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La rebelión de las orcas

Todo comenzó con un golpe tremendo. A continuación, el Anyway giró con vehemencia sobre su eje hasta que la proa apuntó en la misma dirección por la que había venido. ¿Había chocado con una roca? Brandon Miller miró al mar y no vio nada. Tomó el timón del velero, pero una fuerza misteriosa se lo arrebató de las manos. Estaba aterrorizado. Por fin, vio una orca junto al barco. Y comprendió lo que había pasado, recuerda hoy. Ese día, el pasado 23 de marzo, poco antes de la puesta de sol, el estrecho de Gibraltar estaba en calma y, tras el embate del cetáceo, el marino estadounidense y su novia, la alemana Katharina Weber, mandaron un mensaje de SOS por radio. El Anyway había quedado ingobernable y a la deriva frente a la costa de Tánger. Las autoridades marroquíes no dieron señales de vida, pero desde la orilla española, Salvamento Marítimo envió ayuda para rescatar el barco y remolcarlo hasta el puerto de Tarifa. Unas semanas después del incidente, la pareja está sentada en la cubierta de su barco, amarrado en un embarcadero de madera. Ambos habían planificado navegar a Canarias y, desde allí, poner rumbo a América. Pero el velero quedó muy dañado por la colisión y las posibilidades de repararlo son inciertas. “Nos devanamos los sesos para saber por qué las orcas hicieron esto”, dice Weber. “Pero no tenemos respuesta”. Miller adora a los animales y dice que no puede enfadarse con ellos. El mar es su hogar, insiste, “y nosotros, los invitados”.

Desde hace algo más de un año, las orcas embisten barcos en la costa atlántica de la Península, especialmente en el estrecho de Gibraltar. Y han sumido en el desconcierto a los biólogos marinos. Cuando se informó del primer incidente frente al litoral de Cádiz, en julio de 2020, nadie se lo tomó en serio. Desde entonces y hasta mediados de este mes de agosto se han contabilizado 145 casos. Posiblemente sean más, porque muchos afectados no saben que pueden notificar estos incidentes. La mayoría de los investigadores no hablan de ataques, sino de interacciones. No quieren culpabilizar a estos cetáceos protegidos de tener una intención maliciosa. Se trata de un fenómeno nuevo, del que solo está documentado un incidente similar: en 1972, un grupo de orcas hizo zozobrar un velero frente a las Galápagos. Los seis miembros de la familia que estaban a bordo se salvaron en una balsa salvavidas y fueron rescatados por unos pescadores 38 días después.

Katharina Weber y Brandon Miller, a bordo de su velero ‘Anyway’ en el puerto de Tarifa (Cádiz).Tim Röhn

Sin embargo, el creciente número de colisiones en el Estrecho parece descartar que se trate de unos hechos aleatorios. ¿Por qué los animales tienen de pronto esa conducta? ¿Qué quieren conseguir? Por el momento no hay respuesta. Tampoco está claro por qué, cuando el daño está hecho, las orcas sueltan los barcos, sin más.

Igual que hacen los humanos, las orcas cazan en aguas del estrecho de Gibraltar, donde en primavera se concentran los atunes camino del Mediterráneo desde el Atlántico para desovar. Solo 14 kilómetros separan las orillas de Europa y de África, y los pescadores tienden sus redes —la tradicional almadraba— o lanzan sus palangres. Y las presas nadan hacia esas trampas. Las orcas tienen su propia técnica: persiguen a los atunes hasta que estos se agotan, y entonces caen.

El avistamiento de orcas se ha convertido en uno de los atractivos turísticos de la gaditana Tarifa, en cuyas tiendas de recuerdos se multiplica la imagen de estos cetáceos en cuadros, tazas y camisetas. En sus calles se reparten a diario folletos que anuncian excursiones en barco para observarlos. En los noventa, salían unos 400 visitantes al año; hoy son más de 30.000. Si no hay temporal, zarpan cuatro o cinco embarcaciones cada día en temporada alta. Las tarifas rondan los 50 euros. Divisar delfines y calderones está casi asegurado, pero las orcas son las estrellas.

Desperfectos en un velero en el puerto de Barbate (Cádiz).Tim Röhn

Es una mañana de julio. Uno de esos barcos de turistas lleva media hora de navegación por el Estrecho cuando, de pronto, cunde la agitación a bordo. “¡Son orcas!”, grita alguien, y 100 cabezas se giran a babor. Aparece un coloso negro y blanco, que lanza al aire un chorro de vapor. Katharina Heyer, dueña de la embarcación, profiere desde la cabina del capitán: “¡Es Lucía!”.

Unos 60 de estos animales rondan cada verano el estrecho de Gibraltar. Algunos de ellos han sido identificados y bautizados por Heyer y su tripulación. La que está ante sus ojos, Lucía, es una de las hembras y muestra una herida en la aleta dorsal. A principios de 2017, tuvo una cría, la pequeña Estrella. Camorro es la orca más grande del grupo, un macho. Su madre es Matriarcha. Y luego está Wilson, que probablemente nació en octubre de 2014. Este día de julio, media docena de estos cetáceos se acercan al barco de turistas, se sumergen bajo su casco y pasan nadando a su lado. El espectáculo se prolonga durante una hora. Los pasajeros gritan de alegría.

Pescadores marroquíes en el estrecho de Gibraltar.Tim Röhn

Se calcula que hay unas 50.000 orcas en todo el mundo. Pueden medir hasta 10 metros, pesar hasta cinco toneladas y media y alcanzar los 80 años de vida. Son sociables y muy inteligentes. Son más comunes en el Pacífico Norte, el Atlántico Norte y los mares polares. En Europa, la costa de Noruega es la más concurrida. En la península Ibérica, donde se calcula que viven unas docenas de ejemplares, se mueven entre Galicia y el estrecho de Gibraltar. Grupos de orcas se desplazan por los océanos, cada uno tiene su dialecto para comunicarse a través de pitidos y silbidos. Los animales de cada grupo permanecen juntos toda su vida; aprenden los unos de los otros.

No atacan a las personas, o al menos no está documentado. Pero los humanos no siempre se portan bien con los océanos ni, por tanto, con sus habitantes. Los compuestos químicos denominados bifenilos policlorados (PCB), prohibidos en la actualidad, se utilizaron durante décadas como plastificantes en pinturas, como componentes para la electricidad y como fluido hidráulico. Se trata de un veneno que flota en los mares del planeta y que afecta a los animales, que lo ingieren a través de la comida. En 2018, un equipo internacional de investigadores advirtió en la revista Science de que los PCB podrían acabar con enormes poblaciones de orcas. En las zonas más contaminadas, algunas poblaciones de estos cetáceos podrían desaparecer en 30 o 40 años. Se han encontrado concentraciones de hasta 1.300 miligramos por kilo de peso en el tejido graso de los animales. Y los investigadores creen que los PCB son una de las razones por las que las orcas se están reproduciendo tan escasamente. “En las zonas contaminadas, solo en raras ocasiones observamos ejemplares recién nacidos”, escribió la coautora Ailsa Hall, de la Universidad escocesa de St. Andrews. Esto se debe a que su sistema inmunitario y reproductor se deteriora a partir de 50 miligramos por kilo. Las orcas de la costa sur española se encuentran entre las más expuestas a los bifenilos policlorados, ya que el Estrecho es una zona altamente contaminada. La prensa habló en su día del “asesino silencioso” de las orcas.

Un atún destrozado después de un encuentro con una orca.Tim Röhn

Sin embargo, estos animales no detectan el veneno. Así que debe haber otras razones desconocidas por las que interactúan repentinamente contra los barcos. El pasado otoño, una docena de especialistas, entre científicos marinos, biólogos, veterinarios y capitanes de barco, se reunieron para investigar. Han formado un grupo de trabajo que llaman Orca Ibérica. Registran los incidentes, recogen datos y se entrevistan con las tripulaciones que han tenido contacto con los cetáceos.

Una tarde de julio, Eva Chiara Carpinelli conduce desde Tarifa a Barbate. Esta bióloga italiana de 39 años llegó a la costa de Cádiz en 2009 para desarrollar su tesis de máster sobre el comportamiento de los cachalotes en el Estrecho. Se quedó. Y en 2018 fundó la asociación Nereide, cuyo objetivo es proteger el medio ambiente. En Barbate, Carpinelli se reúne con Alric Rouch y Gaspard Camphuis, dos marineros franceses que fueron desviados esta misma semana de su rumbo por orcas. Rouch se dirigía a la isla canaria de Lanzarote con dos amigos. Camphuis había descendido por la costa portuguesa con su esposa, Ingrid, buscando el Mediterráneo. Frente a Barbate las orcas destruyeron los timones de ambos barcos, que se encuentran ahora en dique seco. El de Alric Rouch, convertido en pura chatarra. El de Camphuis probablemente se podrá reparar.

Eva Chiara Carpinelli, bióloga, entrevista a dos víctimas de ataques de orcas, Gaspard Camphuis y Alric Rouch, en Barbate.Tim Röhn

En un restaurante del paseo marítimo, Carpinelli escucha el relato y hace preguntas. “Escuché el silbido de las orcas”, cuenta Camphuis, “y empezaron a ir a por los remos. Pasamos mucho miedo”. Rouch golpea la mesa para explicarse: “Toc, toc, toc. Era así todo el tiempo”. El casco acabó cubierto de abolladuras. Que el Estrecho es una zona arriesgada ya no es un secreto entre los marinos. “Conocíamos el peligro”, explica Rouch. Por eso navegó cerca de la costa. “Pensamos que eso nos ayudaría”. ­Camphuis asiente. Creyó que la proximidad a la costa lo protegería. Se equivocaba. Ahí es donde las orcas prefieren permanecer porque es donde está el atún rojo. Camphuis dice que él y su esposa habían leído en foros de navegación antes del viaje, hablaron con otros navegantes y se pusieron en contacto con las autoridades portuarias para averiguar si se había informado de algún incidente reciente. “Teníamos el protocolo de seguridad, y nos ceñimos a él”, dice Camphuis. “Si no, quizá habría sido peor”.

Ese protocolo, elaborado por Orca Ibérica para el caso de contactar en alta mar con esos cetáceos, está siendo difundido a través de las redes sociales y los clubes náuticos. Los consejos básicos son: detener el barco, arriar las velas, desconectar el piloto automático y soltar el timón; alertar a las autoridades; desplazarse a un lugar del barco donde no puedan caer piezas; no gritar a los animales, no tocarlos y tratar de filmar o fotografiar a las orcas, especialmente su aleta dorsal, para su posible identificación posterior. Y pasado un tiempo, ver si el barco se puede gobernar: en el caso contrario, solicitar un remolque.

Alric Rouch, víctima de un ataque de orcas, ante su barco en el puerto de Barbate.Tim Röhn

La investigadora Carpinelli almacena la información en su móvil, no quiere olvidar ninguna pregunta a sus dos interlocutores. ¿Lugar, hora y duración de la interacción? Responde Rouch: “Once millas al sur de Barbate; 30 de junio, a las 19.45”. Camphuis: “Cuatro millas al sur de Barbate; 7 de julio, a las 12.30; dos horas y media”. ¿Velocidad al principio de la interacción? Rouch: “De cinco a seis nudos”. Camphuis: “Un poco más lento”. ¿Número de animales? Rouch: “Tres. Dos orcas grandes, una pequeña”. Camphuis: “Siete, de todos los tamaños”. ¿Otros detalles? Alric Rouch describe cómo las orcas fueron ganando impulso con las olas para empujar más fuerte el barco. “En un momento dado, la orca bebé se puso de espaldas y agitó sus aletas. Como si se burlara de nosotros”. Por su parte, Camphuis relata cómo dos de ellas levantaron el barco por ambos lados. Otra se acercó al timón. Incluso cuando los socorristas de Salvamento Marítimo ya los estaban remolcando a tierra, las orcas continuaron siguiéndolos durante 20 minutos.

Los experimentados marineros franceses tienen curiosidad: ¿Se puede deducir un patrón de conducta? ¿Hay puntos en común en los incidentes? Carpinelli repasa sus notas y se encoge de hombros. “No, no hay nada hasta ahora”. Las preguntas se amontonan. ¿Sucede más durante el día o por la noche? “Más durante el día”, dice Carpinelli. “¿Es un fenómeno nuevo?”, pregunta Rouch. “Sí”, antes las orcas solían acercarse a los barcos de vela, “pero era un simple interés, sin contacto”. Ahora es diferente.

Una orca, divisada desde un barco de avistamiento de cetáceos en el Estrecho de Gibraltar.Tim Röhn

Ruth Esteban es bióloga marina y una gran experta en orcas. Vivió en el Estrecho durante 15 años, y en 2015 redactó su tesis doctoral, titulada Ecología de orcas (Orcinus orca) al sur de la península Ibérica. Trabajando para la organización Circe pudo identificar hasta 40 ejemplares en la zona. Las orcas tienen una mancha gris pálida, propia únicamente de ellas, detrás de su aleta dorsal. Es su huella dactilar. Esteban salía al mar en su pequeña embarcación para seguir a los cetáceos, fotografiarlos y estudiar su comportamiento. En 2017, emigró a Madeira. Ayudó a crear el grupo de trabajo Orca Ibérica, da instrucciones a otros científicos para que hablen con los marineros afectados, recibe los datos recogidos y los evalúa. “Cuando dejé la región hace cuatro años”, relata Esteban, “noté que las orcas se habían vuelto más curiosas con el paso del tiempo, especialmente las jóvenes”. Pero ¿tocar los barcos, chocar con ellos? “No, nunca”.

Los científicos están hartos de las informaciones sensacionalistas en torno al asunto. Eso explica que el intercambio de información con Esteban y su equipo para este reportaje no sea fácil. Quieren saber de antemano qué preguntas se les van a hacer y cuál es su objetivo. Cristina Martín, una investigadora del grupo, dice que está “totalmente prohibido” hablar de “ataques”. ¿Encuentros? Tampoco. Insiste en el término “interacciones”. Pero la pregunta sigue siendo la misma: ¿por qué estas interacciones? Martín niega con la cabeza: “No hay que especular”. El pasado otoño, los investigadores llegaron a la conclusión de que solo tres animales eran los responsables de los incidentes. Los llamaron Gladis negro, Gladis gris y Gladis blanco, todos ejemplares jóvenes. El grupo Orca Ibérica publicó un gráfico que mostraba las lesiones de Gladis gris. ¿Qué había pasado con el animal? ¿Quería vengarse?

Si nos remontamos, nos encontramos con otros incidentes en los que, al menos, existía la sospecha de que orcas podrían haberse vengado de los humanos. Tilikum, por ejemplo, fue capturada frente a Islandia en 1983 y encerrada en parques temáticos de Canadá y Estados Unidos, donde estuvo implicada en la muerte de tres personas. El documental Blackfish plantea la cuestión de si esa orca podría haberse vengado por décadas de sufrimiento en cautividad. Sin embargo, no da una respuesta clara.

El pescador Gregorio Linde, en el puerto de Tarifa.Tim Röhn

Cuando se conocieron los casos de España el otoño de 2020, algunos medios se apresuraron a sacar conclusiones. El periódico sensacionalista británico The Sun, por ejemplo, escribió sobre un “grupo de orcas fuera de control” que estaba provocando una “venganza”. A Esteban y los suyos no les gustó, por lo que han mantenido un perfil bajo desde entonces. “Las orcas siempre han tenido mala prensa”, dice Esteban. “Y queremos evitar que la gente reaccione de forma agresiva”. Algo que ha sucedido en los últimos meses. En marzo, marineros italianos dispararon una bengala contra un grupo de orcas tras chocar con ellas frente a Gibraltar. Se puede ver en un vídeo que dura siete minutos colgado en internet. Otras informaciones, no confirmadas, hablan de marineros que han agredido a orcas con lanzas para ahuyentarlas.

Los datos apuntan a que las orcas pertenecientes a dos grupos son las que se acercan a los barcos. A finales del pasado mes de julio, hubo varios incidentes en pocos días. “Estaría bien volver a verlas”, dice Ruth Esteban, “pero incluso así no lo entendería”. Porque lo que ha estado ocurriendo durante el último año no tiene “ningún sentido biológico”, insiste.

El germano-uruguayo Jörn Selling, biólogo marino de uno de los operadores turísticos de Tarifa desde hace 17 años, plantea que el comportamiento podría ser una consecuencia del primer encierro del coronavirus. En esos días, a partir de marzo de 2020, no hubo veleros en la región durante algo menos de tres meses, y luego volvieron de golpe. “Su regreso puede haber provocado estrés”, sugiere. Otra explicación que ofrece Selling es un posible conflicto con los pescadores.

Un velero frente a la playa en Tarifa.Tim Röhn

El pescador Gregorio Linde se encuentra en la subasta de pescado y muestra una foto en la que aparece un atún con el vientre mordido. “Una orca”, dice. “A veces los adultos enseñan a sus chicos cómo robar un atún de nuestras líneas”. Linde se ríe: “Es bastante normal. Al fin y al cabo, queremos lo mismo”. Linde dice que hay suficiente para todos. ¿Atacar a las orcas por un pez robado, por rabia? “Nunca”.

Un científico que lleva décadas estudiando las orcas y que quiere permanecer en el anonimato tiene otra suposición: que algunos marineros han hecho algo a esos animales. Muestra fotos de orcas heridas y cuenta que poco antes de ese 20 de julio de 2020 se había producido un “encuentro” de orcas con un barco de pescadores. “Por miedo a perder la presa, dispararon a los animales con un arpón”, dice. “Fue demasiado”.

Tras sus entrevistas con los marineros franceses, Eva Carpinelli está de vuelta en la sede de Nereide, en Tarifa. Su informe está listo. “Los animales no solo buscan algo, sino que quieren comunicarse y dejarlo claro”, dice. “Algo pasó, se comunicaron entre ellos, y ahora están tomando medidas contra los veleros”. Una valoración que el grupo Orca Ibérica no suscribe.

En la frontera entre Europa y África florece el comercio ilegal de drogas y migrantes. A los portacontenedores y cruceros se suman los barcos de excursión, que no siempre mantienen la distancia mínima requerida de 60 metros con los animales. Pero lo que ocurre en el agua suele quedarse en el agua. En Ceuta, nueve delfines aparecieron muertos en una playa en abril con las aletas cortadas y los cuerpos acribillados. Quién lo hizo y por qué nadie lo sabe.

El pescador Francisco Castro, en Tarifa.Tim Röhn

La neurocientífica estadounidense Lori Marino publicó en 2004 un estudio sobre la neuroanatomía de las orcas. “Llevo 30 años estudiando sus cerebros y es fascinante”, dice en una videollamada. “Algunas partes de sus cerebros —como el sistema límbico— son similares a las de los humanos. Tienen una vida emocional incluso más compleja que la nuestra”. Piensa que es imposible reducir los incidentes con los barcos a una sola emoción.

A principios de agosto, no muy lejos del puerto de Tarifa, el pescador Francisco Castro muestra un vídeo grabado en marzo de este año. Se puede ver a unas orcas que no sueltan su embarcación, un pequeño barco de madera. “¡Mira, mira, mira! Incluso intentan levantarlo”, comenta agitado. “Fue la primera vez que se acercaron tanto a mí. Y llevo pescando aquí desde 1995”, dice. Una semana más tarde, durante otra conversación en un bar, el pescador vuelve a coger el móvil. De nuevo un vídeo, tomado el 11 de agosto a las 17.04. No hay duda, varias orcas están alterando el barco de Castro, chocando con él desde diferentes lados. “Algo está mal”. ¿Pero qué? “Creo que alguien ha hecho daño a los animales”, dice. Y añade: “Me preocupa que algo muy desagradable esté a punto de suceder”. Eva Carpinelli, la bióloga marina, se sorprende cuando conoce estos incidentes. Piensa ponerse en contacto con Castro cuanto antes.


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