La querencia


En una escena memorable de La conjura de los necios, Ignatius Reilly sostenía que el mundo se fue a pique al terminar la Edad Media. Durante unos siglos soplaron los vientos del espíritu; de ahí el esplendor de las catedrales y el genio de Pedro Abelardo y Thomas Becket. Pero, de golpe, todo se vino abajo, y el ser humano se vio enfrentado “a la perversión de tener que ir a trabajar”. Naturalmente, Ignatius olvidaba las extenuantes condiciones de vida de los campesinos medievales que, sometidos a onerosos tributos, doblaban la raspa de sol a sol. Por eso la escena es tan graciosa.

Lo mismo puede decirse del reciente embellecimiento de la vida de generaciones pasadas, en expresión de Pablo Simón. Se proyectan las obsesiones de nuestro tiempo, como si de un test de Rorschach se tratase, en progenies numerosas y matrimonios de seis décadas que vivían ajenos a la ansiedad, la temporalidad y el síndrome del burnout. El pintoresco retrato de la abuela entre niños y peroles, bajo una vida ordenada por el rito, soslaya la imposición, el maltrato y la miseria. El nostálgico podría hacer suyas las palabras del influencer en viaje solidario: ¡qué felices con tan poco!

La nostalgia contemporánea se asemeja a lo que los ganaderos de bravo denominan querencia: la inclinación a refugiarnos en ese lugar que ofrece amparo. Nuestro coetáneo se cobija en espacios cerrados que le proporcionan seguridad y arraigo, como el aprisco etnonacionalista, de la misma forma que el toro se aquerencia en chiqueros. Por decirlo con el filósofo Diego Garrocho, autor del extraordinario Sobre la nostalgia, esta ya no se funda en la idealización del pasado, sino en el miedo al futuro.

Mueve al escándalo que para un enorme batallón de reserva, formado en parte por universitarios sobrecualificados, la emancipación siga siendo una quimera; que, merced a un exagerado paro juvenil, la amplia mayoría de mujeres en edad fértil quieran ser madres y no puedan. Pero aspirar a una vivienda en propiedad y mirar con añoranza el desarrollismo franquista es tomar el rábano por las hojas. Arregostarse en la nostalgia es caer en el más frívolo de los conformismos. Porque la envidia a quienes nos precedieron es, ante todo, un encogimiento de hombros.

Por supuesto, apoyarse en el pasado puede servir de impulso. Como ha escrito Esteban Hernández, la acusación de nostalgia ha servido tradicionalmente para desarbolar críticas al capitalismo y el mito del progreso. Se motejaba de nostálgicos a quienes, al hilo de los años noventa, cuestionaban la ineluctable victoria neoliberal; lo mismo sucede a quienes hoy niegan que la cuarta revolución industrial haya de venir acompañada de una precarización del trabajo. Bueno es recordar que, cuando Marx recordaba melancólico la solidez de oficios y gremios que campeaba en la economía feudal, no defendía la vuelta a la era preindustrial; señalaba, en realidad, la extraordinaria transformación obrada por el capitalismo. Nada tiene de progresista bendecir toda novedad por el hecho de serlo.

La querencia es una pulsión dúctil. Al reaccionario le sirve de carburante; al progresista, de placebo. Por eso la izquierda nostálgica —que, como el pájaro de Borges, vuela con la cabeza hacia atrás— es incapaz de ofrecer un futuro ilusionante. Enarbolar el antifascismo a posteriori, en expresión de Pasolini, es una forma cómoda de hacer política. Plantar cara a un enemigo arqueológico permite escamotear las cuestiones materiales. Al cabo, es más fácil llamar fachas a los votantes que mejorar su calidad de vida. Respecto al reaccionario, este pone su empeño en dar la vuelta a la historia, como si fuera un calcetín. El retorno a la grandeza es, en países como Francia o Estados Unidos, el eufemismo con que se echa en falta un país blanco y cristiano.

Aunque la nostalgia se acuñase en la era Barroca coaligando regreso (nostos) y dolor (algos), dicha aflicción se remonta a la noche de los tiempos. Lo cierto es que hoy no se trata de un dolor por el regreso, sino, más bien, de un dolor que siempre regresa; no es un estado de ánimo, sino una dolencia generacional. De ahí que, durante los últimos años, los políticos populistas no hayan dejado de atizar la querencia. El demagogo blande la promesa de la iteración, como si de una varita mágica se tratase: ofrece recomponer un hechizo roto, repitiendo lo ya vivido por medio de una operación recursiva; volver, en resumidas cuentas, al momento previo a la Caída.

Cuando la utopía parece imposible, surge la retrotopía. En lugar de situar las esperanzas en el futuro, las emplaza en un pasado ideal que rectifica las iniquidades del presente. Claro que el retrotópico, como dejó dicho Bauman, no es necesariamente un reaccionario. En la mayoría de los casos es un melancólico, un aquerenciado: alguien que mira al futuro con la mueca mordaz de la claudicación.

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