La policía protege unos caminos y roba en otros. Eso es así en México desde tiempos del decimonónico dictador Porfirio Díaz, y la criminalidad que en las últimas décadas se ha enseñoreado del país no ha hecho más que empeorar la situación. Los agentes se estrenan con vocación y se corrompen; les faltan recursos, pero gozan de impunidad; extorsionan a la población y sufren su desprecio; están gordos y estresados. Cuando los especialistas hablan del cuerpo policial mexicano las frases son lapidarias: “El sistema no corrompe, la corrupción es el sistema”, o “Ya saben lo que les espera, la cárcel o el cementerio”. Cada día muere un policía de promedio en México, un país que todavía no ha situado a la institución en la democracia. Los abusos de autoridad son constantes y crueles cuando no acaban en muertes oscuras, como la que sorprendió al actor Octavio Ocaña el 29 de octubre, muerto de un misterioso tiro en la cabeza y estrellado con su coche tras una inexplicada persecución policial.
“En el Gobierno nadie se ha atrevido a convencer al presidente de que meterle voluntad política y dinero a la policía municipal es fundamental para pacificar al país y reducir el crimen; sin esto no habrá progreso”, dice José Jorge Amador Amador, secretario de Seguridad en Nezahualcóyotl, una conflictiva localidad en el Estado de México, lindera con la capital. Es una de las voces más autorizadas para hablar de ese asunto. En su oficina cuelgan premios y reconocimientos llegados de todas partes por su tarea para recuperar la confianza de la ciudadanía en los uniformados a base de cercanía y resultados. Sería uno de los ejemplos que ha funcionado de ese eslogan que repite el presidente Andrés Manuel López Obrador: abrazos, no balazos. Hay algunas otras ciudades donde la alianza entre la política y la experiencia policial ha dado frutos, pero son pocos, tan pocos que los especialistas en esta materia no pestañean siquiera cuando afirman que el sistema “está podrido”.
Una película de policías. Así se titula el documental que estos días ha estrenado en los cines y Netflix el director Alonso Ruizpalacios. A través de la experiencia diaria de dos agentes muestra las penurias del cuerpo, desde inmundos cuartos de baño hasta la deficiente formación que reciben los cadetes, las mordidas a los ciudadanos, pero también los pagos a sus superiores por llevar una pistola o disponer de un chaleco antibalas. Algunos, los llamados aviadores, pueden incluso pagar a sus mandos por dejar de ir a trabajar un tiempo. El ausentismo es tal que muchas veces un solo agente tiene que enfrentarse a una detención de varios delincuentes. Las extenuantes jornadas y la malnutrición los acompañan. Y la falta de respeto con que los viandantes se dirigen a ellos. Todo es verdad en esa original película. Si acaso se puede objetar que se queda corta. La realidad es aún mucho más frustrante.
La policía suele tener estudios de secundaria, o ni eso. Su formación en la academia es de seis meses, o ni eso. Todos están armados, pero el 21% no ha practicado tiro nunca, un 43% lo hizo una o dos veces al año, un 23% una vez cada dos años… O menos que eso. Estos datos los ha recabado mediante encuestas la organización Causa en común, que preside María Elena Morera. Hay más: a un 14% se les pide una cuota en la institución para salir en un coche patrulla, a un 10% para evitar ser castigados y a un 10% para no cambiarles de adscripción. El 69% jamás ha tenido un ascenso ni un estímulo laboral (65%). “La opacidad en los exámenes periódicos es tal que los pueden despedir si quieren y poner en su lugar a un cuate, por ejemplo”, dice Morera.
La falta de voluntad política para tener un cuerpo de policía como hace falta se manifiesta con todo su descaro en los desempeños a los que les obligan en muchos Ayuntamientos. Algunos detalles los aporta Gerardo Palacios Pámanes, doctor en Derecho y maestro criminólogo, actualmente rector de la Universidad Policial de Fuerza Civil de Nuevo León. Él fue quien dio la vuelta a la policía y a las estadísticas en Guadalupe, a las afueras de Monterrey: “A los agentes a veces les obligan a rehabilitar una plaza pública o cortar la hierba de los jardines, a ir a las casas para entregar papeles oficiales de impuestos, por ejemplo”. ¿Está para eso la policía?
A las nueve en punto de la mañana, Amador se reúne cada día con los comandantes en Nezahualtcóyotl. En la mesa hay cerca de 30 uniformados que se enfrentan como primer punto del día a tres preguntas que resumen bien el quehacer debido de un agente: ¿Cómo le fue ayer a la ciudadanía con la delincuencia? ¿Cómo le fue a la delincuencia con la policía? ¿Cómo le fue a la corporación con la policía? Y cada quien va desgranando las denuncias que recibieron, los delincuentes que apresaron y si alguno de los agentes no estuvo a la altura que demanda la institución. Antes de finalizar leerán algo alusivo a su labor, por ejemplo una nota roja en la prensa. O no, quizá un cuento mexicano. Es parte de la formación humanística que ha introducido Amador en 15 años que ha estado al frente de la seguridad, con el apoyo inequívoco de dos presidentes municipales. En ese tiempo, la carrera de los agentes se ha visto beneficiada, pero también se tardó un año entero en limpiar la casa. “Sacar la corrupción es como desarmar una bomba, si te apresuras te estalla”, dice el jefe.
Amador, como Palacios Pámanes, en Guadalupe, o Alejandro González Cussi, en Colima, o la experiencia de la policía en la capital, son algunos de los pocos nombres que ilustran las escasas buenas prácticas que se dan en México en esta materia. Salidos del ámbito académico y con años de estudios sobre la policía y experiencia en el cuerpo, casi todos han ido implantando modelos similares: dividen la ciudad en cuadrantes y no dejan que la patrulla correspondiente salga de su parcela. Eso garantiza una inmediatez en el servicio y un conocimiento de la zona y sus vecinos, con quienes deben recomponer una relación quebrada durante años. Entre la policía y la ciudadanía hay en México una guerra abierta que se traduce en la desatención de unos y la desconfianza de los otros. El padre del actor Ocaña ha señalado estos días que su hijo no detuvo el auto porque la última vez que le dieron el alto los agentes le sacaron unos 700 dólares de mordida. Son miles o millones los que pueden decir algo parecido.
De modo que no es solo la estrategia policial, muy frecuentemente en manos de militares retirados que se encargan de una seguridad volcada en la disciplina, de la que se ocupan estos nuevos y exitosos jefes: es la cercanía con la población lo que les obsesiona, reconstruir esos puentes rotos. “La principal arma es el cerebro, aquí tienen hasta clases de ajedrez”, dice Amador en su austero despacho. “La segunda es la voz, ellos representan la autoridad fundada en el Derecho. A veces hay que calmar, a veces intimidar, a veces acatar. Una actriz les ha dado clases alguna vez sobre la modulación de la voz”, prosigue el jefe. “Y lo tercero es el físico”. Amador siempre les recuerda que deben ir un paso por delante de la ciudadanía: si esta lee dos libros al año, los agentes deberán leer cinco; si la gente tiene sobrepeso, ellos deberán cuidar la alimentación. Se trata de dignificar la profesión. “La mayoría jamás tiene que usar un arma”.
Una buena parte de las incidencias callejeras con que se encuentran los agentes no son delitos, sino infracciones. Esa es la razón por la que otra de las características de estos modelos de éxito son los juzgados cívicos, “donde los ciudadanos pelean a gusto sus problemas, con audiencias ante el juez que resuelven en pocos minutos las faltas administrativas. México se ha vuelto en esto muy enconsertado y lleno de formalismos y se necesita una visión más práctica y garantista”, dice González Cussi. “Se trata de romper la impunidad, de que la gente deje de percibir que sus acciones no tienen consecuencias. No se les ponen multas ni arrestos, sino trabajos comunitarios que resuelven el problema de fondo. Por ejemplo, buena parte de las incidencias se deben a problemas con el alcohol y muchos ciudadanos han acabado en estos juicios derivados a Alcohólicos Anónimos. Es un proyecto para reeducar y terapéutico. Formar ciudadanía”. Así se implantó en Colima, también en Morelia, de la mano de González Cussi. Pero él, como los demás, sabe que hay un pecado original que impide levantar el vuelo en México: cada vez que cambia la Administración tras unas elecciones hay un riesgo cierto de que todo se venga abajo. El mito de Sísifo es quizá leve para lo que enfrentan estos jefes de Seguridad.
La policía en México sigue siendo una cuestión, pues, de voluntad política, que hasta ahora se ha centrado en la improvisación y la corrupción. Uno de los grandes estudiosos de esta institución es Ernesto López Portillo y sus palabras no dejan mucho espacio al optimismo: “México no ha alcanzado la profesionalización de sus cuerpos. Al sistema político no le interesa ni le funciona una policía profesional. La necesita débil y manipulable. Hay un acuerdo entre las élites políticas y los mandos policiales, desde siempre, desde Porfirio Díaz y Benito Juárez. La transición política no incluyó la reforma democrática de la policía y así nos encontramos con violaciones sistemáticas de la ley y los derechos humanos, la desatención al ciudadano y una baja transparencia en general. No existe prácticamente una figura de supervisión externa especializada para vigilar los desmanes policiales. En Estados Unidos hay hasta 166 entidades de supervisión, públicas y privadas independientes”, afirma. “En México, la policía es solo un instrumento de protección política y control social. Les dan poco, pero les garantizan impunidad”, añade.
“La policía es buena, la institución es mala. A ellos no los cuidan, no podemos pedirles que nos cuiden a nosotros”, resume María Elena Morera. Ella se metió a esta tarea de vigilar desde la sociedad civil el quehacer de las policías después del secuestro de su marido, en 2001. Y su experiencia vital resume las dos caras de la moneda que acuñan los agentes. “Cuando secuestraron, primero, a mi cuñado, los policías que nos ayudaron para entregar el rescate, estoy convencida de se quedaron con el dinero y ya. Después contamos con la colaboración de otros agentes que me devolvieron a mi marido, detuvieron a buena parte de la banda y nos dieron el dinero previsto para la entrega. Y bien podían habérselo quedado”.
El perfil de un policía empieza en una cara de la moneda y acaba en la otra. Entran con vocación a un sistema que los pudre en pocos años. La antropóloga María Eugenia Suárez lleva años metida hasta las rodillas en el estudio del sistema policial. De ella es la frase que arranca este reportaje: “El destino de un agente es con frecuencia la cárcel o el cementerio”. Pero el inicio es el de un joven que sueña con un sueldo estable, que quiere continuar con el orgullo por el uniforme que le inculcaron en casa o, por qué no, que piensa en un país mejor que el que sale en la televisión cada día empapado en sangre. En pocos años el sueño se desvanece: “El mayor porcentaje de la plantilla solo está en el cuerpo entre cinco y diez años y hay otro buen porcentaje que apenas alcanza los cinco años y abandona”, dice Suárez. O la policía les abandona a ellos. En ocasiones, cuando los mandos quebrantan la ley buscan un chivo expiatorio para mandar a la cárcel. “Algunos son sacrificados por sus jefes”, dice Súarez, quien entrevistó durante todo un año, en 2005 a policías en prisión. Pero ellos también delinquen. “Siempre hay un momento en sus carreras en que tienen que tomar una decisión: seguir siendo honestos o entrar a la lógica de la corrupción que ven en sus propios jefes y muchos refieren que es entonces cuando se decantan por trabajar para sí mismos”. Toman el camino de la podredumbre, se hacen madrinas. El término alude a un agente que abandona el cuerpo y se emplea por libre para colaborar con sus antiguos compañeros. “Ellos rentan las armas o revientan las puertas para que los demás entren sin necesidad de una orden de registro, o secuestran personas, o extorsionan, juegan con los delincuentes para favorecer la tarea policial”, asegura Suárez.
Atrás quedaron esos días en que eran los mandos quienes jugaban con ellos. Un 21% recibe órdenes para hacer encargos para el jefe; un 11% hace trabajos de mantenimiento en las instalaciones; un 5% es obligado a votar por un candidato electoral; un 4% es enviado de acarreado a los mítines políticos; a un 3% les han pedido que torturen. Son datos de Causa en común, no necesariamente para las policías municipales. Y las cuotas por cada cosa. Al final, el miserable sueldo de 8.000 a 30.000 pesos mensuales en el peor y el mejor de los casos, se va reduciendo: las comidas fuera de casa, el equipamiento, mordidas por todas partes que ellos después trasladan al ciudadano. A todo ello hay que sumar la pobreza de datos, que no deja un buen terreno para el análisis de la situación. “Los mandan en comisión a lugares donde no hay ni cobertura para sus comunicaciones o no tienen computadoras en su comisaría. Por si fuera poco, la policía municipal se mueve en comunidades que tienen lazos muy fuertes con la criminalidad y ellos acaban infiltrados e hincados ante el crimen organizado”, sigue Suárez, especialista en Estudios Policiales y de Género. “Pero no todos son la misma mierda”. No, solo un reflejo de la sociedad que les rodea, donde “la sangre es común y ya nadie se espanta de que disuelvan a gente en ácido”.
“Son funcionarios de segunda. Están abandonados a su suerte. Ni la Constitución consagra sus derechos laborales, ni tienen derecho a sindicación, ni jornadas laborales de ocho horas”, relata López Portillo. En algunas ocasiones, las organizaciones civiles han intentado que su horario de 12 horas trabajadas por 24 de descanso o 24 de trabajo y 24 de descanso se racionalizaran. “Pero ellos no quieren, porque de esa forma, en su tiempo libre pueden dedicarse a otras profesiones para lograr un sueldo más acorde a sus necesidades”, añade Morera.
A media mañana en Nezahualcóyotl, decenas de cadetes se forman en la academia. Con sus pistolas de juguete ensayan posiciones de ataque y de defensa, se pelean con guantes de boxeo o simulan el rescate de un secuestrado en una casa incendiada. En una mesa, varias parejas juegan al ajedrez. Luego vendrá la clase de lectura. Tienen aún intactos sus sueños. El de Armando Herrera Martínez, de 23 años, viene de niño, cuando jugaba con sus coches y hacía el ruido de las sirenas. A Luz Mariana Castillo Zarco, de 24, le contagió el gusto por la defensa de la ciudadanía su marido; Francisco Javier García Alvarado, de 31, ya sabía lo que quería cuando estudió Criminalística. Hablan con orgullo de la profesión; y del riesgo, con la soltura que da la juventud. Muchos ya tienen estudios medios o superiores. Las 1.920 cámaras que vigilan la delincuencia en Nezahualcóyotl pronto revelarán también si la formación humanística de estos muchachos está a la altura de una policía democrática y cercana a la población.
Mientras, los gobernantes y la oposición siguen ajenos a la búsqueda de una estrategia que devuelva la paz a las calles. Varios gobiernos lo intentaron, con poco ahínco. De este de Morena se quejan por el recorte de los subsidios, que no solo servían para aumentar el salario, sino la formación y otras actividades de reciclaje policial. Solo de tarde en tarde, alguien toma cartas en el asunto cuando un caso se hace mediático. “Son solo casos aislados”, repiten siempre los gobernantes cuando algo fatal ocurre”, asegura López Portillo. Pero no es verdad. Cada día circulan videos en los que la policía patea a un detenido en la batea de su camioneta; o desaparece gente; o se viola mujeres en la impunidad y con el maltrato añadido de un interrogatorio impío en las comisarías. “Los fiscales no investigan, no hay control interno, fallan los jueces y el poder legislativo. Y el control social está apagado”. En efecto, sorprende ver cómo la población teme a los agentes y sus desmanes, pero no hay en la calle protestas masivas. El feminismo es quizá el único movimiento que ha reivindicado con ferocidad la limpieza policial. “Sí, el feminismo es una oportunidad para quienes hemos trabajado en esto tantos años y no hemos logrado que se reaccione masivamente”, añade López Portillo.
México tiene una enorme asignatura pendiente para la paz. Eliminar la corrupción, repite con frecuencia el presidente. Sí, pero empezando por la que pudre a la policía, donde los agentes se convierten en víctimas y culpables en un eterno círculo vicioso.
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