Donald Trump no ha podido cumplir la gran promesa de la campaña que le llevó a la Casa Blanca en 2016. No ha construido el muro a lo largo de toda la frontera sur, ese lema pegadizo (We’re going to build a wall, and Mexico will pay for it [Vamos a construir un muro y México va a pagarlo) que repetía incansablemente en los actos electorales hace cuatro años para apelar a su base más nacionalista, y que los expertos advertían imposible por una orografía de más de 3.100 kilómetros de montañas, ríos y ranchos privados que dividen Estados Unidos y México.
Durante el Gobierno de Trump se han levantado al menos 597 kilómetros de barreras fronterizas, el 90% de ellas para reemplazar vallas antiguas, según le dijo un portavoz de la Agencia de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP, por sus siglas en inglés) a EL PAÍS. La Agencia asegura que la construcción “ha ayudado a frenar los comportamientos y actividades de los traficantes” y los cruces de indocumentados. Sin embargo, el muro, que antes de que Trump llegara a la Casa Blanca ya se extendía por un tercio de la frontera, no parece la técnica más eficiente para evitar la migración: durante la primera mitad de su mandato hubo un número récord de llegadas a EE UU, principalmente de familias centroamericanas que cruzaban México huyendo de un cóctel de pobreza, violencia y falta de oportunidades en sus países de origen. Y con el sueño de que en el norte, con trabajo, sí que podrían asegurar un futuro a sus hijos.
Pero eso no quiere decir que el presidente no haya conseguido su objetivo. A través de una serie de decretos, cambios de normativas, políticas brutales como la separación de niños de sus padres en la frontera y acuerdos con terceros países, Trump ha creado una serie de barreras a la migración legal e ilegal y, con la ayuda inesperada del coronavirus, ha conseguido cerrar virtualmente la frontera sur a quienes llegaban a EEUU buscando refugio.
EL PAÍS viajó a las zonas remotas de la frontera donde se construye la valla contra el reloj, provocando severos daños al medioambiente y a territorios ancestrales de gran valor cultural para pueblos indígenas. Mientras, los muros administrativos construidos minuciosamente desde los despachos de la Casa Blanca han trasladado la persecución de la migración a los países del sur, dejando a decenas de miles de inmigrantes en un limbo y dando un golpe al derecho de asilo en Estados Unidos que, según los expertos, podría costar años revertir.
Lo que separa el muro
Ellos estaban ahí antes que México y que Estados Unidos. Y, por supuesto, estaban muchísimo antes de que se levantara la primera valla, una barrera rudimentaria que se construyó entre Tijuana y San Diego en 1989, el año de la caída del muro de Berlín. Los Tohono O’odham y los Kumiai son dos naciones originarias binacionales que viven divididas por líneas imaginarias que los países llamaron fronteras y que con el tiempo se convirtieron en barreras físicas, las que separan California, en EE UU, de Baja California (México) y Arizona de Sonora. Ahora, con la ampliación del muro promovida por Donald Trump, estos grupos indígenas, junto a organizaciones ambientalistas, han denunciado destrozos en zonas que consideran sagradas y alteraciones en el medioambiente que pueden tener profundas consecuencias para la migración de la fauna, e incluso llevar a la desaparición de especies.
Trabajadores levantan el nuevo muro fronterizo en el desierto de Baja California. En video: El muro y sus implicaciones a lo largo de la frontera de California y Arizona.
Cuando Trump llegó a la Casa Blanca, había unos 1.100 kilómetros de muro fronterizo entre México y EE UU: desde vallas altas para frenar el paso de indocumentados en las zonas cercanas a núcleos urbanos hasta bolardos que evitaban el trasiego de autos en los lugares más remotos. En su campaña de 2016, el magnate republicano prometió construir un muro en 1.600 kilómetros de la frontera. Con el tiempo, fue bajando sus objetivos hasta poco más de 800 kilómetros. Hasta ahora, Washington ha construido 597 kilómetros y, para fin de año, pretenden llegar a los 724. Pero México no ha pagado ni un dólar por él, pese a que el presidente sigue repitiéndolo en sus eventos de campaña. De hecho, su lucha para conseguir financiación para su obra estrella llevó al Gobierno al cierre de la Administración más largo de su historia para presionar al Congreso a que le diera los recursos necesarios y también declaró una emergencia nacional en la frontera para desviar fondos de otros departamentos. Además, una investigación reciente de Propublica y The Texas Tribune reveló que la infraestructura les está costando a los contribuyentes estadounidenses miles de millones de dólares más de lo que preveían los contratos iniciales.
Los muros virtuales
Las aldeas indígenas de Guatemala que durante décadas han enviado a sus jóvenes al norte en busca del sueño americano, casi como un ritual de paso a la madurez, comenzaron a recibir en 2018 llamadas que les informaban de la muerte de niños y adolescentes bajo custodia de las agencias migratorias estadounidenses. También escuchaban casos de menores indocumentados que se enfermaban tras cruzar la frontera y que no recibían la asistencia necesaria. Una familia, la de Claudia Patricia Gómez, una joven de 20 años de San Juan Ostuncalco, en Quetzaltenango, tuvo que enterrar el cuerpo de su hija después de que ésta fuera asesinada de un disparo en la cabeza por un agente de la Patrulla Fronteriza. Desde la llegada de Trump a la Casa Blanca, las noticias sobre los “tratos inhumanos” en los centros de detención fueron en aumento, recuerda Pedro Pablo Solares, un abogado guatemalteco que lleva años estudiando los patrones migratorios de sus paisanos en EE UU. Sembrar el terror para disuadir la migración fue una de las primeras estrategias del Gobierno estadounidense para levantar muros virtuales, pero no la más efectiva.
El muro más eficiente que ha construido Donald Trump no es de cemento ni de acero ni tiene varios metros de alto. Es una truculenta maraña de acciones ejecutivas, órdenes administrativas y acuerdos con terceros países que la administración del 45º presidente de Estados Unidos alcanzó a golpe de amenazas y que ha conseguido frenar la inmigración legal e ilegal.
“La Administración de Trump ha logrado redefinir el sistema migratorio estadounidense dramáticamente desde su llegada al poder en enero de 2017, tanto a través de cambios de gran envergadura, que han tenido gran repercusión pública, como de ajustes técnicos que han pasado más desapercibidos”, se lee en un informe del Migration Policy Institute publicado en julio pasado que recopila más de 400 acciones ejecutivas en inmigración llevadas a cabo por el Gobierno.
Además de cambios en el sistema de recepción de solicitantes de asilo en la frontera sur, reducciones en el número de refugiados que acoge EE UU, prohibiciones de entrada a ciudadanos de ciertos países, restricciones a las visas, trabas para conseguir la residencia e incluso órdenes para desestimar los casos de asilo de quienes huyen de la violencia de género o de las pandillas; el Gobierno de Trump restó poder a los jueces de inmigración, llenó las cortes de apelaciones de magistrados nombrados por su fiscal general y trató de quitar la protección a indocumentados arraigados en el país como los dreamers, miles de jóvenes a los que sus padres llevaron a EE UU cuando eran niños y a los que el expresidente Barack Obama ofreció un alivio migratorio. Muchas de estas medidas han sido desafiadas en los tribunales de Justicia, que han dado marcha atrás a algunas de ellas, mientras que otras siguen en disputa.
La llegada del discurso xenófobo a la Casa Blanca sembró el temor en las comunidades indocumentadas del país. Asesorado por Stephen Miller, un californiano de 35 años al que se ha vinculado con el supremacismo blanco y es considerado el principal arquitecto de las políticas más duras en la frontera, Trump trató también de usar el miedo como elemento diasuasorio de la migración. “Pero estas acciones que sumaban a un clima de crueldad no tuvieron ningún efecto en la disminución del flujo migratorio”, apunta Solares, el abogado guatemalteco. De hecho, durante la presidencia de Trump se han alcanzado récords de detenciones de indocumentados, especialmente después de que se regara el rumor en Centroamérica de que si llegaban a EE UU con un hijo, la Patrulla Fronteriza los dejaría pasar. Entre mediados de 2018 y 2019, a la frontera sur de EE UU comenzaron a llegar miles de padres que habían recorrido México con hijos de la mano e incluso con bebés cargados en brazos. Al contrario de lo que sucedía antes, esos migrantes ya no recurrían a lugares remotos para pasar desapercibidos. Simplemente cruzaban y buscaban a los agentes de la Patrulla Fronteriza para entregarse.
Una vez en territorio estadounidense, las autoridades los procesaban y los liberaban con una citación para ver a un juez. Pero, con las cortes de migración saturadas, ese proceso podía durar meses e incluso años, un tiempo en que los migrantes empezaban a trabajar y enviar dinero a sus familias, mientras los niños estudiaban en escuelas estadounidenses. Eso era posible, en parte, gracias a dos leyes de protección a la infancia que impedían que los menores migrantes fueran encarcelados. A esa tendencia se les sumaron las caravanas: los grupos de centroamericanos que cruzaban México juntos para llegar a EE UU más seguros y sin endeudarse para pagar a los coyotes (traficantes de personas), que podían cobrar hasta 10.000 dólares (unos 8.500 euros) por ese trayecto.
Las imágenes de los éxodos de centroamericanos enfurecieron a Trump. Para él, esos migrantes que entraban a su país con niños se estaban aprovechando de los “vacíos legales” del sistema estadounidense. Su respuesta fue la política de tolerancia cero: un plan que, entre otras cosas, contemplaba la separación de los padres indocumentados de sus hijos “sin importar lo pequeños que fueran” ni el trauma que eso les pudiera generar. El presidente quería mandar un mensaje claro a los centroamericanos: si vienes con un menor, te lo vamos a quitar. Pero las historias y los audios de algunos de esos niños llorando desesperados por ver a sus progenitores conmocionaron al país y le obligaron a dar marcha atrás. Para entonces, miles de familias ya habían sido separadas y, más de tres años después, hay más de 540 niños que siguen lejos de sus padres porque el Gobierno los deportó a sus países de origen y ahora no puede encontrarlos.
Los muros del sur
Pocos meses después de ese revés para el Gobierno, el Departamento de Seguridad Nacional (DHS) anunció su nueva estrategia para frenar la migración en la frontera sur: quienes trataran de ingresar sin papeles podrían ser devueltos a México mientras esperaban la resolución de sus casos en cortes de EE UU. El programa MPP comenzó en enero de 2019 en Tijuana y poco a poco se fue extendiendo a otros puntos de la frontera. Pero el descenso en los flujos migratorios no se produjo hasta junio de ese año, después de que el gabinete del presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, se comprometiera a aplicar más mano dura con los centroamericanos que cruzaban su territorio.
El convenio, alcanzado después de que Trump amenazara a México con imponer aranceles a sus productos si no hacía más por frenar la migración, contemplaba el despliegue de la recién creada Guardia Nacional mexicana en las fronteras y aumentar el número de personas retornadas bajo MPP. “Amenazaron con unos aranceles que iban a afectar de manera terrible la economía del país, y México decidió convertirse en el muro, externalizar la frontera de EE UU a nuestra frontera sur [la de México]”, dice Soraya Vázquez, subdirectora de la organización binacional Al Otro Lado, que asiste a solicitantes de asilo en Tijuana. “Trump dice burlonamente y sarcásticamente: ‘Ya tienen 25.000 guardias cuidando la frontera, están pagando por el muro’. Y ciertamente no es una construcción, pero es un muro conformado por agentes de la Guardia Nacional, del Ejército y de varias corporaciones y así se ha evitado que las nuevas caravanas que se han formado logren llegar”, agrega.
Las imágenes de la Guardia Nacional reprimiendo a las caravanas sorprendieron en México, donde el presidente López Obrador había llegado a la presidencia promoviendo un discurso humanitario con los centroamericanos, que se fue transformando a medida que llegaban las presiones de Washington. Pero él no fue el único en comprometerse con Trump a frenar el tránsito de migrantes rumbo al norte: los presidentes de Guatemala, primero, y El Salvador y Honduras, después, también aceptaron, tras unas negociaciones no exentas de amenazas, que EE UU les enviara a migrantes de otros países que llegaron a su territorio a pedir refugio.
En la práctica, el país centroamericano donde más se han visto los efectos de esos acuerdos ha sido Guatemala, que recibió a cientos de hondureños y salvadoreños retornados desde EE UU antes de la pandemia y que tuvo un rol importante en la disolución de la última caravana de migrantes formada a principios de octubre en Honduras. Sin embargo, el abogado guatemalteco Pedro Pablo Solares cree que la “deportación masiva” no era el principal objetivo del convenio, sino el mensaje que podría enviar a las “poblaciones migrantes de que ir a EE UU a solicitar asilo ya no iba a ser una opción”.
Además, Solares sospecha que los anexos del acuerdo alcanzado entre ambos países, que no se han hecho públicos, podrían tener las bases que permiten a Washington llevar a cabo operaciones ilegales como las recientemente reveladas por un informe del Senado estadounidense, según el cual agentes de la guardia fronteriza de ese país (la CBP) participaron en la deportación de migrantes hondureños en territorio guatemalteco sin tener autorización para ello.
Encerrados del lado de afuera
Cada vez que atraviesa la puerta de un negocio, Josué, que pide no revelar su apellido por seguridad, dice que siente que vuelve a tener una vida. Hace un año y tres meses que este hondureño de 29 años vive rodeado de cientos de migrantes en una tienda de campaña que comparte con su pareja y sus tres hijos de siete, 10 y 14 años en la ciudad fronteriza de Matamoros, en México. Volver a estar entre cuatro paredes, aunque sea por unos minutos, le hace soñar con un poco de normalidad.
“En el tiempo que llevo aquí, he visto muchas cosas: personas que se han quedado locas, mujeres dando a luz con la ayuda de otros migrantes, delincuentes, cárteles golpeando a la gente, y nadie hace nada”, relata. Así describe su experiencia viviendo en un campamento de refugiados situado en una margen del río Bravo, un lugar que está simultáneamente a solo unos metros y a años luz de Estados Unidos. “He visto a niños con una mente diferente, no como un niño normal, porque están aquí sin poder distraerse y sin estudiar, y en el fondo estamos viviendo en una carpa que es pequeña, que no es como una casa y no tenemos luz. Yo tengo más de un año de no ir a un sanitario que no sea compartido”.
Josué salió de la colonia López Arellano, en el departamento hondureño de Cortés, el 17 de mayo de 2019, dos días después de que la mara Barrio 18 matara a una de sus tías y al esposo de esta. Su familia cree que el asesinato fue una represalia por el trabajo que hacía su padre en una iglesia evangélica rehabilitando a jóvenes pandilleros. Decidieron migrar porque sentían que, si se quedaban, su vida también corría peligro. Pero, según dice, su intención nunca fue llegar a EE UU. De hecho, hizo los trámites para pedir una visa humanitaria en Tapachula, en el sur de México, pero un día se encontró a dos pandilleros del grupo que mató a sus tíos y tuvo que huir de nuevo con su mujer y sus tres hijos, esta vez rumbo al norte. Tras varias semanas en tránsito, haciendo autostop y buscando cualquier trabajo temporal para sobrevivir, el 29 de julio los cinco cruzaron el río Bravo desde Reynosa (Tamaulipas) y llegaron a Hidalgo (Texas), para pedir asilo. “Les dije a los oficiales: ‘Ayuda, por favor. No podemos regresar porque tenemos miedo”, recuerda Josué. “Y me dijeron que estaba en un programa que se llamaba MPP y que iba de regreso para México”.
Campamento de migrantes de Matamoros, Tamaulipas.
El acrónimo con el que se chocó la familia hondureña, MPP, son las siglas en inglés que definen a los Protocolos de Protección de Migrantes, otro de los muros virtuales con los que el Gobierno de Trump ha conseguido frenar la llegada de inmigrantes y solicitantes de asilo. Desde que se implementó el programa en enero de 2019, EE UU ha regresado a más de 67.000 personas, la mayoría centroamericanas, a peligrosas ciudades fronterizas mexicanas mientras esperan que una corte estadounidense vea sus casos de asilo. Una vez en México, los afectados no pueden hacer mucho más que preocuparse por sobrevivir. Para la mayoría, conseguir un abogado que les ayude a defender y traducir sus casos es casi imposible.
“Se llaman Protocolos de Protección de Migrantes pero no tiene nada que ver con protegerlos. De hecho, los pone en un gran peligro y les hace mucho más difícil conseguir protección y asilo en EE UU”, afirma Kennji Kizuka, un investigador especializado en derechos de los refugiados de la organización no gubernamental Human Rights First. Hasta mayo de este año, ese grupo había registrado al menos 1.114 casos de asesinatos, violaciones, secuestros, torturas y otro tipo de ataques violentos de los que fueron víctimas los migrantes de ese programa, y es probable que el número sea mucho mayor, ya que muchos no se atreven a denunciar.
Además, según un análisis de casos de las cortes de migración del Centro de Información y Acceso de Registros Transaccionales (TRAC) de la Universidad de Syracuse de Nueva York, apenas el 7,3% de los solicitantes de asilo llega a sus audiencias judiciales con representación legal, mientras que solo 585 de los más de 43.250 casos cerrados (un 1,3%) han obtenido refugio o algún tipo de alivio migratorio. “El Gobierno de EE UU está poniendo todos los obstáculos que puede y está haciendo sufrir a las personas de una forma inhumana con el fin de que ya no vengan. Es una forma de cerrar la frontera”, asegura Jodi Goodwill, una veterana abogada de inmigración de Harlingen (Texas). Ella es una de las pocas que se atreve a cruzar el puente fronterizo a Matamoros para asistir legalmente a los afectados por el programa en Tamaulipas, a donde el Gobierno estadounidense recomienda no viajar a sus ciudadanos por el incremento de la actividad criminal, la violencia y riesgo de secuestros.
La pandemia, una inesperada aliada de Trump
A pesar de todo, ninguna medida tomada por la presidencia de Trump hasta ahora parece haber sido tan potente como el coronavirus, que ha conseguido de manera efectiva cerrar la frontera sur a nuevos solicitantes de asilo. Para combatir la pandemia, el 21 de marzo, EE UU acordó con México y Canadá prohibir los viajes no esenciales por tierra entre sus fronteras. Invocando el título 42 de la ley de inmigración estadounidense, la Patrulla Fronteriza ha expulsado de manera inmediata a más de 197.000 migrantes, con el pretexto de preservar la salud pública. Además, miles de solicitantes de asilo que habían sido enviados a México en el último año mientras esperaban sus audiencias en EE UU han visto sus citas postergadas en numerosas ocasiones y viven con la incertidumbre de cuándo volverán a recibirlos.
Ese es el caso de Josué. Él y su familia ya habían ido dos veces a las carpas improvisadas en la frontera en las que los migrantes devueltos a México se presentan ante un juez a través de videollamada. “La primera vez fue uno de los días más feos de mi vida. Nos dijeron: ‘¿Por qué vinieron ustedes aquí? ¿Quién les dio permiso?’ Nos trataron como terroristas, una humillación muy exagerada”, recuerda. La tercera audiencia, en la que debían defender su caso de asilo, estaba programada para marzo, pero cuando llegaron al puente se encontraron con la frontera cerrada. Tras postergar sus citas varias veces, les han convocado el 19 de enero de 2021, aunque las cortes no retomarán los casos hasta que no bajen considerablemente los contagios en ambos países.
Con la frontera cerrada y una pandemia que paralizó el mundo, la incertidumbre aumentó para los migrantes. El limbo se volvió todavía un poco más profundo. La desesperación hizo que algunos regresaran a sus países o buscaran lugares más seguros donde vivir dentro de México, mientras que otros optaron por pedir miles de dólares prestados a familiares y amigos en Estados Unidos para poder pagar a los coyotes y cruzar ilegalmente por el río o por zonas más remotas y peligrosas del desierto. EL PAÍS pudo verificar cómo un traficante de personas tenía a unos 50 migrantes vestidos de camuflaje y esperando para cruzar en una casa de seguridad a unos tres kilómetros de la frontera entre Naco (Arizona) y Naco (Sonora). En el campamento de Matamoros, donde están Josué y su familia, pasó de haber más de 2,000 personas a unos 500, según la estimación de varios migrantes y organizaciones que los asisten.
Y para los que siguen allí, la situación es cada vez peor. En junio, en el campamento se detectaron los primeros casos de coronavirus; en julio, los migrantes fueron afectados por el huracán Hanna, que inundó parte del asentamiento y obligó a desplazar algunas carpas e incluso el hospital de campaña que una organización montó para atender la crisis sanitaria. Con las inundaciones llegó una invasión de roedores y serpientes y, en agosto, encontraron ahogado en el río Grande al líder de los migrantes guatemaltecos, Rodrigo Castro de la Parra, de 20 años. Además, con la llegada de la pandemia, las autoridades mexicanas restringieron el acceso a los voluntarios que llevaban comida y otro tipo de ayudas, como programas para los niños que viven ahí sin acceso a educación formal.
“La pandemia ha agudizado las condiciones de precariedad en las que viven. Hay una situación también muy delicada en términos de salud mental: hay una crisis generalizada de mucha ansiedad, depresión, incertidumbre… Ese estado de salud emocional generalizado no les ayuda a tomar buenas decisiones”, dice Soraya Vázquez, de Al Otro Lado.
Kennji Kizuka, de Human Rights First, asegura que la situación en lugares como Matamoros se está volviendo más violenta. “Estamos oyendo que los migrantes se están convirtiendo cada vez más en objetivo de los carteles”, cuenta. “Hace unos meses, a un hombre bajo MPP le secuestraron y le cortaron el dedo porque la familia no podía pagar el rescate. Cuando le liberaron se fue al puerto de entrada a pedir que le sacaran del programa por lo que le había pasado y los agentes fronterizos no le quisieron ni dar una entrevista porque le dijeron que la frontera estaba cerrada por la covid”.
Grupos de derechos humanos y abogados de migración han advertido de que el Gobierno de Trump está usando la crisis sanitaria para dar un último golpe a las leyes de asilo. “El presidente está tratando de explotar la crisis mundial vigente para tratar de llevar a cabo su agenda antiinmigrante al usar los CDC (Centros de Control de Enfermedades) con fines ideológicos”, escribió en un comunicado Melissa Crow, abogada del proyecto de justicia migratoria del Southern Poverty Law Center (SPLC).
Pero los motivos por los que huyen los migrantes son difíciles de frenar y, aunque el temor a la enfermedad generó una caída en el flujo en la frontera los dos meses posteriores a su cierre, en junio el número de aprehensiones regresó a los niveles previos a la pandemia y no ha parado de crecer desde entonces.
Y los migrantes siguen siendo expulsados de sus países, empujados ahora por unas economías muy golpeadas por la pandemia en México y Centroamérica. “Si algo nos ha enseñado la historia reciente es que, independientemente de las medidas de coerción establecidas por los Gobiernos, el flujo migratorio responde a dos grandes preguntas: cuántas personas necesitan irse de los países expulsores y cuántos trabajadores necesita la economía estadounidense para poderse mantener a flote”, reflexiona el abogado guatemalteco Pedro Pablo Solares. “Creo que independientemente de quién gane la elección del 3 de noviembre, va a ser la respuesta a esas dos preguntas la que va a determinar cuánto va a aumentar o decrecer el flujo migratorio”.
La migración y el muro, los temas que coparon los titulares en su carrera a la presidencia y a los que Trump ha recurrido a menudo durante su Administración, han estado prácticamente ausentes de la campaña de este año, marcada por la crisis sanitaria y la debacle económica. En el último debate, cuando le preguntaron por los más de 500 niños separados de sus padres en la frontera que su Gobierno aún no había conseguido reunir, el mandatario dijo que estaban trabajando en ello y defendió sus políticas de inmigración: según él, la práctica anterior de soltar a los inmigrantes en territorio estadounidense mientras esperaban la resolución de sus casos era “un desastre” que permitía entrar al país a asesinos, violadores y malas personas, un discurso que recuerda al de su campaña en 2016.
Joe Biden acusó a Trump de ser “el primer presidente de la historia de EE UU” en mandar a los solicitantes de asilo a otro país a “esperar en medio de la mugre al otro lado del río”. El candidato demócrata, que ha prometido acabar con MPP el primer día de su mandato si llega a ganar, conoce la situación en la que viven los migrantes bajo ese programa después de que su esposa Jill visitara el campamento de Matamoros en diciembre pasado.
Para los expertos en derecho migratorio y de asilo, aunque gane Biden, algunos de los cambios implementados por Trump podrían tardar mucho en revertirse y tener efectos a largo plazo en el sistema estadounidense. “Algunas cosas se podrán cambiar muy rápido porque ha sido a través de órdenes ejecutivas o normas internas. Otras tardarán más, como las que tienen que ver con los jueces que fueron contratados, y habrá algunos cambios de más largo plazo, como ajustar los estatutos de inmigración y asilo para hacer más claro lo que dice la ley y evitar que esto se repita en el futuro”, afirma Kennji Kizuka. Aunque cree que, con la apremiante crisis del coronavirus, es probable que muchas cosas nunca se cambien.
Un editorial reciente del diario The New York Times titulado ‘La reforma de migración de Trump es peor de lo que piensas’ insta a “rechazar, con leyes y acciones, el racismo, la crueldad y la xenofobia de la Administración Trump, lo que reafirmará que EE UU es una nación de inmigrantes”.
Cuando Jill Biden visitó Matamoros, Josué pudo hablar con ella. Le dijo que si ganaba su esposo iban a ayudar a los migrantes del campamento. “Esperemos en Dios que las palabras que me dijo se cumplan”, afirma el migrante hondureño. Josué dice que no le tiene rencor a Trump, pero que reza todos los días para que “cambie su corazón” y para que el próximo presidente de EE UU “acabe con el sufrimiento” que viven. “Lo que quiero es ver a mis hijos estudiando, trabajar por ellos, verlos durmiendo en una cama. Eso es lo que pido, que nos dejen entrar para luchar por nuestra familia. EE UU es un país en el que se respetan las leyes y eso es lo más importante”, dice en un mensaje que, con unas u otras palabras, suelen repetir los migrantes centroamericanos.
Por eso, sin importar cuántas trabas les pongan, siguen esperando una oportunidad. Siguen creyendo en el famoso ‘sueño americano’, esa idea de que cualquiera, con trabajo y esfuerzo, puede progresar sin importar su origen; un sueño que, en la parte de América en la que nacieron, en los márgenes más pobres, desiguales y violentos de los países más castigados, se les hace inalcanzable.
Suscríbase aquí a la newsletter sobre las elecciones en Estados Unidos
Source link