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La política boliviana se “narcotiza” con acusaciones en todas las direcciones

La política boliviana se “narcotiza” con acusaciones en todas las direcciones


Decenas de bolivianos durante una manifestación en contra del narcotráfico en la región oriental de Santa Cruz, a finales de junio.JUAN CARLOS TORREJON (EFE)

Las acusaciones de complicidad con el narcotráfico de políticos del oficialismo y la oposición sobrevuelan Bolivia desde hace semanas. En lo que es ya el peor episodio de “narcotización” de la política del país andino desde fines de los años noventa. El tema se volvió más impactante tras dos asesinatos grupales que fueron atribuidos al narcotráfico. Están en marcha varias investigaciones oficiales, pero el escepticismo reina entre los partidos políticos opositores.

Gerardo García es el vicepresidente del Movimiento al Socialismo (MAS), el partido de Gobierno de Bolivia. Se halla en el centro de la controversia desde que Rolando Cuéllar, un diputado disidente de su agrupación presentó una carta supuestamente firmada por él, en la que agradece las contribuciones electorales de una persona que resultó ser el alias de José Miguel Farfán, un narcotraficante argentino que operaba en Bolivia y fue extraditado a su país natal en 2019. García señaló que tanto la carta como su firma en ella eran falsas e inició un juicio por calumnias contra Cuéllar, que antes había sido expulsado del MAS por otras razones. La oposición inició un procedimiento ante el Tribunal Electoral para suspender la personalidad jurídica de este partido, que es la sanción prevista si se demuestra que recibió financiamiento ilegal. Aunque es difícil que esta demanda prospere, el presidente Luis Arce se vio obligado a ordenar al Ministerio de Justicia que inicie una investigación a su propio partido.

Esta decisión no le cayó nada bien al jefe del MAS, Evo Morales, quien pidió que “con la misma rapidez que se persigue a dirigentes y se anuncia investigaciones para dividir y proscribir [a su partido]”, se investiguen sus propias denuncias sobre unos “narcoaudios”. Semanas antes, el expresidente publicó audios de unas llamadas entre policías que actuaban en un operativo de intervención de una fábrica de cocaína en el Chapare, que es una de las regiones con cocales del país. Morales vive en ella. Los audios parecían indicar que alguna autoridad superior ordenó abortar el operativo. Morales, que se ha mostrado fuertemente crítico a la política de seguridad del Gobierno de su correligionario Arce, señaló que la policía estaba protegiendo al narcotráfico. El caso de los “narcoaudios” ha ocasionado la caída de varios jefes policiales y está siendo tratado por la fiscalía.

La molestia de Morales con la gestión del ministro de Gobierno (Interior) de Arce, Eduardo del Castillo, se remonta al hecho que puede considerarse el primero de esta epidemia de ataques políticos por narcovínculos. En abril, una investigación de la Administración de Control de Drogas (DEA, por su iniciales en inglés) concluyó que Maximiliano Dávila, uno de los jefes de la oficina antinarcóticos en el último Gobierno de Morales (2015-2019), había protegido a una red de narcotraficantes desarticulada en Panamá. Del Castillo hizo detener a Dávila, aunque hasta ahora no ha logrado vincularlo con el delito de tráfico de drogas. Evo Morales no defiende a su exjefe antinarcóticos, pero quedó molesto porque el Gobierno aparentemente se guiara por los reportes de la DEA, que el expresidente considera una agencia sesgada y conspirativa, y que por eso expulsó del país en 2008.

Varios sectores de la oposición creen que existió un vínculo ilegal entre Morales y Dávila que debe investigarse internacionalmente, porque el sistema judicial boliviano no se atreverá a actuar contra el jefe del poderoso MAS. Debido a su oficio como cultivador de coca, Morales ha tenido que enfrentar este tipo de acusaciones durante toda su vida política. Al punto de que un grupo de legisladores adversarios del expresidente están tratando de sabotear una copa internacional de fútbol sub-17 en el Chapare, que llevará su nombre, y para eso aconsejan a los equipos invitados no mezclarse en un evento organizado por un “narcotraficante”. Esta vez, Morales reaccionó con buen humor: agradeció a los opositores por hacer publicidad a su campeonato.

Además de la detención de Dávila, otros dos hechos han impulsado fuertemente la discusión sobre narcotráfico en el país. Hace poco, tres policías fueron acribillados en Porongo, una población cercana a Santa Cruz, aparentemente porque habían intentado arrestar a Misael Nallar, quien fue rápidamente detenido. El sospechoso es el yerno de un poderoso narcotraficante que cumple condena en Brasil y parte de una familia tradicionalmente vinculada con este delito. Sin embargo, su fortuna de varios millones de dólares – sin un origen claro, establecido e invertida en lujosas residencias y decenas de vehículos caros– no había disparado las alarmas de las entidades encargadas del lavado de dinero. Además, Nallar pactó secretamente su entrega a la policía, lo que, cuando se supo, causó escándalo y obligó al ministro Del Castillo a cambiar de puestos a decenas de efectivos antinarcóticos.

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Otro asesinato grupal que causó impacto fue el de tres posibles narcos que aparecieron muertos dentro de un vehículo en el Chapare. Bolivia no está acostumbrada a este tipo de hechos, que, en cambio, son habituales en otros países productores de drogas.

“Hay un reflote de este tema en la guerra política dentro del ‘círculo rojo’ [la suma de los políticos, la prensa y los intelectuales]”, admite el analista Manuel Suárez, que, sin embargo, piensa que el narcotráfico no preocupa “más que al 4% de la población”, de acuerdo a las encuestas. En su opinión, esto se debe a que el flagelo tiene en Bolivia “poca condena social y moral, y, además, está estructuralmente vinculado a la economía”. De modo que, según cree, la tormenta no dejará muchos escombros. “En Bolivia no hay Estado ni fuerza policial suficiente para frenar este negocio. Así que estamos acostumbrados a la impunidad”.

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