Toda carrera política conduce inevitablemente al fracaso. Incluso la de Boris Johnson, al que rivales y admiradores han comparado muchas veces con Houdini, el histórico escapista capaz de salir ileso de cualquier aprieto. La “ambición rubia”, como le llamó la periodista Sonia Purnell en una biografía no autorizada, Just Boris (Simplemente Boris), era hasta ahora un experto en caer de pie. La tragedia del primer ministro británico consiste en haber dilapidado en menos de dos años un inmenso capital electoral y de popularidad. En diciembre de 2019, el Partido Conservador, bajo su liderazgo, obtuvo la mayoría parlamentaria más sólida desde la era de Tony Blair. 87 diputados por delante de sus rivales. Y una conquista de especial relevancia: el asalto a la “muralla roja”. La victoria en circunscripciones del centro y norte de Inglaterra donde resultaba impensable que se votara algo distinto al Laborismo.
Esta semana, con los sucesivos escándalos de las fiestas prohibidas en Downing Street y las mentiras en torno al dinero gastado en redecorar su apartamento oficial, la credibilidad de Johnson y las expectativas de voto de los conservadores han tocado suelo. La última encuesta de YouGov, publicada este jueves, concedía por primera vez una ventaja destacada a la izquierda. El Partido Laborista lograba un respaldo del 37%, frente al 33% del Partido Conservador. En apenas dos semanas, las cifras se han dado la vuelta. Pero eso casi es lo de menos, porque, en teoría, no habrá nuevas elecciones hasta finales de 2024. Mucho más grave es que un 68% de los encuestados crea que Johnson mentía cuando negó que hubiera habido una fiesta en el edificio sede de su Gobierno en las Navidades de 2020, en contra de las reglas de confinamiento entonces vigentes. O que uno de cada cinco votantes conservadores confíe mucho menos en su Gobierno, después de ver cómo había respondido a las acusaciones.
El pasado miércoles, mientras Johnson anunciaba a los británicos un endurecimiento de las normas sociales para hacer frente a la amenaza de la variante ómicron del virus, sus dos asesores científicos se veían obligados a poner cara de póker. Los periodistas solo preguntaban por la fiesta de Downing Street. Y apenas un par de horas antes, la asesora de comunicación del primer ministro, Allegra Stratton, había dimitido ante las cámaras, en la puerta de su casa, entre sollozos. Ella era la protagonista del ya infame video emitido en exclusiva por la cadena ITV, en el que el equipo de prensa del Gabinete de Johnson se mofaba del hecho de que hubiera habido fiestas en el edificio. Y eso que Stratton ni siquiera acudió a ese evento prohibido. Pero su risa nerviosa, y el jolgorio del resto, simbolizaba mejor que nada la sospecha extendida desde hace tiempo entre muchos británicos: la vida junto a Johnson es una continua broma. “Sabían que hubo una fiesta, sabían que era algo contrario a las normas; sabían que no podían admitirlo públicamente; y se pensaron que era algo gracioso”, resumía de modo certero esta semana el líder de la oposición laborista, Keir Starmer. En resumidas cuentas, el chiste ha dejado de tener gracia.
Johnson ha dejado caer a Stratton, ha pedido disculpas por el vídeo, ha pretendido mostrarse tan indignado como el que más, y ha puesto a Simon Case, el más alto funcionario de su administración, al frente de una investigación sobre todo lo sucedido. En definitiva, ha pretendido ganar tiempo. Pero para eso necesitaría un reposo ambiental que se le escapa. Un escándalo sucede al siguiente.
Mientras intentaba lidiar con el asunto de la fiesta prohibida, la Comisión Electoral anunciaba una multa de casi 20.000 euros al Partido Conservador por el modo en que canalizó donaciones de decenas de miles de euros para la redecoración del apartamento del matrimonio Johnson en Downing Street. En medio del dictamen de la comisión se escondía una bomba inesperada: el 29 de noviembre de 2020, Johnson había mandado un mensaje de WhatsApp a David Brownlow, el empresario multimillonario tory que había puesto la mayor parte del dinero. Le pedía más. Y era la prueba evidente de que el primer ministro estaba al tanto de la operación, a pesar de que se lo negara todo a Christopher Geidt, el asesor independiente del Gobierno para conflictos de intereses. Geidt exoneró a Johnson. Esta semana se sentía rabioso y traicionado. Su posible dimisión sería otro duro golpe al prestigio del actual Gobierno Conservador.
Sin sustituto
Si Johnson apenas lograba sobrevivir a una semana devastadora, la que se le avecina puede ser aún peor. El próximo martes, la Cámara de los Comunes debe aprobar las nuevas normas impuestas por el Gobierno de Johnson para hacer frente a la nueva ola de la pandemia. El ala más dura y libertaria del Partido Conservador está irritada ante la idea de que se vaya a exigir un certificado covid para acceder a determinados recintos, y ante la confusión expresada por Downing Street, que lo mismo vuelve a recomendar a los ciudadanos que trabajen desde casa que les anima a mantener las cenas de empresa previstas por Navidades. Más de cincuenta diputados -algunos apuntan más alto- podrían votar en contra del Gobierno o abstenerse. Johnson, que goza en teoría de una mayoría parlamentaria envidiable, se vería forzado a la humillación de sacar adelante sus normas con el apoyo de la oposición laborista. “No es buena imagen que un partido no apoye a su líder, y de momento, todo indica que eso es lo que va a pasar”, vaticinaba esta semana la diputada conservadora Pauline Latham.
¿Se acerca el principio del fin de Johnson? Parece aventurado dar al político conservador por acabado. Solo ocurrirá cuando su partido, los tories, una máquina electoral inmisericorde cuando se trata de soltar lastre, estén convencidos de que el primer ministro pone en riesgo su reelección. No existe además en estos momentos ni sustituta ni sustituto con los suficientes apoyos para desafiarle. “Otro primer ministro podría echar mano de las tácticas evasivas habituales: crisis de Gobierno, cambios en el equipo de comunicación, relanzar determinadas políticas”, asegura Paul Goodman, ex director de la página web ConservativeHome y uno de los analistas más certeros e informados del Partido Conservador. “Pero Boris no es un político convencional. Y su problema no son las personas que le rodean. El principal problema de Boris Johnson es Boris Johnson”, concluye.
A la espera de la evolución de una amenaza tan grave como puede ser la variante ómicron del virus, el político conservador puede aferrarse a las vacaciones navideñas para confiar en que el panorama se calme. Pero difícilmente podrá aspirar ya a recuperar su credibilidad, dilapidada esta semana, entre gran parte del electorado. La revolución “johnsoniana”, que iba a convertir al Reino Unido en un nuevo protagonista global en la era post-Brexit, y a reequilibrar la riqueza de las distintas regiones de Inglaterra con un ambicioso plan de inversiones e infraestructuras, se ha diluido en un torrente de acusaciones de corrupción y falta de seriedad. Muchos de los diputados conservadores que comienzan estos días a expresar su nerviosismo no están tan inquietos por las fiestas prohibidas en Downing Street -que también- sino por la perspectiva de media legislatura por delante sin ningún plan de Gobierno, más allá de sobrevivir a la semana siguiente.
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