La guerra de las Malvinas representó un triste, trágico y lamentable error de cálculo de la Junta Militar argentina, asesina y agonizante, que creyó que iba a encender la llama del orgullo nacional y mantenerse en el poder recuperando un territorio perdido en el Atlántico Sur que el Reino Unido administra desde 1833. La guerra empezó el 2 de abril de 1982, cuando 200 soldados argentinos desembarcaron en el archipiélago austral, y acabó el 14 de junio, con la rendición del Gobierno de Buenos Aires, 900 muertos después (258 británicos y 649 argentinos). El presidente Leopoldo Fortunato Galtieri, que murió en 2003 cuando esperaba a ser juzgado por crímenes de lesa humanidad, pensó que Margaret Thatcher iba a negociar sobre los hechos consumados. Que el apodo de la primera ministra británica fuese la Dama de Hierro tal vez debería haberle dado alguna pista al iluminado militar golpista.
Su error representó el principio del final de la Junta Militar y una especie de renacimiento para las Malvinas, que entonces contaban con apenas mil habitantes, una población que se ha doblado, gracias a las ayudas británicas. Al despertarse con la noticia de la invasión, el 3 de abril, la mayoría de los británicos descubrieron solo entonces que aquellas tierras desarboladas y barridas por el viento (un archipiélago de 760 islas, la mayoría deshabitadas) no estaban en Escocia, sino a 500 kilómetros de las costas argentinas y a 12.000 de la metrópoli. Tras un intenso debate en su Gabinete, con el apoyo de los militares, Thatcher decidió por motivos más patrióticos que geoestratégicos enviar a la flota británica y a tropas de élite a recuperar las islas. Ella también necesitaba un chute de nacionalismo con el Reino Unido acosado por la crisis económica y nunca recuperado moralmente de la pérdida de su imperio colonial.
Aunque se habla desde hace décadas de posibles bolsas de petróleo, el valor de las Malvinas (más allá de la lana) es ahora como entonces el orgullo patriótico. Como relata la investigación que realizó The Sunday Times poco después del final del conflicto, un apasionante trabajo periodístico editado como libro bajo el título La guerra de las Malvinas, “las fuerzas británicas que ofrecieron resistencia inmediata a la invasión argentina constaban de dos personas: los marines Roderick Wilcox y Leslie Milne, ambos escoceses”. Lo nutrido de la guarnición en la isla (68 militares), pese a las constantes reivindicaciones argentinas, refleja la importancia real que los británicos concedían a aquel territorio. El escritor Jorge Luis Borges lo resumió con certera ironía cuando le preguntaron sobre la guerra: “Son dos calvos peleando por un peine”.
Desde el momento en que la primera ministra tomó la decisión de recuperar las islas, la derrota argentina era solo una cuestión de tiempo. Dos factores inclinaban la balanza a favor de los británicos. El primero es que el Reino Unido contaba con tres submarinos atómicos, que desplegó en el Atlántico Sur. Uno de ellos hundió el 2 de mayo el crucero General Belgrano, matando a 323 de sus 1.093 marineros.
La incapacidad para detectar, y mucho menos inutilizar, los submarinos ingleses obligó a la flota argentina a replegarse a aguas poco profundas. Los combates marítimos continuaron, y la aviación argentina hundió el destructor Sheffield y tocó el portaaviones Invincible, pero la guerra se jugaba en tierra. Y ahí también tenían las de perder: Argentina movilizó a soldados de reemplazo, en su inmensa mayoría jóvenes de veintipocos años sin experiencia, mientras que Londres envió a soldados profesionales. Las tropas argentinas pasaron frío y hambre en las trincheras, y eran sistemáticamente maltratados por sus mandos. Aun así, los combates fueron feroces y la resistencia enorme; pero la batalla de la Pradera del Ganso, entre el 27 y el 29 de mayo, terminó de inclinar la balanza a favor de los británicos.
El escritor argentino Rodolfo Fogwill escribió en la semana final de la guerra la obra maestra sobre el conflicto, Los pichiciegos (Periférica), que relata la historia de un grupo de soldados que se esconden para no combatir. El libro surgió como respuesta a la atronadora propaganda que pretendía convertir el conflicto en una causa nacional en medio de los delirios patrióticos. “Ni la imagen de decenas de ingleses violetas flotando congelados, que de alguna manera me alegraba, pudo atenuar el espanto que me provocaba el veneno mediático inoculado a mi familia”, explicó el escritor, fallecido en 2010. El espanto de la realidad se impuso sobre las mentiras de la Junta Militar que lanzó una guerra que nunca pudo ganar y que pagaron soldados adolescentes enviados a morir por delirios de grandeza de unos golpistas aferrados al poder. Una historia triste.
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