La presión de los unionistas norirlandeses pone en riesgo la tregua entre Londres y Bruselas


El unionismo más radical de Irlanda del Norte (la facción política partidaria de la unión con Gran Bretaña) considera que el protocolo sobre su territorio que selló el Brexit fue una amenaza existencial a su identidad, y en cualquier caso, una traición de Boris Johnson. El líder del Partido Unionista Democrático (DUP), actualmente la mayor de las cuatro formaciones probritánicas, Jeffrey Donaldson, ha estrenado 2022 con la apuesta redoblada de reventar las instituciones de autogobierno de la región si Londres no pone fecha y límite a sus negociaciones con Bruselas. El DUP quiere que todo acabe a finales de febrero. “Si no logramos un progreso rápido y decisivo en las negociaciones, y ambas partes siguen dando patadas al balón hacia adelante, habrá consecuencias graves para la estabilidad de las instituciones políticas de Irlanda del Norte”, ha dicho Donaldson al Daily Telegraph, el diario más defensor del Brexit y más cercano a Johnson.

El Gobierno británico evitó a última hora del año pasado una guerra comercial con Bruselas, al retirar —temporalmente— su exigencia de que el Tribunal de Justicia de la UE (TJUE) no fuera el supervisor último del cumplimiento de las reglas del mercado interno en Irlanda del Norte. Para evitar la imposición de una frontera dentro de la isla (la República de Irlanda es miembro de la Unión y, por tanto, la frontera comunitaria con territorio británico), el Reino Unido y la Unión Europea aprobaron, junto al Acuerdo de Retirada, un documento anejo con el mismo vigor jurídico: el Protocolo de Irlanda. El territorio británico de la isla permanecería dentro del mercado interior de la UE, y los controles aduaneros se realizarían en el mar de Irlanda. Se mantenía así la frontera invisible entre las dos Irlandas que impuso el Acuerdo de Viernes Santo de 1998, que logró preservar la paz con la idea, entre otras, de que ya solo había una Irlanda, aunque en algunos sitios se pagara en libras y se midiera en millas, y en otros en euros y kilómetros.

Londres boicoteó el Protocolo desde el primer minuto. Por varios motivos, prácticos e ideológicos. Las nuevas normas aduaneras impusieron muchas trabas a la exportación de productos desde Gran Bretaña a Irlanda del Norte. Por ejemplo, a los suministros de las grandes cadenas de supermercados con superficies en ambos lados. O para el envío de medicamentos genéricos del Servicio Nacional de Salud británico (NHS, en sus siglas en inglés). Pero los problemas de “fricción comercial”, los que realmente preocupaban a las empresas, fueron en gran parte la excusa para la cerrazón política e ideológica de Londres y de los partidos unionistas de Belfast. El entonces ministro de Johnson para el Brexit, David Frost, redobló la presión sobre Bruselas al exigir la retirada del Tribunal de Justicia de la UE del protocolo, algo nunca antes había planteado, y que irritó a la UE, porque alteraba profundamente el espíritu del tratado. Y las cuatro formaciones unionistas se conjuraron en septiembre para exigir conjuntamente que se retirara por completo el Protocolo.

El DUP fue aún más lejos, y anunció que abandonaría las instituciones de autogobierno norirlandesas, que comparten por imposición del acuerdo de paz republicanos y unionistas. Todo un golpe a una autonomía siempre endeble y en peligro, que ha llegado a estar hasta tres años suspendida por Londres, ante las desavenencias de sus miembros.

La decisión de Johnson de poner las riendas del Brexit en manos de su nueva ministra de Exteriores, Liz Truss, después de que Frost anunciara por sorpresa su dimisión a finales de diciembre, fue acogida con alivio. Es cierto que la propia Truss se encargó de ratificar en un comunicado la línea oficial del Gobierno, esto es, que mantenía abierta la posibilidad de invocar el artículo 16 del Protocolo, y suspender unilateralmente gran parte de sus disposiciones. Pero el anuncio previo de que se abandonaba la exigencia de anular el papel del TJUE en Irlanda del Norte fue interpretado por Bruselas —y por Dublín, al que afecta más directamente el conflicto— como una señal de flexibilidad en las negociaciones.

La presión sobre Truss, sin embargo, llega ahora por partida doble. No solo el ala dura y euroescéptica del Partido Conservador, cada vez más alejada de Johnson, vigilará que no se aleje de la pureza del Brexit conquistado. Los unionistas, especialmente el DUP, no van a dejar de apretar las tuercas. El próximo mes de mayo se celebran elecciones autonómicas en Irlanda del Norte. Y la amenaza para las fuerzas probritánicas se desborda por varios frentes. Demográfica y electoralmente, cada vez es más poderosa la mayoría que suman partidos republicanos como el Sinn Féin o progresistas a secas como el Alliance o el Partido Socialdemócrata y Laborista (SDLP). Y el Partido Unionista del Úlster (UUP), protagonista de los años que llevaron la paz a la región, pero que permanece desde hace una década en dique seco, tiene ahora serias posibilidades de arrebatar el trono a un DUP en horas bajas. Por eso los matices son importantes, y su dirección ha sugerido ya fórmulas pragmáticas para rescatar (o modificar sin alterar sus fundamentos) el Protocolo, en vez de seguir clamando por su derogación. Si el nuevo líder del DUP, Donaldson, comienza a sentirse acorralado, se sentirá tentado a dinamitar las instituciones de autogobierno en febrero, y acelerar el comienzo de una campaña electoral con resultado incierto para Belfast, Londres y Dublín.

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