El temor no parece que vaya a desaparecer, hasta que lo haga el presidente Aleksandr Lukashenko, en el seno de una oposición bielorrusa obligada a exiliarse en países vecinos, como Polonia y Lituania. El desvío y aterrizaje forzoso en Minsk de un avión de pasajeros que volaba a Vilnius para detener al periodista disidente Roman Protasevich hace una semana les ha hecho ser conscientes a todos, desde la líder opositora Svetlana Tijanóvskaya, instalada en la capital lituana desde hace casi un año, hasta los periodistas que también han tenido que huir de Bielorrusia por miedo a acabar detenidos como tantos de sus compañeros en los pasados meses, que el “último dictador de Europa” está dispuesto a todo para mantenerse al frente de un país que lleva casi tres décadas gobernando con mano férrea. La rápida condena internacional que ha provocado este “secuestro con fines terroristas” —como lo define la demanda judicial contra Lukashenko presentada esta semana por la organización Reporteros Sin Fronteras (RSF) en Vilnius— hace despertar en casi toda la comunidad en el exilio cierta esperanza de que el ansiado cambio democrático podría estar más cerca que nunca. Pero hasta que este no se concrete, para lo que todos coinciden que será necesario que Occidente actúe esta vez con más contundencia que nunca, nadie va a bajar la guardia. Menos aún en Vilnius, cuya cercanía a la frontera bielorrusa, a solo 30 kilómetros, dispara todas las alarmas.
“Nadie puede sentirse seguro” tras el inaudito arresto de Protasevich y su novia, la estudiante de derecho Sofia Sapega, dice Franak Viacorka. Este antiguo periodista funge como asesor de Tijanóvskaya desde que, en septiembre de 2020, decidió unirse a su equipo en Vilnius, donde varias decenas de colaboradores organizan lo que esperan sea el futuro democrático de Bielorrusia desde un moderno edificio de oficinas —hoy en día casi vacío por la pandemia— en la zona de negocios de la capital lituana. “Nos pueden seguir, vigilar y perseguir en cualquier parte. Tenemos que tener mucho cuidado a la hora de coger un vuelo, de encontrarnos con gente durante nuestros viajes. En cualquier momento pueden venir con un coche con matrículas diplomáticas, meternos en el maletero y llevarnos a Minsk, porque en la frontera no se vigilan los coches diplomáticos”, resume Viacorka una inseguridad que hace que todo el que visite el cuartel general de Tijanóvskaya deba firmar un acuerdo de confidencialidad comprometiéndose a no revelar datos que permitan identificar la localización exacta de las oficinas.
Esta precaución que roza la paranoia, algo que bielorrusos como la bloguera Volha Pavuk, también exiliada en Vilnius, achacan a haber vivido durante décadas bajo un régimen exsoviético que fomenta la delación para dividir a la sociedad y así controlarla mejor, no es exclusiva de los políticos o periodistas perseguidos. “Intento no ir nunca sola por la calle”, cuenta Dania, una informática de las afueras de Minsk que llegó en diciembre a Vilnius con sus dos hijos después de que su marido, Anton, un profesor de judo al que no ha vuelto a ver, fuera detenido y condenado a seis años de cárcel por lanzar pintura contra un coche durante una de las protestas contra Lukashenko a las que acudían juntos. Dania, que ha solicitado el estatus de refugiada política en Lituania y prefiere no dar su apellido, lleva desde la detención de Protasevich y Sapega acudiendo cada día, como otra veintena de bielorrusos exiliados, a las embajadas occidentales para reclamar más sanciones contra Lukashenko. Junto a ella marcha Alesia Prokharava, que llegó con lo puesto hace poco más de una semana a Vilnius. Su hijo Vitaly fue detenido en febrero. Acaba de cumplir la mayoría de edad, en la cárcel. “¡Preso político a los 17 años!”, exclama exasperada esta mujer que también se vio obligada a salir precipitadamente de su ciudad, Zhlobin, cuando supo que “la policía venía” a por ella.
Hanna Rusinava es corresponsal de Belsat, una cadena polaca de corte opositor dirigida a Bielorrusia. Dos de sus compañeras han sido condenadas recientemente a dos años de cárcel en Minsk. Rusinava cubre, como todos los días, esta nueva protesta de la creciente comunidad bielorrusa en Lituania. En los últimos nueve meses, el Gobierno lituano ha concedido más de 16.000 visados de largo plazo a bielorrusos, entre ellos casi 3.500 por motivos humanitarios, según la agencia AP. También Rusinava, que lleva 11 años en Lituania, está más preocupada desde el incidente del avión. “Ya no nos sentimos seguros ni en el extranjero, no sabemos qué más se le puede ocurrir a Lukasehnko”, dice. A ello se une, añade, el “miedo por la familia” que sigue en Bielorrusia. Un temor a represalias que comparten activistas y periodistas exiliados, y esto no es otra paranoia: recientemente, las autoridades bielorrusas detuvieron a varios familiares de una periodista de Belsat que había huido a Polonia y amenazaron con meterlos en prisión si no regresaba. “Mi madre y mi hermana están en Bielorrusia y siento ansiedad, no sé si pueden hacerles algo”, dice la bloguera Pavuk, que con su marido Andrei dirige un programa de YouTube, Rudabelskaya Pakazuha, cuya popularidad provocó la ira del régimen. Tras las protestas por las denuncias de fraude en las elecciones de agosto del año pasado que se adjudicó Lukashenko, Andrei Pavuk estuvo detenido 10 días. Llevan en Vilnius desde septiembre, cuando después de un viaje al extranjero, la pareja de blogueros, que tiene dos hijos pequeños, decidió no regresar a su Oktyabrsky natal tras recibir una citación judicial que no auguraba nada bueno.
Aunque la situación para periodistas en Bielorrusia “nunca ha sido fácil”, explica Hanna Liubakova, excorresponsal de Belsat y de Radio Free Europe que también tuvo que abandonar su país, “lo que pasa desde el año pasado yo lo llamo una guerra contra periodistas, porque aunque a Lukashenko nunca le gustamos, ahora solo quiere arrestarnos o que huyamos. Es un ataque planeado contra la libertad de expresión”, dice recordando que la detención de Prosatevich, por muy grave que sea, no deja de ser el último de una larga cadena de ataques contra la prensa que la semana pasada llevó también al cierre de Tut.by, el diario digital independiente más popular del país, y a la detención de una quincena de sus empleados.
Libertad de prensa
RSF, que ha hecho caer cinco puestos —hasta el 158 de 180 países— a Bielorrusia en su clasificación mundial de la libertad de prensa de 2021, calcula que al menos 24 periodistas permanecen actualmente bajo detención arbitraria en ese país. Opositores y periodistas bielorrusos engordan la cifra hasta casi el medio centenar si se cuenta también a blogueros.
Aun así, nadie se plantea tirar la toalla. “No renunciaremos, seguiremos contando lo que pasa, tenemos que enseñarlo porque, si no lo hacemos nosotros, ¿quién lo va a contar?”, dice Rusinava. “Es un desafío, no queremos ser héroes, pero hay un sentimiento de responsabilidad, el poder de la información es crucial”, coincide Liubakova. Además, acota, “cuando tus amigos y compañeros están en prisión, no puedes abandonar”.
El mismo sentimiento guía al equipo de Tijanóvskaya. “El régimen ha demostrado que lo que decía sobre su disposición a aplastar a políticos opositores, periodistas y activistas de derechos humanos en el extranjero es real. Somos conscientes de que tenemos un nivel de riesgo mayor, pero esto no va a afectar nuestro trabajo”, asegura Valery Kavaleuski, que dejó su trabajo en el Banco Mundial en Washington para unirse en diciembre al equipo de Tijanóvskaya como representante de Política Exterior. “No pararemos. Igual que los canales de Roman siguen funcionando en Telegram, nosotros seguiremos trabajando lo que haga falta para lograr un cambio en Bielorrusia”.
El objetivo, afirma, no ha cambiado: “Queremos elecciones libres y justas en Bielorrusia como salida de la crisis”. Lo que sí ha variado, reconocen tanto Kavaleuski como Franak Viacorka, es el mensaje, que ahora es más audaz. “Antes éramos muy cuidadosos con lo que decíamos, pero hay que admitir que tratamos con un régimen terrorista y que no va a parar, que va a seguir amenazando y aterrorizando no solo a bielorrusos, sino a todo el continente”, explica Viacorka. Y eso es una oportunidad que no pueden dejar pasar, subraya Kavaleuski, que estos días ha acompañado a Tijanóvskaya en algunos de los viajes a varias ciudades europeas que ha emprendido desde la detención del periodista disidente: “Sentimos que hay un impulso y queremos aprovecharlo, porque ahora los europeos están dispuestos a escuchar”.
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