“Lo más grave del affaire Assange no es la violación del derecho de asilo, sino el ataque criminal contra la libertad de expresión, que Estados Unidos perpetra contra el creador de WikiLeaks”, escribe Miguel Bonasso.
Por Miguel Bonasso/ @bonassomiguel para Aristegui Noticias
El líder laborista inglés Jeremy Corbyn le exige a la primera ministra Theresa May que no otorgue la extradición a Estados Unidos del creador de Wikileaks, Julian Assange, porque sabe perfectamente que allí será condenado por espionaje y consecuentemente ejecutado.
Diferenciándose netamente de la fidelidad canina de la clase política británica respecto a Washington, Corbyn ha dicho con todas las letras: “Julian Assange no está perseguido por haber puesto en peligro la seguridad nacional de Estados Unidos, sino por haber sacado a luz las atrocidades perpetradas por Estados Unidos en Irak y Afganistán”.
Corbyn, que fue un duro crítico de Margaret Thatcher en ocasión de la guerra de Malvinas, sabe por qué lo dice. No ignora lo implacable que suele ser la “democracia del Norte” en la aplicación de la pena de muerte y ha de tener en mente muchos ejemplos cruentos, como el célebre caso del matrimonio Rosenberg. En el verano de 1950, el presidente demócrata Henry Truman inició una serie de causas judiciales basadas en la paranoia anticomunista que reinaba en el país y se expresó en persecuciones totalitarias como los famosos “hearings” del senador Mc Carthy. Truman ya había anegado en sangre su currículum cuando ordenó arrojar la bomba atómica sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, que produjeron más de 200 mil muertos y marcaron por décadas con deformaciones y enfermedades de todo tipo a muchos otros civiles inocentes sometidos a la radioactividad. En ese contexto se juzgó y condenó a Julius y Ethel Rosenberg.
Fueron acusados de haber enviado a la muerte a 50 mil soldados norteamericanos en Corea y condenados a la pena capital sin pruebas, por un acuerdo secreto entre el juez Irving Kaufman y el fiscal, que tardó muchos años en revelarse. De nada sirvió la campaña internacional para salvarlos que lideraron personalidades mundiales como Albert Einstein, Jean Paul Sartre o Pablo Picasso, entre muchos otros. Truman rechazó el pedido de clemencia y tuvieron que sentarse a morir en la silla eléctrica.
Ni Estados Unidos ni sus socios del Reino Unido, que cuestionaban con razón los protomisiles V-2 que los nazis lanzaron sobre la ciudad de Londres, hablaron jamás de la masacre que perpetraron en la ciudad alemana de Dresden donde asesinaron a más de 300 mil civiles durante la Segunda Guerra Mundial.
Estos y otros antecedentes ominosos de las democracias anglosajonas permiten albergar pocas esperanzas para Assange, que fue arrancado por Scotland Yard de su asilo en la embajada ecuatoriana y está siendo juzgado para resolver si será extraditado a Estados Unidos. Una decisión más política que judicial, como lo demuestra el pedido expreso del líder laborista a la primera ministra del Reino Unido.
Una larga historia de subordinación de los ingleses a sus “primos” y socios norteamericanos hace prever que la extradición funcionará rápido. A diferencia, por cierto, de lo que ocurrió en 1998, cuando el juez español Baltasar Garzón solicitó a Gran Bretaña la extradición del tirano chileno Augusto Pinochet o la posibilidad de interrogar al ex Secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger, de paso por Londres, precisamente por complicidad con el golpe de Pinochet. Garzón, que casualmente es uno de los abogados de Assange, acusaba a Kissinger de haber patrocinado el sangriento golpe de Estado que derribó al presidente constitucional de Chile, Salvador Allende.
Como se desprende claramente de estos antecedentes y del propio caso WikiLeaks, las dos máximas “democracias” anglosajonas no vacilan en hacer pedazos el Estado de Derecho y el derecho internacional, cuando les conviene.
En lo que al Caso Assange se refiere, hay un cúmulo de violaciones que demuestran una equivocación crucial del genial George Orwell en su 1984: el Big Brother no fue erigido y conservado finalmente ni por los nazis ni por los estalinistas, sino por los sedicentes liberales de las grandes potencias capitalistas.
En primer lugar, los ingleses han violado el derecho de asilo, un instituto decisivo del Estado de Derecho, particularmente defendido por América Latina desde la Convención sobre Asilo Territorial, firmada en Caracas, en marzo de 1954, por todos los Estados de América. Y lo han hecho superando en este caso atrocidades perpetradas por dictadores militares argentinos como Pedro Eugenio Aramburu (1955-1958) o Jorge Rafael Videla, Roberto Viola, Leopoldo Fortunato Galtieri y Reynaldo Bignone (1976-1983).
Pruebas al canto: en junio de 1956 un comando de la dictadura militar de Aramburu asaltó la embajada de Haití en Buenos Aires para secuestrar y fusilar al general peronista Raúl Tanco, que se había sublevado contra los usurpadores del poder. El embajador de Haití, el apreciable poeta de la negritud, Jean Fernand Brierre, era en aquel momento la contrafigura del lamentable presidente ecuatoriano Lenín Moreno y logró armar un escándalo internacional de proporciones. La dictadura se vio obligada a devolver al asilado y disculparse ante el gobierno de Haití por haber violado su soberanía.
La tiranía sangrienta de Videla, Galtieri y compañía, a la que Thatcher y sus socios norteamericanos decían combatir, mantuvo durante años a tres asilados: el ex presidente Héctor José Cámpora, su hijo Héctor Pedro y el dirigente peronista Juan Manuel Abal Medina. Al ex mandatario le negó el obligatorio salvoconducto para abandonar el territorio y refugiarse en México. Recién se lo concedió a fines de 1979, cuando se comprobó que tenía un cáncer terminal. A su hijo se lo entregó recién un año después para asistir en México al funeral de su padre. En cambio, a Juan Manuel Abal Medina, recién le permitieron abandonar la embajada de la calle Arcos, cuando la desastrosa derrota de la dictadura en Malvinas. Allí había estado asilado (es decir, preso) durante seis años, con lo cual superó el récord que ostentaba hasta ese momento el peruano Víctor Raúl Haya de la Torre, encerrado durante cuatro años en la embajada colombiana en Lima.
Bien, Assange estuvo siete años esperando el salvoconducto para viajar a Ecuador, porque los británicos, violando el derecho internacional y basureando la soberanía del país latinoamericano, mantuvieron un cerco policial frente a la embajada para arrestarlo en cuanto asomara la nariz. Es, por ahora, el récord máximo de violación del derecho de asilo. Eso sin contar el intento de operación comando en la embajada, que Scotland Yard intentó al comienzo del refugio. Así trabaja el gobierno de Su Majestad, desde los tiempos de Sir Francis Drake.
Pero lo más grave del affaire Assange no es la violación del derecho de asilo, sino el ataque criminal contra la libertad de expresión, que Estados Unidos perpetra contra el creador de WikiLeaks.
¿En defensa de su seguridad, como afirman protonazis del tamaño de Donald Trump o Mike Pompeo? No. En castigo por informar a los pueblos del mundo, incluyendo el norteamericano, acerca de los pecados abominables que se perpetran en los pliegues más ocultos de lo que el gran cientista social italiano Norberto Bobbio llama el Criptoestado. Es decir, el Estado secreto, encriptado. INVISIBLE. El de los servicios secretos que nos espían a todos los ciudadanos del mundo, el de la venta de armas o la trata de personas. La sucia cloaca que no se puede exhibir ante la masa potencial de votantes y aportantes que componen como autómatas el minué de la decadencia occidental. Las víctimas de las decisiones tomadas en secreto por aquellos que eligieron como mal menor (ver Argentina) o por un porcentaje muy bajo de la población (un 25 por ciento promedio, en Estados Unidos).
No le perdonan al australiano (ni siquiera sus compatriotas en el poder que no han dicho ni mu) los cientos de miles de mensajitos corruptos que la oligarquía anglosajona y sus socios minoritarios de otras lenguas y razas produjeron en los últimos años. Las masacres intimidantes de poblaciones civiles all over the world, la corrupción del poder político y económico que se expresa en latrocinios fiscales como los Panamá Papers y, sobre todo, la complicidad de los grandes medios de comunicación, con el saqueo, la contaminación, el agotamiento de los recursos naturales y otras bellezas del sistema capitalista que están conduciendo a la especie humana a una más que probable extinción.
En este contexto brutal de muros contra los inmigrantes, de persecución a los refugiados, de violación de normas básicas de convivencia civilizada, en este clima de saqueo, precursor de un terrible Armagedon ambiental, no es un exceso periodístico suponer que Julian Assange podría terminar como los Rosenberg, recibiendo una sentencia de muerte por espionaje, sin ninguna prueba legal que sustente la acusación. No solamente nosotros, los informadores, sino todos los hombres y mujeres que aman la libertad de expresión deben manifestarse para impedirlo.