente se fueron comprometiendo con la democracia”, explica.
En 1984, meses después del regreso a la democracia, los jerarcas de la dictadura se sentaron ante un tribunal ordinario y recibieron penas de cadena perpetua. Mientras el Gobierno de Raúl Alfonsín publicaba el informe Nunca Más, con los testimonios de casi 9.000 víctimas del terrorismo de Estado, los militares presionaban desde los cuarteles.
Hebe Bonafinil, presidenta de la Asociación de las Madres de la Plaza de Mayo, durante el juicio de la Junta militar, el 9 de diciembre de 1985 en Buenos Aires.Rafael WOLLMANN (Gamma-Rapho via Getty Images)
Entre 1987 y 1990 hubo cuatro levantamientos “carapintadas”, como se llamaba a los militares sublevados. Alfonsín cedió a la presión con la promulgación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final: la primera dejaba libre de culpa y cargos a los represores de rangos medios y bajos; la segunda ponía fin a la posibilidad de nuevas denuncias. El presidente Carlos Menem dio un paso más y entre 1989 y 1990 firmó los indultos de 220 militares, entre ellos los jefes condenados en el Juicio a las Juntas.
Mientras crecían los reclamos contra la impunidad, Menem secaba de recursos a las Fuerzas Armadas. “A finales de los noventa finalizó el ciclo iniciado en 1930 de los militares como fuerza de choque contra el movimiento popular”, dice Taiana. La influencia castrense desapareció por completo de la vida política argentina. En 2003, el presidente Néstor Kirchner recuperó aquel debate sobre la impunidad. Anuló los indultos y derogó las leyes del perdón. Los juicios se reiniciaron. El ministro Taiana destaca que el proceso fue único en el mundo. “La justicia se llevó a través de tribunales ordinarios, no hubo comisiones especiales, ni comisiones de verdad, fue la justicia argentina la que estableció las responsabilidades” de los represores”, dice.
Hasta marzo, un total de 1.058 personas habían sido condenadas por delitos de lesa humanidad en 273 sentencias, según el último relevamiento de la Procuraduría. Las Fuerzas Armadas, mientras tanto, participan de ocho misiones de paz en todo el mundo. Taiana asegura que están además reequipándose para sumar capacidad “disuasoria” luego de “un largo período de desactualización”.
La contracara de Argentina es Brasil. El Ministerio de Defensa fue creado en 1999, más de una década después del fin de la dictadura militar (1964-1985) con el objetivo de ampliar el poder de los civiles sobre las Fuerzas Armadas. Durante los gobiernos del PT, tanto los de Lula como los de Dilma Rousseff, los ministros fueron civiles, aunque los militares fueron ganando terreno en la estructura interna del ministerio. Con la llegada de Michel Temer al poder en 2016 se rompió la tradición de los ministros de Defensa civiles, que se consolidó con la fuerte militarización del Gobierno Bolsonaro.
Un soldado brasileño apunta una ametralladora durante los ejercicios de “Operación Formosa”, presenciadas en persona por Bolsonaro el pasado miércoles.ADRIANO MACHADO (REUTERS)
El actual presidente, un capitán en la reserva, no sólo mantuvo el ministerio de Defensa en manos de militares, sino que los colocó en otros de gran importancia, como el de Salud. Otro general, Walter Braga Netto, llegó a estar al frente de la Casa Civil, una especie de primer ministro, y ahora es su candidato a vicepresidente.
La tendencia a la militarización, no obstante, no es sólo una prerrogativa de la ultraderecha en América Latina. El trasvase de la Guardia Nacional mexicana a las dependencias de la Secretaría de Defensa ya estaba anunciado y es el último movimiento de López Obrador en esa dirección. El protagonismo que han ganado los uniformados en el país, si bien garantiza al presidente su lealtad y probablemente cientos de miles de votos, es blanco de las críticas precisamente de los sectores progresistas. A eso hay que añadir otras variables.
En primer lugar, como señalan varios analistas, las concesiones que se hagan a las fuerzas armadas durante ese mandato serán difícilmente reversibles. Y el factor más relevante, que ha hecho saltar las alarmas de expertos y activistas: esta reforma se aplica en un país donde, según el conteo que mantiene el propio Gobierno, se superaron en mayo las 100.000 desapariciones. La cifra se disparó a partir de 2006, cuando Felipe Calderón lanzó su guerra contra el crimen organizado con las fuerzas militares en primera línea. Una estrategia que, a pesar de su posición actual sobre los militares, fue repudiada entonces por López Obrador.
El presidente de México, López Obrador, es saludado por los elementos de la Guardia Nacional, durante su ceremonia de despliegue en 2019.Manuel Velasquez (Getty Images)
En el pasado reciente el chavismo utilizó a las tropas en su propio beneficio. El expresidente Hugo Chávez, un teniente coronel que labró su carrera desde los cuarteles, hizo de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB) un eje vertebrador de su proyecto político. La decisión guarda relación con una defensa, al principio eminentemente retórica, de la idea de soberanía nacional. Con los años el Ejército y las fuerzas policiales se convirtieron en el principal guardián de la revolución bolivariana y, a pesar de algunas sonadas deserciones, las tropas se mantuvieron fieles al actual mandatario, Nicolás Maduro, un civil que gobierna rodeado de militares y apoyándose en ellos.
El sucesor de Chávez, sin embargo, es un epígono de la marea rosada de hace dos décadas y los nuevos representantes de la izquierda latinoamericana no solo están lejos -en algunos casos, muy lejos- del chavismo, sino que ya han dado señales de querer emprender otro camino. El presidente chileno Gabriel Boric, por ejemplo, también afronta el desafío de establecer una nueva relación con las Fuerzas Armadas en un país donde los militares tuvieron el control total de la vida política nacional durante décadas. Desde que la dictadura finalizó en marzo de 1990, ha habido un lento camino hacia la subordinación al poder civil y, a su vez, la modernización. Fue un proceso que incluso en democracia tuvo importantes frenos, como la misma permanencia de Augusto Pinochet como líder del Ejército hasta 1998, cuando se hizo senador vitalicio.
Desde ese mismo año, sin embargo, comenzó una nueva etapa, con generaciones distintas –que no participaron directamente del Golpe de Estado de 1973 ni de la Junta Militar–, pero todavía con una fuerte lealtad con el general en retiro. En el Gobierno del presidente socialista Ricardo Lagos (2000-2006) se produjeron las principales transformaciones constitucionales con miras a la subordinación militar, tales como la posibilidad de que el presidente removiera a los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas, entre otras. En ese mismo período se dieron señales importantes, como la llegada de una mujer y víctima de la dictadura, Michelle Bachelet, al ministerio de Defensa.
Elementos del ejército chileno arrestan a un joven que encontraron después del toque de queda, en Osorno, durante el estallido social de 2019.Fernando Lavoz (Getty Images)
Hoy en día, ni el Ejército ni Carabineros pasan por buenos tiempos. Ambas instituciones han debido enfrentar denuncias de corrupción interna y, desde el estallido social de 2019, casos de violaciones a los derechos humanos en el marco de las protestas. Es un escenario que ha empujado a la clase política a hablar de reformas institucionales y hasta de refundación, por parte de la izquierda.
Boric, que asumió el pasado mes de marzo, ha echado mano a los militares para controlar la violencia en La Araucanía –donde se libra el conflicto por las tierras mapuches–, y en el norte, donde se vive una crisis migratoria. El mandatario designó además a la nieta de Salvador Allende, Maya Fernández, como su ministra de Defensa. El gesto, profundamente simbólico, sugiere el inicio de una etapa. Un nuevo tiempo político que, de Chile a Colombia, puede suponer también un nuevo camino, todavía lleno de incógnitas, para los Ejércitos.
Colaboraron con este reportaje Rocío Montes desde Santiago de Chile y Joan Royo desde Río de Janeiro.
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