Larisa Borisova (63), se levantó este domingo, recogió los huevos duros que hirvió y pintó el día anterior, los metió en una cesta junto a las velas, un pastel y una botella de licor, se anudó un pañuelo en la cabeza y caminó arrastrando los pies hasta la iglesia de la virgen de Pochaev en Bucha para celebrar la Pascua, la celebración más importante del calendario ortodoxo después de la Navidad.
Antes de la guerra esta era una ciudad de unos 35.000 habitantes, pegada a la capital, Kiev, pero desde principios de mes es mucho más que eso. Es un nombre vinculado a una de las matanzas más salvajes desde la guerra en la antigua Yugoslavia. Durante las cuatro semanas que duró la ocupación rusa del municipio, cientos de personas fueron asesinadas y durante días aparecieron cuerpos tirados en las calles sin que nadie se atreviera a enterrarlos por miedo a ser rematado. Desde entonces la tristeza se instaló en sus calles y mujeres como Larisa son como el agua tras la sequía. Las primeras sonrisas que se ven después de dos meses de terror.
El camino de su casa a la iglesia es un paseo por el túnel de los horrores: viviendas destruidas, fachadas perforadas por los proyectiles, vehículos calcinados, techos desplomados, tanques abandonados y cascotes esparcidos como testigos de una batalla que terminó en masacre, pero donde cada metro fue defendido como si la invasión de Ucrania se decidiera en esa manzana. La cafetería que antes ofrecía capuchinos y expresos a 20 grivnas (unos 63 céntimos de euro) es hoy un local reducido a cristales y cascotes.
El monje recibe uno a uno a los feligreses como quien recibe a un familiar en el salón de casa. De hecho, esta pequeña iglesia fue la casa de todos ellos durante varios días, cuando los misiles sobrevolaban las cabezas de los vecinos mientras su barrio se caía a pedazos. El religioso, de sotana roja con bordados dorados, los abraza, les pregunta por su salud, por la familia, los consuela y les da ánimo “porque hoy resucitó Cristo y hoy resucita la vida”, explica.
Uno de los más devotos es Volodímir Kutzenko, un joven de 20 años que reza como nunca antes. Musita ante una imagen de la Virgen, extiende las palmas de las manos, levanta la mirada al cielo y vuelve a musitar. “Lo hemos pasado muy mal, durante días soportamos disparos y más disparos de los ‘orcos’, como llamamos a los soldados rusos. Vimos morir a vecinos que se quedaron ahí, ahí o ahí…”, dice extendiendo el brazo para señalar trozos de jardín donde antes de la invasión paseaban vecinos y jugaban niños. Que la vida vuelve al lugar lo demuestra el humor negro que destila, ¿qué profesión tengo? “Electricista. Tal y como ha quedado todo voy a tener más trabajo que nunca”, responde irónico.
El monje reparte agua con un plumero que parece el cepillo de un barbero. Moja las cestas de ofrendas y las cabezas de los feligreses con el mismo entusiasmo hasta que una pareja de soldados entra al templo y hacia ellos dirige todas las atenciones. “¿Qué necesitan?, ¿están bien?, ¿quieren hablar?”, les pregunta. El primero llega con el casco en la mano lleno de huevos de colores y el segundo se enfila hacia un cuadro de la virgen ante el que se queda largo tiempo musitando. Antes de terminar besa la imagen y se hace varias veces la señal de la cruz sobre el pecho. “Gracias a Dios y a nuestras tropas que nos protegen y nos ayudan a que hoy estemos vivos y podamos celebrar la Pascua. Gracias a que ellos que defienden el país, hoy podemos rezar por los que están y por los que no están”, dice el sacerdote.
Svitlana Kurchenko, de 62 años, se entrega con devoción a una imagen de la Virgen antes de enfilar el camino a casa. ¿A qué le reza? “A que el odio no me quede dentro y me permita seguir adelante sin ánimos de venganza ni rencores hacia quien tanto daño nos ha hecho”, dice con la generosidad de quien cree firmemente en la imagen que tiene delante. “Para los que hemos sufrido tanto y no tenemos nada, la religión ha sido la única protección que nos quedaba hasta que llegó la tranquilidad”, dice Kurchenko, una de las 1.800 personas, de las 35.000 que había en Bucha, que se quedaron durante la ocupación rusa. A pocos metros de aquí, junto a la iglesia de San Andrés en la que antes rezaba, está la fosa con 50 cuerpos ejecutados, convertida en una de las principales pruebas de la justicia internacional para inculpar al régimen de Putin de crímenes contra la Humanidad. El lugar, visitado en las últimas semanas por autoridades, forenses y políticos de toda Europa en busca de pruebas, es un páramo frío y silencioso en el que solo quedan el plástico de las bolsas negras que sobraron de la exhumación.
Pero el silencio y la tranquilidad es algo relativo que en Ucrania va por barrios. O por regiones. Solo el sábado, cuando comenzaban las celebraciones de la Pascua, cayeron siete misiles en la ciudad de Odesa, al sur del país, dejando ocho muertos y decenas de heridos. “Bastardos, bastardos y bastardos”, se cansó de llamarles el presidente Volodímir Zelenski, cuando este fin de semana comentó la noticia ante los periodistas.
Los ucranios celebraron este domingo la pasión, muerte y resurrección de Cristo una semana después que los católicos, debido a los ajustes del papa Gregorio XIII en 1582, que corregía el retraso de 10 días acumulados en el calendario de Julio César del 46 a.C. Aunque el papa Francisco ha propuesto unificar las celebraciones, la iglesia ortodoxa ha preferido mantener el calendario tradicional. “Es una fiesta que une a la familia. Ahora estamos en guerra y es más importante que nunca seguir con nuestras tradiciones”, defiende Kurchenko sin que se le mueva un ápice el pañuelo con el que cubre la cabeza. “Así que ahora me voy a pasar con mi esposo y mis hijos lo que queda de festividad”, dice despidiéndose con una enorme sonrisa. La sonrisa más grande de la Pascua más triste.
Bendición bajo las bombas en Dnipro
MARÍA R. SAHUQUILLO
En Dnipro, donde un bombardeo contra las vías del tren mató a un hombre este sábado, decenas de personas se han reunido en las iglesias ortodoxas para recibir la bendición de los alimentos y asistir a los servicios de Pascua. La ciudad, en el centro-este del país, un importante nudo de comunicaciones clave para los suministros de las tropas ucranias se ha convertido en lugar de paso para los miles de desplazados del frente este y sur.
Como Larissa, de la región de Donetsk, extremadamente castigada en esta segunda fase de la guerra, que huyó de su casa con su hija pequeña la semana pasada. La mujer, con el cabello cubierto, reza frente a una pequeña iglesia del patriarcado de Ucrania en el centro de la ciudad. Una de las tres construidas recientemente, tras la escisión del patriarcado de Moscú, que el Gobierno ucranio considera el brazo religioso del Kremlin. “No sé donde ir, querría volver a mi casa, pero mis vecinos dicen que la situación allí es horrible”, se lamenta.
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