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La pista del mítico grifo de Astérix conduce al British Museum



Mascarón de proa en forma de grifo en el British Museum.

De manera un poco espuria he formado parte intermitentemente del proyecto Animales invisibles, que codirigen los escritores y viajeros Jordi Serrallonga y Gabi Martínez y que consiste en rastrear por distintos medios y en distintos formatos las huellas de fauna legendaria, extinta, en peligro o muy esquiva. Estuve con ellos al principio, hace años, cuando pensábamos partir los tres camaradas juntos, el escritor, el científico y el periodista, como mosqueteros o personajes del Mago de Oz, en pos de quimeras, criptofauna, animales huidizos, necesitados de protección o desaparecidos. No sé muy bien qué pasó —quizá por carecer de sombrero— pero la tríada devino dúo (juntos han publicado un libro precioso con una selección de los bichos favoritos de cada uno y dibujos de Joana Santamans y prólogo de Viggo Mortensen), y me convertí yo mismo en un animal o un amigo invisible, acaso extinto.

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Ahora Jordi y Gabi han lanzado la web Animales invisibles explorers (http://animalesinvisibles.com/nuestros-exploradores.php), que suma al proyecto la simpática posibilidad de que la gente se involucre como “exploradores” con sus propios animales y de que, rellenando una ficha y aportando el relato de su experiencia, los voluntarios contribuyan a iluminar el mundo con más seres misteriosos. Me han dicho si me quería incorporar como explorer fundacional. La opción de repesca me ha parecido un poco como volver a ser socio de Adena (conservo el carnet de cuando tenía 13 años, número 762), pero también es verdad que difícilmente llegaré ya a ser resident explorer de National Geographic, mi gran vocación.

Curiosamente, todo esto ha coincidido con la búsqueda empecinada de un animal —convenientemente invisible— que me ha llevado de cráneo varios meses. No es un bicho a la altura del picozapato de Gabi que requiere ir a Uganda o Sudán a buscarlo, o la sirena napolitana Parténope de Jordi (personificada en la web en el hermoso cuerpo desnudo en el mar de la actriz y modelo Natalia Álvarez), pero tiene su gracia.

Desde que leí Astérix tras las huellas del grifo (Salvat, 2021), el último álbum del personaje, me obsesioné con la idea de que yo me había encontrado antes en algún sitio con el legendario animal que centra la aventura del galo. El cómic, con texto de Jean-Yves Ferri y dibujos de Didier Conrad y uno de los mejores de la etapa post Gosciny-Uderzo, lleva a Astérix, Obélix y Panorámix a los confines del imperio romano, al Este de Europa (tan de moda gracias a Putin), las tierras de los sármatas, las legendarias amazonas y los no menos míticos grifos. Allí, un territorio híbrido e inconcreto en el que Ferri fusiona a lo Heródoto distintos lugares y tradiciones, también viaja una expedición militar enviada por César en busca de uno de esos animales a fin de exhibirlo en el anfiteatro para aumentar su popularidad entre el populacho. Aparecen varios grifos, uno en un vaso griego, pero los interesantes son los tallados en altos postes de madera que marcan el territorio sagrado de los sármatas y han sido colocados para infundir miedo a los extranjeros.

Viñeta de ‘Astérix tras las huellas del grifo’.

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Unas palabras sobre el grifo (en latín gryphus-i), es un animal fabuloso compuesto por la mezcla de los dos animales que más representan el poder y la nobleza (de ahí su abundante uso en la heráldica), respectivamente en la tierra y en el aire: el león y el águila. Aunque hay variaciones (el mesopotámico, o el grifo egipcio, símbolo del faraón aplastando a sus enemigos), el grifo digamos canónico tiene cuerpo del primero y cabeza y alas de la segunda. Se ha hecho derivar el nombre del griego gurós, curvado, en referencia a las garras. Las zarpas del grifo, por cierto, eran una de las reliquias más apreciadas del Medioevo al considerarse que tenían la propiedad de cambiar de color cuando se sumergían en veneno y permitían así detectarlo. La virtud anti-veneno también se atribuía al cuerno de unicornio, otro interesante animal invisible.

A los feroces grifos se los situaba más allá del país de los escitas, camino de la tierra de los hiperbóreos, según el viajero Aristeas de Proconeso, del que quizá no debamos fiarnos mucho porque se decía que él mismo era capaz de convertirse en cuervo. Primero, tras pasar a los saurómatas, el Mar Caspio y a los masagetas, te encontrabas a los isedonios y luego a los arimaspes, junto a los que estaban los grifos, guardianes de los filones de oro. Vamos, que sólo faltaban los cimerios de Conan.

Una leyenda —aventada al parecer por Ctesias, el médico de Artajerjes, que ya es fuente— hablaba de las luchas continuas entre los arimaspes, de un solo ojo, y los grifos custodios. Virgilio los hizo mezclarse con caballos (lo que quedó como alusión a lo imposible, jungentur jam grypes equis, recordaba Borges), de donde nació el hipogrifo, montura de Ruggiero en el Orlando furioso. En el álbum de Astérix, se apunta, siguiendo las teorías de la estudiosa Adrienne Mayor, que la antigua creencia en los grifos pudo basarse en el hallazgo de fósiles de dinosaurios proteceratops.

Sea como sea, yo tenía la certidumbre de haber visto en algún sitio bestias como las de madera dibujadas por Conrad. ¿Dónde sería? Tras buscar infructuosamente la imagen original en todos mis libros de mitología y arqueología y estar a punto de darme por vencido, hace unas semanas en una visita al British Museum en Londres me topé con el grifo.

Grifo pintado en un vaso griego.

En el museo siempre aprovecho para visitar y saludar a algunos viejos conocidos, mis favoritos: la momia de la mala suerte, los cascos de parada de la caballería romana y la insólita armadura ceremonial de piel de cocodrilo que vistió un soldado también romano en Manfalut, Egipto. Fue ver esa armadura y sentir un chispazo. Los saurómatas, tenidos por antepasados de los sármatas y descendientes de amazonas y escitas, se denominaban así, de sauros, lagarto, y maeotis, por el nombre del Mar de Aral, a causa de su costumbre de llevar corazas de escamas. Así que si estaba en territorio saurómata no debían estar muy lejos los grifos. Esa es una deducción típica de tratar de recorrer todo el British Museum a la carrera en ayunas.

El caso es que salí de la sala 49 entré en la 41 (la de Sutton Hoo y la Europa del 300 al año mil) y ahí en un rincón estaba mi grifo. Estuve a punto de desmayarme de la impresión. Una alta talla de madera de una bestia fabulosa, una criatura feroz con el pico abierto amenazadoramente. Me pareció indudablemente la inspiración de los grifos de Astérix (vale, reconozco que no es un descubrimiento como los de Schliemann, Evans o Carter). Hallado en el río Escalda en Bélgica, se creía que era un mascarón de barco vikingo hasta que los análisis revelaron que es más antiguo, del año 300 o 400. Se lo podía desmontar de la proa del navío, posiblemente para pasar por debajo de puentes. No está claro si fue tallado por artesanos galo-romanos o germanos asentados en el norte de la Galia. ¿Y por qué no podemos creer que fue a raíz de las descripciones de algún vapuleado legionario romano superviviente de una extraña aventura en el remoto Barbaricum? De allí donde cabalgan las amazonas, los grifos custodian el oro y dos galos y su druida ponen límite a las ambiciones de Roma y desatan nuestra imaginación.

Todo vuestro mi grifo, Jordi y Gabi. ¡Buena caza!

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