Una amenazadora franja de inestabilidad, que se extiende desde el mar Negro hasta las cercanías del Báltico, ha surgido a modo de nuevo muro entre Rusia y sus vecinos europeos. En esta zona, donde impera la arbitrariedad, alrededor de 14 millones de personas están indefensas ante los caprichos de sus dirigentes, apoyados todos ellos por Moscú. Este espacio no es compacto, sino que está integrado por unidades administrativas que han seguido distintas trayectorias tras el fin de la Unión Soviética. Crimea, la región del Donbás y Bielorrusia constituyen hoy los tres eslabones en una cadena de inseguridad que se ha formado a partir de 2014 en los flancos occidentales del imperio desaparecido hace 30 años. A estos tres eslabones, se les suman los territorios con problemas enquistados que se manifestaron ya antes de que la URSS se fragmentara en los noventa: Transdniéster, en Moldavia; Abjasia y Osetia del Sur, en Georgia; y el Alto Karabaj, en Azerbaiyán.
Uno de esos eslabones se encuentra en Ucrania. Este país y Rusia reconocieron mutuamente su integridad territorial (incluida Crimea como parte de Ucrania) y este reconocimiento, fijado en 1990 y 1991, se plasmó en el gran tratado de amistad de 1997, ratificado por los dos países, y en numerosos documentos internacionales. No obstante, en 2014 Moscú se anexionó Crimea mediante un pseudo referéndum (ilegal tanto en Ucraniana como en Rusia), previa ocupación militar de los puntos estratégicos claves de la península, donde estaba (y está) estacionada su flota del Mar Negro. La potente agrupación militar creada en Crimea desde 2014 le permite a Rusia realizar operaciones en todo ese mar. Moscú ha reforzado su aviación, su flota de superficie y de submarinos, sus defensas antiaéreas y sus agrupaciones de misiles y, además, no está excluido que pueda tener armas atómicas en ese territorio.
Hoy, Crimea está unida a Rusia por un puente sobre el estrecho de Kerch y el número de uniformados allí supera los 42.000. Moscú ilegalizó las instituciones de autogobierno de la comunidad tártara local y ha perseguido y encarcelado a sus dirigentes. Sin embargo, en la península, las leyes rusas tienen valor limitado, pues el Kremlin se apoya en una élite local que ha aprovechado la anexión para sus propios fines. Prueba de la indefensión ciudadana son las expropiaciones inmobiliarias que afectan a los habitantes de Crimea con independencia de su nacionalidad. Una nueva disposición establece que solo quienes tengan pasaporte ruso podrán poseer tierras en la zona costera de la península.
El mar Negro, pues, se ha convertido en una zona de confrontación donde Rusia defiende sus nuevos espacios de hecho y las potencias occidentales afirman su desacuerdo con la presencia militar reiterada. El resultado son peligrosas rutas de navegación y arriesgados acercamientos de aviones rivales en el aire. Desde el punto de vista de Moscú, el estrecho de Kerch, entre el mar de Azov y el mar Negro, ha dejado de ser un espacio compartido con Ucrania y se ha convertido en una zona de paso rusa. Entre las consecuencias está el declive y crisis de la actividad económica de Ucrania en el mar de Azov.
De Crimea, los conflictos secesionistas se extendieron al este de Ucrania en la primavera de 2014. En una guerra híbrida, los separatistas prorrusos fueron apoyados por contingentes militares rusos, no reconocidos oficialmente por Moscú. Con ayuda de equipo militar ruso, los separatistas consolidaron el control de una tercera parte de la superficie de las provincias de Donetsk y Lugansk en una ofensiva que duró hasta febrero de 2015.
En los documentos oficiales de las conversaciones de Minsk (el único cauce diplomático para resolver el conflicto, bajo la égida de la OSCE), el territorio secesionista se denomina ORDLO (abreviatura de “ciertas áreas de Donetsk y Lugansk” en ruso) y en él se han creado dos unidades (las denominadas “repúblicas populares” de Donetsk y Lugansk), que se orientan hacia Moscú, dependen de los tutores del Kremlin, utilizan el rublo como moneda y se comunican con el mundo principalmente a través de la frontera rusa, dado el bloqueo que Ucrania impuso a este territorio en 2017.
Pese a que ese bloqueo se aligeró algo tras la llegada de Volodímir Zelenski a la presidencia de Ucrania, las medidas contra el coronavirus han reforzado el aislamiento de ORDLO, a cuyos habitantes Moscú otorga pasaportes rusos por un procedimiento simplificado. El número de pasaportes repartidos en las “repúblicas populares” en conjunto rondaba ya los 250.000 el pasado junio. Según cálculos del Ministerio de Defensa en Kiev, el contingente militar ruso en ORDLO está formado por unas 2.000 personas, que en parte actúan temporalmente y por turnos. Particularmente inquietante es la situación de los presos en las cárceles de las repúblicas, entre los que se han detectado víctimas de conflictos de intereses entre los diversos grupos de influencia y también de la exacerbada suspicacia de los responsables de seguridad locales.
Alto el fuego
El conflicto en ORDLO, en el que han perecido cerca de 14.000 personas, actúa como un instrumento de presión sobre Kiev. En el frente se mantiene actualmente un alto el fuego, aunque las conversaciones de Minsk están hoy estancadas. Por la parte rusa, el responsable es Dmitri Kózak, un allegado de Vladímir Putin, que en 2003 negoció una fórmula para acabar con el conflicto del Transdniéster, en Moldavia. De haberse aprobado su plan entonces, Moldavia se hubiera convertido en una confederación desmilitarizada con la zona del Trasdniéster, donde permanecería un contingente de 2.000 soldados rusos estacionados hasta 2020 como garantes del acuerdo.
La cadena de inestabilidad continúa en Bielorrusia. Es un Estado soberano, pero está estrechamente ligado a Moscú por un complicado proyecto de Estado único. La inestabilidad que representa hoy este país viene del desencuentro entre Alexandr Lukashenko, el líder que se aferra al poder, y una sociedad que lo rechaza. Moscú ha cerrado los ojos ante el fraude electoral del 9 de agosto y ha reconocido como legítimo a Lukashenko, que se apoya en unos cuerpos de seguridad privilegiados, mimados y adiestrados para servirle a él personalmente. El dirigente, que lleva en el poder desde 1994, tomó posesión el 23 de septiembre en una ceremonia organizada en secreto; y las manifestaciones de protesta que siguieron han sido brutalmente reprimidas.
Los vecinos europeos de Bielorrusia no reconocen a Lukashenko y están dispuestos a prestar asilo y ayudar a los bielorrusos en apuros. Sin querer ceder ni un ápice, tras las elecciones, Lukashenko pidió ayuda a Rusia, invocando las obligaciones de este país en el marco de los acuerdos bilaterales y también del tratado de la Organización de Seguridad Colectiva (Rusia y sus aliados postsoviéticos). Putin movilizó un contingente de fuerzas policiales y de seguridad para intervenir en Bielorrusia y posteriormente anunció que el contingente había vuelto a sus bases de origen, por no haber sido necesario su empleo.
Lukashenko depende hoy más que nunca de Rusia, país para el que Bielorrusia es de importancia estratégica por ser su único aliado en Europa y por ser vía de paso en el comercio con la UE. Moscú tiene dos instalaciones militares en Bielorrusia (una de radar contra posibles ataques de misiles cerca de Baranovich y un centro de comunicaciones con la flota en Vileika) y está interesada en establecer allí una base para sus aviones de largo recorrido. Las protestas en Bielorrusia no han tenido hasta ahora una dimensión antirrusa (como las tuvieron las ucranias contra el presidente Víctor Yanukóvich en 2013 y 2014), pero la situación podría cambiar si Rusia sigue sosteniendo a Lukashenko.
Quieran o no, los vecinos de Bielorrusia se ven involucrados en los conflictos de este país, que no son entre el presidente y la oposición, sino entre el presidente y la sociedad. Rusia apuesta por el mandatario; el resto de Estados circundantes, por la sociedad. Las protestas, que en general han sido pacíficas, no amainan y, en vista de la represión a las que están sometidas, el conflicto podría adquirir un carácter más violento.
En los tres territorios de la nueva franja de inseguridad en Europa, Moscú tiene las cartas decisivas. De momento, no las ha utilizado para resolver conflictos, sino para agravarlos, enquistarlos y potenciarlos.
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