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La ‘primavera’ tunecina se tambalea


Túnez asombró al mundo hace una década al derrocar sin derramamiento de sangre al dictador Zine el Abidine Ben Ali (fallecido en 2019 en el exilio). La muerte de un vendedor de frutas, que se prendió fuego desesperado por la falta de una perspectiva de futuro, prendió la chispa de una protesta social que se extendió a otros países de la región. En aquella primavera árabe de 2011, el pequeño país magrebí, de 11 millones de habitantes, fue el único en poder sostener una transición a la democracia. Sin embargo, mientras desde el exterior se alababa la historia de éxito de Túnez, el país se iba hundiendo en los años siguientes lentamente, sin aspavientos, en el barro del estancamiento político, la precariedad económica y la parálisis del ímpetu reformista.

Hasta que el pasado domingo, el presidente, Kais Said, decidió dar un puñetazo en el tablero político, destituyó al primer ministro, Hichem Mechichi, cerró un mes el Parlamento y asumió poderes plenos. La primavera tunecina, que ha inspirado las ansias de democratización en todo el mundo árabe, se tambalea. Pero aún sin saber cuál será el desenlace de la peor crisis constitucional desde el fin de la dictadura —la oposición habla de golpe de Estado—, parte de la población, hastiada de la clase política tradicional, salió a la calle a celebrarlo.

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“No ha habido un momento claro en el que se hayan torcido las cosas. La situación actual es fruto de los errores de muchos actores políticos y sociales desde hace años”, estima el politólogo tunecino Bechir Jouini. A lo largo de la década posrevolucionaria hubo un primer empuje reformista, con una Constitución democrática, elecciones libres, una comisión de la verdad sobre los crímenes de la dictadura y discusiones sobre la igualdad entre hombres y mujeres, pero también señales de alarma de que las cosas no iban bien.

Según el Fórum Tunecino para los Derechos Económicos y Sociales, cada mes se organizaban de media un millar de protestas sociales, la mayoría en las regiones marginadas del interior. De forma cíclica, la ira de los jóvenes desempleados —el paro juvenil es de casi el 50%— se desbordaba, había cortes de carreteras y asaltos a comercios. Tras la aplicación de toques de queda y el envío de unidades antidisturbios, el país recuperaba una frágil normalidad. Otra señal del creciente desencanto fue el descenso progresivo de la participación electoral, que se hundió al 20% en las primeras municipales libres, en 2018.

Diez gobiernos en una década

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Desde 2011, Túnez ha tenido diez Gobiernos y las legislativas de octubre de 2019 dieron paso al Parlamento más fragmentado de su historia, con más de 30 partidos. Ennahda, el histórico partido islamista moderado, es el grupo con más diputados, pero lejos de una mayoría.

“El problema es el islamismo político. Ha fracasado aquí, como lo ha hecho en otros países. Estoy contento porque Said nos librará de él”, comenta en la capital Khalil, un ingeniero en la cuarentena, en referencia a Ennahda, que pilotó la transición junto al partido laico y centrista Nidá Tunis tras las primeras legislativas libres en 2011. La tensión política y la crisis económica se han tornado en hostilidad hacia el partido islamista en parte de la población, que lo percibe el corazón de un nuevo establishment culpable de todos los males. Y es que las fallas políticas que atraviesan toda la región, con la más profunda girando alrededor del islamismo, también dividen a la sociedad tunecina.

“Tenemos una parte de la responsabilidad de los errores cometidos. Pero nosotros solo controlamos el Gobierno al inicio de la transición.

Saida Ounissi, diputada de Ennahda y exministra de Trabajo

Saida Ounissi, diputada de Ennahda y exministra de Trabajo, considera las críticas injustas: “Tenemos una parte de la responsabilidad de los errores cometidos. Pero nosotros solo controlamos el Gobierno al inicio de la transición. Hemos estado en todos los Gobiernos posteriores a 2014, pero nuestra presencia ha sido minoritaria”. Para la formación, la causa de la crisis actual hay que buscarla en las elecciones de 2019. “Fue imposible fraguar una mayoría estable de Gobierno. Luego, el enfrentamiento entre el presidente Said y el primer ministro Mechichi [un tecnócrata independiente] sobre sus respectivas competencias provocó una parálisis en el peor momento, en plena pandemia”, sostiene Ounissi. Desde junio, Túnez es uno de los epicentros de la pandemia, con los hospitales desbordados y una media de 200 fallecidos diarios —acumula más de 586.000 contagios y 19.500 fallecidos—.

Las raíces del descrédito de la clase política van más allá. El Parlamento es sede habitual de trifulcas y registra una elevada tasa de absentismo de los diputados, que ha impedido la elección del Tribunal Constitucional, una institución clave del sistema democrático que sigue sin crearse. A ello se suma un extendido transfuguismo: hasta 87 diputados de 217 cambiaron de partido al menos una vez durante la pasada legislatura, algunos varias veces.

“En diez años, estos políticos no han hecho nada de nada. Ni diez ladrillos han colocado. Son unos mentirosos y ladrones”, espeta Kamel, que regenta una vieja barbería en el centro de la capital equipada con sillas de plástico. Más que ser un ferviente seguidor del presidente, Kamel le apoya como “el menor de los males”. “Es imposible que su Gobierno sea peor que el actual”, zanja.

Según una encuesta para Business News del pasado miércoles, el 87% de los tunecinos apoya las “medidas excepcionales” del presidente Said, elegido en 2019, pese al cuestionable uso de la ley fundamental para arrogarse plenos poderes. “Es preocupante que la mayoría de la población haya aceptado una violación clara de la Constitución. Puede servir de precedente. Me temo que ahora el único freno ante una posible deriva autoritaria de Said serán países occidentales, de los que Túnez es muy dependiente”, sostiene el politólogo Jouini.

Pero las frustraciones por la extendida corrupción y una economía en crisis se habían acumulado hasta llegar a la movilización en las calles. El domingo, horas antes del inesperado órdago presidencial, un millar de personas exigía la disolución del Parlamento y reformas políticas profundas. Un día después, centenares de militantes de Ennahda, principal adversario de Said, se manifestaron para condenar lo que consideran un “golpe de Estado”.

“Confío en Said porque es un hombre íntegro. No tiene programa económico o social, cierto. Pero solo con algunas reformas políticas, la cosa mejorará por sí sola”, confía Merzuga, propietario de una humilde cantina que sirve keftaji, un plato local de comida rápida. “Nos ha gobernado una mafia. Lo primordial es librarse de ella. Los asesores de Said ya le diseñarán un plan económico”, tercia un comensal. Sin embargo, la oposición se muestra preocupada por una deriva autoritaria después de que el viernes fueran detenidos y procesados varios diputados mientras Said nombraba un nuevo responsable del Interior, pero no un primer ministro.

Hacia la bancarrota

El germen del principal malestar es una economía que lleva diez años de estancamiento crónico. Las promesas de prosperidad tras la caída de la dictadura de Ben Ali cayeron pronto en saco roto. El contexto no ha acompañado, y los esfuerzos de relanzamiento han resultado insuficientes. En 2011, se hundió en el caos el principal socio comercial, Libia. Más de 100.000 tunecinos volvieron a casa para engrosar el paro. Cuando se divisaban brotes verdes, en 2015, una ola de atentados yihadistas que dejó 90 muertos, la mayoría turistas, provocó un descalabro en el sector. La pandemia ha sido la puntilla.

Mientras, en la cúpula económica, dominada por una veintena de familias, nada cambió. “Desmantelar este sistema y hacerlo más abierto, requería un Gobierno fuerte, con voluntad política, pero este nunca llegó”, lamenta Aymen Harbawi, periodista económico de la radio nacional. Para comprar la paz social, el primer Gobierno democrático, de Ennahda, amplió el número de funcionarios y hoy el país gasta un 16% de su PIB en salarios públicos. Y con una economía informal que representa el 40% del PIB y un elevado fraude fiscal, las cuentas no salen. Túnez se acerca a la bancarrota.

Ante este escenario, fueron pocos los que salieron en defensa del Parlamento después de que Said congelara su actividad. Como en anteriores crisis, ninguna tan grave como la actual, está por ver la reacción de la sociedad civil, que ha mantenido vivo el más avanzado experimento democrático del mundo árabe. Por su labor de mediación en el proceso, cuatro organizaciones, entre ellas el sindicato UGTT, ganaron el Premio Nobel de la Paz en 2015.

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