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La pareja tóxica que domina Nicaragua: historia de Daniel Ortega y Rosario Murillo



Rosario Murillo y Daniel Ortega en un acto político en Managua, en agosto de 2018.INTI OCON (AFP/Getty Images)

Sergio Ramírez, el ilustre historiador, novelista y exvicepresidente de Nicaragua, podría haber estado con sus desafortunados amigos y otros muchos miembros de la oposición arrestados por el régimen del presidente, Daniel Ortega, y su grotesca esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo, desde el mes de junio. Pero al ver la suerte que habían corrido sus amigos y colegas, Ramírez y su mujer, Tulita, decidieron marcharse del país. Fue una decisión prudente: en septiembre, Ramírez se enteró de que le acusan de blanqueo de dinero y un cargo denominado “provocación, proposición y conspiración”.

Ramírez tiene 79 años, y es cruel que alguien que ama y ha servido a su país con tanta constancia como él sepa que quizá no va a volver a verlo, ni a sus amigos encarcelados, ni su adorado escritorio rodeado de paredes llenas de libros. Por otra parte, un escritor utiliza todas sus experiencias, y la rica colección de novelas y ensayos históricos escritos por Ramírez —60 años de incesante producción— es un homenaje a la trágica y absurda historia de su hermosa patria. Los nicaragüenses sobreviven a su suerte gracias a un sentido del humor muy agudo, y la última novela de Ramírez, Tongolele no sabía bailar, es un relato sombrío, salvajemente divertido y surrealista de los terribles acontecimientos de la primavera de 2018, las protestas estudiantiles que estallaron en Managua y otras ciudades del país y la represión ejercida por Ortega y Murillo, que causó 300 muertos.

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Ramírez cuenta la historia a través del personaje del detective Dolores Morales, que resultó gravemente herido en los años setenta, en la lucha para derrocar al dictador Anastasio Somoza, y ahora lleva una pierna prostética. Sin embargo, lo más fascinante son los demás personajes del libro, todos retratados con diálogos veloces y el impecable oído del autor para capturar el dulce y extravagante español de Nicaragua, con sus “vos” y “vuestros” y sus fascinantes símiles propios del siglo XVI y su alegre uso del lenguaje vulgar cuando la ocasión lo exige. Entre ellos están Tongolele, un alto cargo de los servicios de inteligencia que trabaja en los rincones más ocultos de la Administración; un sacerdote rural amable y heroico; una sorprendente mujer que controla a todos los vendedores y vendedoras ambulantes del país y, de paso, recoge informaciones para Tongolele; y un asesor místico y espiritual de alguien a quien solo llaman “la compañera”. Podría tratarse de la vicepresidenta Murillo; y, aunque en la novela nunca se la ve, ni siquiera se la nombra, Ramírez aprovecha la oportunidad para pisotear gozosamente su sombra.

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El relato que hace la novela de los sucesos de mayo de 2018 es certero, pero es en los momentos en los que Ramírez deja correr más su imaginación cuando más veraz resulta su retrato de Nicaragua bajo el puño del inverosímil duunvirato (régimen político de origen romano) Ortega-Murillo. Después de haber sido vicepresidente o su equivalente durante los 10 primeros años del régimen sandinista, Ramírez conoce muy de cerca tanto a Ortega y sus colaboradores en el inframundo del poder como la vida cotidiana de los nicas. Sin embargo, es posible que a los que no son nicaragüenses les venga bien conocer ciertas claves.

La situación actual es de “irracionalidad, violencia y maldad inimaginables”

Obispo auxiliar de Managua

Ortega tiene 76 años y le encanta emplear el insulto de “vendepatria”, pero en una ocasión él aceptó vender los derechos de una franja del país de 278 kilómetros de longitud, desde el Atlántico hasta el Pacífico, a un siniestro hombre de negocios chino que quería construir un canal paralelo al de Panamá para competir con él. Murillo, a sus 70 años, lleva minuciosamente la cuenta de cada insulto y cada desprecio que ha sufrido y se comunica con unos espíritus que le dicen quiénes son sus enemigos ocultos. Como la policía y los batallones del ejército no bastan para contener a todos los adversarios de la pareja, ahora despliegan grupos paramilitares contra los manifestantes pacíficos. Murillo ordenó que se instalaran en toda Managua unas coloridas y floridas siluetas de árboles para que canalizaran la energía positiva del cielo. Hay fuertes pruebas que indican que Ortega es un pedófilo y un violador. Juntos, estos dos decrépitos personajes han creado lo que monseñor Silvio Báez, obispo auxiliar de Managua (actualmente en el exilio), llama “una situación de… irracionalidad, violencia y maldad inimaginables”.

Daniel Ortega y Rosario Murillo, en Managua en el aniversario de la revolución sandinista, el 19 de julio de 2018.picture alliance (picture alliance via Getty Image)

¿Quiénes son Ortega y Murillo? ¿Cómo llegaron adonde están? ¿Y por qué, después de 42 años de sandinismo, siguen todavía en activo?

Se puede decir que Ortega empezó a vivir verdaderamente en la cárcel. Era hijo de un padre itinerante, un chico de barrio que se incorporó con sus amigos al Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), entonces una organización muy pequeña, como equipo encargado de recaudar fondos: atracaban tiendas y bancos. La primera vez que lo detuvieron y lo torturaron tenía 15 años; un año después lo detuvieron y lo torturaron todavía más en Guatemala, volvieron a encarcelarlo en Nicaragua y salió en libertad gracias a una amnistía general. En 1967, a los 22 años, lo condenaron a 14 años por robar un banco, pero salió siete años antes de lo previsto, cuando sus camaradas guerrilleros secuestraron a unos cuantos rehenes en una fiesta y los intercambiaron por él y otros 13 presos. Unos poemas que publicó Ortega hace mucho tiempo hablan sobre todo de su vida en prisión y son duros. “Si me das comida me culiás, / por tres cigarros la mamo”, comienza uno. En otro describe las torturas que le infligían las autoridades carcelarias casi por diversión: “Patéalo, así, así, / en los güevos, en la cara, / en las costillas. / Pasá el chuzo, la verga de toro, / hablá, hable hijueputa”.

En una reveladora y exhaustiva biografía, El Preso 198, el periodista Fabián Medina Sánchez afirma que Ortega no ha salido nunca realmente de la celda. Cita una entrevista que Ortega concedió a Playboy en 1987 en la que cuenta lo incómodo que se sintió al salir en libertad en 1974, cuando lo enviaron a Cuba, con total libertad de movimientos, y que, durante un breve regreso a Nicaragua en 1976, descubrió que, en realidad, se sentía mucho más relajado en la clandestinidad, encerrado en una habitación de un piso franco, trabajando en calzoncillos bajo el asfixiante calor de Managua, reuniéndose con los miembros de la red urbana sandinista y coordinando la comunicación con los guerrilleros de las montañas. Medina nos cuenta que después del triunfo sandinista, en 1979, Ortega hizo que le construyeran en su enorme casa nueva una habitación pequeña con una ventanita tapada por una cortina y una hamaca en medio, como en la cárcel, y que allí pasaba gran parte del tiempo. También ordenó que le construyeran una habitación similar, salvo que sin ventana, en el edificio de un banco en el que el nuevo Gobierno estableció inicialmente su sede.

Ramírez, que fue vicepresidente de Ortega entre 1985 y 1990 y, por tanto, quien verdaderamente gobernó el país en esos años, confirma esta historia en una conversación y añade que, cuando recogía a Ortega de camino hacia algún acto a primera hora de la mañana, le sorprendía ver que no se sentaba a desayunar sino que comía a toda prisa de pie, y que nunca le apetecía nada más que el desayuno tradicional nicaragüense de arroz con frijoles, tortillas, queso y café solo. Una comida con mejores ingredientes que la porquería que le daban en la cárcel, pero no muy diferente de la que servían allí.

Ortega tiene un hermano menor, Humberto, que es elocuente, ambicioso y muy listo. Hace mucho me dijo de pasada —las palabras no son exactas, pero casi— que en cada familia hay un hijo audaz y destacado y otro que… no. Humberto tiene muchísima más personalidad que su hermano, cosa que no es difícil, teniendo en cuenta que Daniel tiene tanta como una fregona, y entre varios antiguos sandinistas a los que entrevisté hace poco existe el consenso de que, en 1978, la idea de bajar a los escasos guerrilleros de las montañas, donde llevaban años dando vueltas, a las ciudades, donde podían iniciar un movimiento político contra el dictador Somoza, fue de Humberto, aparte, claro está, de las recomendaciones constantes de Fidel Castro.

¿Por qué, entonces, es presidente Daniel y no Humberto? Porque, según dicen, la lucha por el poder entre Humberto y los otros dos máximos líderes de la guerrilla habría roto el FSLN, y acordaron, con reparos, aceptar la sugerencia de Humberto de poner al inofensivo Daniel en el puesto más alto, primero como miembro de una junta de transición formada por el FSLN y la población civil —en la que Ramírez era el máximo representante civil—, y después como candidato presidencial triunfador de los sandinistas en 1984. Pero estamos adelantando acontecimientos; antes tenemos que describir el trascendental instante en el que Daniel conoció a su futura esposa y vicepresidenta, Rosario.

Murillo, a sus 70 años, se comunica con unos espíritus que le dicen quienes son sus enemigos ocultos

Igual que ocurre con la historia de Nicaragua, que es en una medida asombrosa la historia de aproximadamente seis apellidos familiares, los traumas familiares tienden a correr en bucles. Además de su relato de la vida y la época de Ortega, en El Preso 198 Medina incluye un capítulo con informaciones sobre su mujer. Nos cuenta que en 1967 Murillo, una vivaz y rebelde chica de 16 años, dio a luz a una niña en Managua. En el hospital, su madre se la arrebató de inmediato. Firme creyente en el espiritismo y adicta a la güija, no dejó que Murillo amamantara a la niña ni una sola vez, convencida de que su leche contenía humores siniestros. Por si fuera poco, expulsó a la joven de casa y la obligó a casarse con el padre, reacio, ignorante y tan joven como ella. La infeliz pareja tuvo un hijo más y luego él falleció, supuestamente por una sobredosis, en 1968.

Mientras tanto, la abuela había bautizado a la niña con su propio nombre, Zoilamérica. Aquí podemos condensar un poco de historia si explico el nombre, que se pronuncia de forma idéntica a las palabras “Soy la América”, no en el sentido de “Estados Unidos” sino refiriéndose a América Latina y su hemisferio. Era un nombre de gran carga política, que se puso de moda hace aproximadamente un siglo, para expresar el rechazo a los marines estadounidenses que ocuparon Nicaragua entre 1912 y 1933. Al mismo tiempo, implicaba la admiración por Augusto César Sandino, que libró una guerra de guerrillas contra los ocupantes y murió asesinado por el jefe de la Guardia Nacional, Anastasio Somoza García. Este acabó fundando una dictadura familiar en 1937. Los guerrilleros que derrocaron al último Anastasio Somoza en 1979 tomaron para su movimiento el nombre del héroe Sandino. Sandino era tío de la matriarca Zoilamérica, de forma que para esta el nombre era motivo de especial orgullo.

Manifestación en recuerdo a los fallecidos durante las protestas de 2018 en Nicaragua, en abril de 2019.INTI OCON (AFP)

Murillo se convirtió en una adulta intrépida. Se casó una segunda vez; empezó a participar en grupos de poesía; escandalizó a su madre porque iba a fiestas en las que se fumaba marihuana; recuperó a sus dos hijos, Zoilamérica y Rafael Antonio, al morir su madre; la contrataron como secretaria del editor y director del venerable periódico de oposición La Prensa; se unió a la estructura clandestina de apoyo al FSLN; se divorció; publicó un primer librito de poemas (los mexicanos cantan rancheras, los nicaragüenses escriben poemas); se casó por tercera vez, con un cuadro medio sandinista llamado Carlos Vicente Ibarra; y, cuando estaba embarazada, huyó del país con su flamante marido en un periodo especialmente brutal de represión somocista. La primera parada fue Caracas, con los dos convencidos de que no querían saber nada más de política y lo único que deseaban era estudiar cine en París y rodar películas. Murillo estaba paseando entre los objetos y los retratos expuestos en la casa en la que nació el héroe de la independencia latinoamericana, Simón Bolívar, cuando se topó con otro nicaragüense con el que había mantenido correspondencia cuando él estaba en prisión, un hombre imperturbable de gruesas gafas cuadradas: Daniel Ortega. Según Murillo, le impresionaron al instante “su delgadez y su magnetismo”, que le resultó “electrizante”.

Por su parte, Ortega dijo posteriormente que era hombre de pocas palabras: “Soy más de acción. Hay una comunicación más fuerte e intensa, que es la que se hace con la mirada”. Poco después de cruzarse la mirada con Murillo y, es de suponer, de que esta renovara su compromiso con el sandinismo, a Ortega lo nombraron portavoz del FSLN en el extranjero y se estableció en Costa Rica. Más tarde, una Murillo en avanzado estado de gestación llegó a San José con su marido y sus hijos. A Ibarra lo enviaron inmediatamente a Cuba a estudiar cine y Ortega y Murillo se fueron a vivir juntos, dos hambrientos exiliados de escasos recursos y gran fervor revolucionario, casi escondidos todo el tiempo incluso en el extranjero.

La tumultuosa vida de la pareja estuvo salpicada de sucesos dramáticos. El antiguo jefe de Murillo en La Prensa, Pedro Joaquín Chamorro, un personaje muy conocido entre cuyos antepasados había cuatro presidentes de Nicaragua, que había participado en expediciones armadas contra el primer Somoza y había sufrido condena en las monstruosas prisiones del segundo, murió asesinado por orden del tercer Somoza en enero de 1978, lo que desencadenó una breve rebelión popular sin precedentes.

En agosto de ese mismo año comenzó una segunda revuelta, en la que la extraordinaria Dora María Téllez, de 22 años, fue la Comandante Dos. Dirigidos por Edén Pastora, el Comandante Cero, 25 guerrilleros vestidos con uniforme del ejército fueron en dos camiones hasta un edificio popularmente conocido como la Pocilga, en realidad el Palacio Nacional, que albergaba el Senado y la Cámara de Diputados. “[Nuestro] camión tenía que ser de color verde oliva, pero no pudimos encontrar pintura de ese color, así que la cubrimos de verde loro”, recordaba Téllez cuando la entrevisté, un año después. Para cuando las fuerzas de seguridad se dieron cuenta de que no habían estado atentos a los distintos matices de verde, los guerrilleros ya controlaban todos los lugares estratégicos del edificio y habían capturado a unos 2.000 rehenes.

Entre la elegancia de Pastora, la juventud de Téllez y el descaro de la toma del Parlamento, los sandinistas tenían algo que atrajo de inmediato la atención de todo el mundo y les permitió tener apasionados seguidores por todas partes. Los guerrilleros retuvieron a un par de docenas de rehenes para negociar y designaron a Téllez —que hoy está presa en una cárcel de Ortega— como encargada de las negociaciones. Dos días más tarde, Somoza aceptó sus condiciones para el rescate y puso en libertad a 59 presos sandinistas. Los guerrilleros, los presos liberados y un puñado de rehenes fueron en un autobús escolar de color amarillo al aeropuerto, donde embarcaron en un avión rumbo a Cuba. Pero durante el recorrido pasó algo que sorprendió tanto a Somoza como a quienes le habían desafiado. A ambos lados de la carretera había miles de managüenses, en su mayoría muy pobres, lanzando vítores y riéndose por un motivo completamente nuevo: “los muchachos” le habían hecho una buena jugarreta al viejo cabrón de Somoza. En los meses posteriores, el número de personas que se incorporaron al movimiento sandinista alcanzó niveles casi inabarcables, a medida que la insurrección se fue extendiendo por toda Nicaragua.

Sergio Ramírez, Daniel Ortega, Violeta Chamorro, Alfonso Robelo y Moisés Hassan, miembros del nuevo gabinete de Gobierno, juran el cargo en 1979.Bettmann (Bettmann Archive)

En julio de 1979 Somoza huyó del país. Los dirigentes sandinistas se reunieron en Managua, asombrados por la rapidez de la victoria. En general eran increíblemente jóvenes, con escasa educación —­muchos, como Ortega, habían interrumpido sus estudios para empuñar las armas contra Somoza— y recurrían a los consejos de Castro en todos los aspectos. No eran conscientes de una ley fundamental de la política: se puede ceder voluntariamente el poder, pero no se puede pedir que lo devuelvan. De modo que así fue como Daniel Ortega, designado para encabezar una junta de transición formada por civiles y sandinistas, emprendió el camino que le llevaría a ser el hombre más poderoso del país. Con Murillo y sus tres hijos, a los que adoptó, se mudó a una lujosa mansión requisada a uno de los más ricos de Nicaragua. Los guerrilleros se lanzaron a buscar por toda Managua casas que confiscar y en las que instalarse, cuanto más lujosas, mejor. ¿Dónde si no iban a vivir los vencedores?, debieron de pensar. Posiblemente no en las casas de la oligarquía a la fuga.

Es difícil saber si, cuando se estableció en su nuevo hogar, Murillo era ya consciente de que su marido acostumbraba a entrar en la habitación donde dormía su hija mayor, Zoilamérica, que entonces tenía 11 años. La niña tuvo que sufrir años de abusos —consentidos o ignorados por su madre, según me contó Zoilamérica en una entrevista— hasta que se sintió lo bastante fuerte como para denunciarlos públicamente. Por fin, el 2 de marzo de 1998, Zoilamérica, una mujer de 30 años alta y esbelta licenciada en Sociología, se sentó ante una muchedumbre de periodistas y anunció que su padrastro y presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, era un violador.

“Desde que tenía 11 años sufrí agresiones sexuales… [el presidente] repetidamente y durante muchos años… Recuperarme de los efectos de esa agresión prolongada, con sus abusos sexuales, amenazas, acosos y chantajes, no ha sido fácil”.

En una declaración prestada ante el juez de 40 páginas llenas de dolorosos detalles, 10 semanas después de la rueda de prensa, Zoilamérica relató, entre otras cosas, que en Costa Rica, cuando era niña, Ortega entraba a hurtadillas en la habitación que compartía con su hermano pequeño y la manoseaba mientras ella, paralizada, avergonzada y horrorizada, fingía estar dormida. Más tarde, en Managua, las agresiones sexuales continuaron en la intimidad que les concedía el número de habitaciones de su nueva casa. Zoilamérica tenía dormitorio propio, así que allí podía toquetearla relativamente en privado. La obligó a pasar muchas horas en la habitación sin ventanas dentro de su despacho. Cuando estaba en el baño, Ortega la espiaba por el ojo de la cerradura, pero luego se aficionó a entrar de pronto. Con el tiempo, escribió en su declaración, Ortega “ya no se limitaba a mirarme mientras me bañaba; se… masturbaba. Era horrible, a aquella edad, ver a un hombre apoyado contra la pared para no caerse, sacudiéndose el pene como en otro mundo, inconsciente incluso de sí mismo”.

Hasta que Zoilamérica llegó a la pubertad. Entonces, Ortega entró una noche en su habitación, la examinó, dijo: “Ya estás lista”, y la violó.

En la primera de las novelas del detective Morales escritas por Sergio Ramírez hay un detalle oculto. Es poca cosa, pero los lectores nicaragüenses sabían por qué estaba ahí: Morales ve un camión que conduce un hombre mayor mientras le relata con entusiasmo un cuento a una niña que va en el asiento de al lado. Ella le escucha con la mirada solemne puesta en la carretera. Un abuelo con su nieta, piensa Morales en un instante sentimental poco frecuente. Entonces ve que el camión llega a un motel de los que alquilan habitaciones por horas. Y la segunda novela de Morales aborda la historia de una joven a la que su padrastro, un poderoso empresario, ha violado desde la infancia.

La querella de Zoilamérica contra Ortega no fue a ninguna parte. Uno de los numerosos jueces a los que él había colocado en el sistema judicial dictó que sus presuntos delitos habían prescrito. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos recomendó que la disputa se resolviera mediante una negociación entre las partes. La reacción pública habría sido distinta si Murillo hubiera hablado en defensa de su hija, pero Zoilamérica dice que, en lugar de ello, su madre sintió un arrebato de celos, la acusó de seducir a su padrastro y la expulsó de casa igual que su propia madre la había expulsado a ella. Cuando estalló el escándalo, apareció llorando y sollozando al lado de Ortega mientras este explicaba a la muchedumbre: “Rosario me ha dicho que quiere pedir perdón al pueblo por haber dado a luz a una hija que ha traicionado los principios del sandinismo”.

Después comenzó la transformación física del matrimonio. Murillo iba vestida de forma normal, aunque siempre con cierto grado de adornos, alguna extravagancia que otra. Hoy la vemos con su maquillaje desmesurado, su vestido de estilo indio en colores rosas o turquesas y las docenas de anillos, pulseras, collares y pendientes que se pone cada día para tener buenas vibraciones. Consulta regularmente al espíritu del hermano de Augusto César Sandino (¿por qué no puede comunicarse con el gran héroe personalmente?) y se pasea encendiendo varas de incienso en una casa llena de querubines de escayola y representaciones de Buda. Con su voz aflautada, pasa de predicar paz y amor —como exige el espíritu de Sai Baba, su maestro espiritual indio— a denunciar a “esos cerebros disminuidos que funcionan recibiendo mensajes… de otras galaxias, de otros planetas, que vienen supuestamente con su condición apátrida… La condición indigna de gente que no conoce de amor patrio y espera que de las naves espaciales se emitan las señales que activen sus disminuidos cerebros”.

El escándalo de que Ortega hubiera violado sistemáticamente a su hijastra amainó, pero su veneno continúa emponzoñando la historia de Nicaragua, porque obligó a los sandinistas de todos los niveles a tragarse más mentiras de sus dirigentes: que no cometían actos de corrupción, ni grandes ni pequeños, que en el fondo eran auténticos demócratas, o eran auténticos socialistas; que la mayoría de la población los adoraba; y que, por supuesto, Zoilamérica mentía (a pesar de que, como observó un astuto periodista nicaragüense, en la promiscuidad y el todo vale que siguió a la victoria sandinista, los íntimos de Ortega daban por sentado que su atractiva hijastra, tan crecida, era su amante: “Lo que sorprendió a todo el mundo fue la revelación de que además era un pedófilo”).

Cristiana Chamorro no pudo presentarse a las últimas elecciones: lleva bajo arresto domiciliario desde junio

Durante los largos años de abusos sufridos por Zoilamérica (cuando hizo su acusación pública, para intentar detener la persecución incansable de Ortega, ya estaba divorciada y tenía dos hijos), la política nicaragüense siguió evolucionando en círculos. En 1990, Ortega cayó derrotado en las urnas por la quinta presidenta de la familia Chamorro: Violeta, una mujer recta y piadosa, viuda del director de periódico asesinado Pedro Joaquín Chamorro. Jimmy Carter fue uno de los líderes que convencieron a Ortega y la dirección del partido sandinista de que debían reconocer la victoria de Violeta Chamorro. Cinco años después, el antiguo vicepresidente de Ortega, Sergio Ramírez, dejó el partido y fundó un movimiento de oposición con otros sandinistas disidentes. Ortega pasó los siguientes 17 años tratando de recuperar la presidencia.

Ortega y Murillo, en un mitin electoral en Granada (Nicaragua) en octubre de 2006.

Fabián Medina nos recuerda que Ortega consiguió su propósito gracias a una habilidosa utilización de la Constitución, que permitió que un candidato pudiera ganar solo con obtener el 35% de los votos. Tras algún otro forcejeo más, Ortega regresó al poder en 2007, con el 38,07% del voto, y es presidente desde entonces. Su versión corrupta y dictatorial del sandinismo ha destruido los mejores logros del movimiento. El tenaz periodista Carlos Fernando Chamorro —exsandinista, hijo de Violeta y Pedro Joaquín, y fundador y director de la inestimable revista digital Confidencial— lo resume así:

“Ortega reinstauró el fraude electoral como práctica habitual, prohibió y reprimió a la oposición y estableció su monopolio de los estamentos del Estado —la Corte Suprema, el Consejo Supremo Electoral y la Contraloría General—, además de poner las joyas de la transición democrática, las Fuerzas Armadas y la policía, en manos del matrimonio presidencial”.

No es posible saber si la hermana mayor de Carlos Fernando Chamorro, Cristiana —que era una de quienes habrían podido enfrentarse a Ortega—, habría resultado elegida presidenta el 7 de noviembre si no se encontrara bajo arresto domiciliario desde junio. Pero la pareja gobernante, con una red de “asociaciones populares” de espionaje y encuestadores privados de primera categoría a sus órdenes, debió de pensar con pánico que la victoria de Chamorro era una probabilidad real; si no, no se habrían arriesgado a sufrir el oprobio internacional y las nuevas sanciones que inevitablemente se produjeron tras las medidas tomadas contra ella —aspirante a convertirse en la sexta presidenta de la familia Chamorro— y el encarcelamiento igualmente indignante de otros seis candidatos que podrían haberse presentado contra Ortega y la copresidenta honoraria, Rosario Murillo (Ortega la ascendió de vicepresidenta a este nuevo cargo justo antes de las elecciones).

Ortega y Murillo continúan en el poder a pesar de una abstención del 40 o del 80%, según quién haga el cálculo

En cualquier caso, se celebraron las elecciones en Nicaragua y no sucedió nada que no estuviera previsto: Ortega y Murillo continúan en el poder a pesar de una abstención de entre el 40% y el 80%, según quién haga el cálculo. Con ayuda de los jueces al servicio de la pareja, se acreditó la limpieza de su victoria, pese a que los siete aspirantes a candidatos detenidos no están aún en libertad, como tampoco lo están las otras docenas de activistas, líderes de la oposición, abogados, periodistas y ciudadanos corrientes arrestados desde junio. La mayoría de los presos son ancianos, y varios de ellos se encuentran en unas condiciones terribles de hambre y tortura psicológica.

Pero las supuestas elecciones son un capítulo sin importancia en esta descorazonadora telenovela. Lo que importa es qué va a pasar ahora. ¿Acaso unas sanciones internacionales nuevas o más estrictas van a poder conseguir algo aparte de agravar las privaciones de una ciudadanía muy pobre? ¿La terrible campaña de asesinatos dirigida por Ortega y Murillo contra los líderes estudiantiles y campesinos en 2018 ha paralizado para siempre a la población en el terror, la desesperación o la indiferencia? ¿Se rebelará el orondo y satisfecho sector empresarial —hasta hace poco el mejor aliado del régimen— ahora que la policía ha encarcelado a dos de sus principales representantes? Los nicaragüenses, tanto en el país como en el exilio, esperan ansiosos a saberlo. Tal vez no ocurra nada. Tal vez, en una de esas sacudidas impredecibles que experimenta a veces la historia, haya algún gran cambio que venga a aliviar el sufrimiento de este atribulado país.

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